En un acto de festiva declaración de guerra, Damares Alves, la flamante ministra de la Mujer, Familia y Derechos Humanos del gobierno de Jair Bolsonaro, anunciaba que “una nueva Era comienza en Brasil: niño viste de azul, y niña viste de rosa”, ante el aplauso y algarabía de los presentes. Lo decía con un tono infantilizado: como aquel inolvidable “queremos papá y mamá” vitoreado en nuestras calles por sesentonxs durante el debate del matrimonio igualitario, aquí la nueva ministra -a la sazón, pastora evangélica- también actúa la infancia como teatro de la restauración conservadora. Tal evocación de la niñez como núcleo de valores conservadores no es nada nuevo. Pero es sin duda notable la idea de una “nueva era” en la que, a contrapelo de toda novedad, lo que se busca es reforzar la más anquilosada imagen del orden patriarcal al que, sin embargo, se presenta como la inauguración de un nuevo tiempo. ¿En qué consiste esa “nueva era”, que se parece tanto al presente y, sobre todo, al pasado? Escuchando el discurso de Alves alguna historiadora del futuro se preguntará si, hacia el 2016 o el 2017, la sociedad brasilera era una sociedad que había efectivamente eliminado y perseguido el binarismo sexual,  si “Brasil” nombraba una utopía posgénero en  la que el reino del celeste y del rosa debía ser impuesto a sangre y fuego. 

Al parecer (y contra la más cruda evidencia de la rampante violencia patriarcal y heterosexista en su país) para la ministra Alves esto es así. No atribuyamos ese gesto a una locura extemporánea o a un derrape místico. El gesto de instaurar y de “hacer como si” se habitara –con la teatralidad del caso– una sociedad dominada por el feminismo y los movimientos glttbi  es, creo, una de los trucos que más rédito le han dado al bolsonarismo. El “como si” vuelto realidad: como si el patriarcado hubiese sido abolido y martirizado, como si las feministas, gays y lesbianas gobernaran, como si la sociedad estuviese cautiva del poder omnímodo de las personas trans. Actuar “como si”, y producir realidad a partir de ahí. Y ahora, con el Estado en sus manos para llevar adelante esa producción de realidad. 

El gesto de Alves encuentra su campo de resonancia, claro, en el discurso del mismo Bolsonaro, que insistió, previsiblemente, en la palabra “ideología”. Ideología de género, por supuesto, pero también “amarras ideológicas”, en la “sumisión ideológica”, en las limitaciones de lo “políticamente correcto”, que son los modos en que una sociedad democrática trabaja su lengua para albergar voces diversas. Eso, para Bolsonaro, es “ideología.” Contra ello, le contrapone, claro, la religión y “nuestros valores”, condensados en el binarismo de género. Religión y valores no corresponden, en el mundo Bolsonaro, a ninguna ideología. Al igual que celeste/rosa: la no-ideología. El binarismo de género como la prueba, la “veridicción” diría Foucault, de que allí no hay ideología. Viejo truco, no por remanido menos eficaz. 

Porque lo que parece caracterizar al bolsonarismo, y que recala en tantas otras geografías de este presente en guerra, es el esfuerzo, la insistencia, la necesidad de remarcar, violenta y laboriosamente, distinciones de género que aunque sigan siendo dominantes se perciben bajo amenaza. Machacar con varón/mujer, masculino/femenino, celeste/rosa, con la familia cis y heteronormada, para re-naturalizar jerarquías que habían sido, siquiera tímidamente,  desafiadas. Re-naturalizar: reponer una Naturaleza mítica (patriarcal, racista, heteronormada, clasista) que los movimientos populares de las dos últimas décadas pusieron, en diferentes grados y no sin tensiones, en cuestión. Reponer una supuesta Naturaleza mítica –pura fantasía normativa– disputada y contestada desde las luchas políticas. Y contraponerla a esa “ideología” denunciada por Bolsonaro, que no es otra cosa que lo que desde otros lugares llamamos, de maneras más simples y directas, “derechos.” 

Renaturalizar el celeste y el rosa para sofocar las luchas que los señalaron como construcciones históricas y que disputaron la igualdad sobre ese terreno. Para restaurar desde ahí jerarquías raciales, de clase, étnicas, nacionales. El género, entonces, como laboratorio de una restauración conservadora en general: ahí se lee una de las operaciones del bolsonarismo.

Que no queden dudas: la guerra declarada contra la “ideología” (de género, de la “corrección política,” etc.) es una guerra contra los derechos adquiridos. Sacar a la comunidad lgttbi de las comunidades protegidas por los derechos humanos –al fue una de las primeras decisiones del gobierno de Bolsonaro– indica con toda claridad de qué se habla cuando se habla de un gobierno “no ideológico.” 

Hay, sin embargo, algo efectivamente nuevo en este carnaval de la restauración conservadora. Nunca, que yo recuerde, un presidente y un gobierno se enfocaron tan nítidamente, tan insistentemente, tan esforzadamente en la norma de género como problema central de la política. Abundaron, claro, aquellos que invocaban “la familia”,  o –un clásico– “los valores tradicionales.” Pero nunca el género como campo de batalla político-cultural. Aquí se vuelve uno de los tres enemigos principales mencionados por Bolsonaro: corrupción, criminalidad e “ideología de género”, en el mismo plano. El género emerge en el centro de una agenda de gobierno, de modo explícito y guerrero. Esto habla, qué duda cabe, del odio alucinado, casi lisérgico que recorre la cabeza de estos personajes. Pero habla sobre todo de los avances que pudimos hacer, y de la escala del desafío que pudimos activar, y del tamaño de la  amenaza que sienten los y las conservadoras del mundo. Habla de un feminismo y de un movimiento lgttbi que trazaron el terreno ante el que esta gente reacciona y responde con inusitada violencia.

Sepamos escuchar en el odio estentóreo y en la banalidad triste de estos discursos  el temblor de un mundo que se derrumba. Ese rumor nos puede guiar en las enormes batallas por venir. 

Será, quizá, el momento de actualizar la clásica sentencia de Theodor Adorno sobre el fascista como un burgués asustado. Porque en el despunte de la segunda década del siglo XXI todo parece indicar que un  fascista es, antes que nada y de modos cada vez más transparentes, un macho asustado.