Una amiga mía muy querida, muy cercana en la adolescencia, tendríamos 16 o 17 años... el depósito del inodoro de su casa estaba roto. En rigor, sólo se había salido la tapa del botón en la pared. Podíamos usarlo igual, tirando y volviendo a encajar un cañito de plástico que estaba ahí adentro. Cualquiera que haya usado un botón de baño sin tapa sabrá lo que digo.
A ese movimiento preciso hacia arriba y hacia abajo que teníamos que hacer con el cañito ella le decía “hacerle la paja al depósito”. “Tenés que hacerle una paja, si no no corta”, se refería al arte de volver a encajar la sopapa una vez liberada el agua. Me quedó siempre grabada la frase, supongo que porque yo nunca le había hecho una paja a nadie y no tenía la menor idea de cómo era, ni tampoco dominar el arte del cañito me hizo sentir más segura respecto de mi capacidad de hacerlo con una persona real, y todo eso que decíamos diariamente como si nada, al parecer, me afectó de una u otra manera al punto de que nunca me lo olvidé. Ese es el resto diurno de mi cuento. Todo lo demás lo inventé, y es por eso que, de todo lo demás, no sé qué decir.