Un colibrí sobrevuela la rosa china que está en mi jardín, y aunque no creo en fábulas, sé que es el alma de mi abuela Mabel que me viene a visitar. Lo sé, porque esa planta me la regaló ella y porque justamente hoy se cumple una semana desde que se fue. El colibrí también se va y yo me quedo pensando en el último día que pasé con Mabel, lamentándome por no haber estado más atento, por no haber actuado diferente.

Ese sábado me tocaba trabajar, pero mientras manejaba por la Circunvalación a cien, algo me iluminó y me hizo desviar hacia la casa de mi abuela. Digo me iluminó, porque había estado con ella la tarde anterior y la vi tan bien, que cuando salí llamé a mis viejos que estaban de viaje y les dije que no se preocuparan.

Cuando llegué al departamento, mi abuela seguía durmiendo. Pensé en volver esa tarde, pero Marisa, un ángel que cuidó de ella por quince años, insistió en despertarla porque le iba a gustar la sorpresa. Este gesto, que en ese momento me pareció ínfimo, a la distancia se vuelve enorme.

La despertó con tanta dulzura, que Mabel le sonrió aún cuando respiraba mal, tenía fiebre y le dolía todo el cuerpo. Me senté a su lado y mientras Marisa llamaba al médico, aproveché para avisar en el trabajo que iba a llegar más tarde. Está es una de las cosas que más me arrepiento, mi abuela se sentía mal y en vez de tratar de calmarla, lo único que pensé fue en trabajo. Debería haberle hablado, decirle que la quería, que todo iba a estar bien. Fue Mabel la que habló, me dijo "Anda nomás a trabajar". Gracias a Dios yo no me moví.

Después todo pasó muy rápido. Llegó el médico, le tomó la presión, le midió la fiebre y mientras le escuchaba los pulmones, me dijo: "Hay que internarla". Era la tercera vez que la internábamos en el año, mi abuela ya estaba cansada, por lo que se negó rotundamente. Pero el médico parecía tan profesional, tan seguro, que ella no volvió a contradecirlo, y eso que nadie callaba a Mabel. Mientras Marisa preparaba la ropa y los pañales, yo me fui a la cocina a avisarle a mis viejos. Después avisé en el sanatorio donde antes estuvo internada y cuando volví a su habitación, discutí con él médico porque él prefería llevarla a otro lugar donde tenían una mejor terapia intensiva. El médico, quizás por cansancio, terminó cediendo a mi pedido, así que cuando llegó la ambulancia, Marisa acompañó a mi abuela y yo los seguí en mi auto junto a los pañales y la valija con la ropa.

Me hubiera gustado haberla acompañado en la ambulancia, pero en ese momento sólo pensé en que había dejado el auto mal estacionado, y que eran muchas cosas las que había que llevar. Una parte de mi; la gran parte; pensaba que íbamos a volver pronto.

Algo sucedió durante el traslado; los de la ambulancia bajaron corriendo y la metieron en una habitación que tenía un cartel que decía Shock room. Cuando se iban, unos de los camilleros me advirtió "Ojo con los anillos y las cadenas de tu abuela". Le agradecí el dato, pero cuando estaba por tocar la puerta, un médico de mi misma edad salió y en dos guantes de látex me entregó sus joyas y su dentadura. Entró de nuevo a la habitación y cinco minutos después se la llevaron a terapia intensiva. "Hay una sola cosa para hacer", me dijo el médico mientras caminábamos junto a la camilla; "Conectarla a un respirador". Luego me explicó que para eso era necesario anestesiarla y meterle un tubo por la tráquea. Tenía que tomar una decisión pero en ese momento no podía pensar, así que le pregunté qué haría él en mi lugar. "La dejaría irse en paz", me respondió. Yo la miré a mi abuela, que ya no parecía mi abuela, y asentí con la cabeza.

Mientras esperábamos los resultados, con Marisa no podíamos entender lo que estaba pasando. Un médico gordo y pelado salió de la sala y dijo mi nombre. Me paré y lo seguí por la sala hasta donde estaba mi abuela. "No había mucho por hacer" empezó diciendo, y cuando me iba a dar una explicación, le pedí que me dejara solo. Entonces me pusé a llorar, aunque ya la había llorado en todas las internaciones previas, luego la abracé y le dije que la amaba, que la iba a extrañar y le agradecí todo lo que había hecho por mí. Antes de irme, le hice un último pedido, "Guíame desde arriba".

Cuando salí de la habitación, Marisa lloraba con la cabeza apoyada en sus rodillas. Intenté abrazarla, pero no tenía fuerzas ni para mantenerme parado. Un matrimonio, cuyo hijo peleaba por su vida en terapia intensiva, se olvidó de sus penas y nos abrazó. La mujer empezó a rezar un Padre nuestro, y aunque hacía años que no rezaba, me sumé a la oración porque sabía que a mi abuela le habría gustado.

Hice todos los trámites en piloto automático, y lo único que me llamó la atención fue el costo del velatorio. Ese detalle me hizo acordar de una entrevista donde Johnny Depp decía que los piratas usaban anillos y aros de oro para poder pagar un cajón y el entierro en cualquier lugar en donde se encontraran.

Volví al departamento a buscar la ropa para el entierro, pero antes, recorrí el lugar por última vez. Arriba de la mesita de luz, encontré el cuaderno donde Marisa anotaba todos los llamados que mi abuela no había podido atender. La única anotación de ese día era un número de teléfono, pero no aclaraba la persona. Algo me movió a llamar y así hablé con Miguel, el peluquero que por treinta y cinco años le cortó el pelo. Cuando ella enfermó y no pudo ir más a la peluquería, Miguel se encargó de llamarla. Le conté a Miguel todo lo sucedido y la lloramos juntos. Cuando corté, me sentí bien, aún cuando sabía quién había hecho ese llamado.

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