Ser torta en los ochentas no se gritaba alto y fuerte todavía, y para ejercerla había que encontrarle sus vericuetos, los desvíos al camino ya trazado, encontrar nuevas rutas, ser caminante de mi propia huella. Mamá me había dicho que nadie ni nada iba a venir a golpear mi puerta, que lo que quisiera debía salir a conseguirlo. Así fue que le hice caso y salí a conocer chicas. Nunca se figuraría la semilla que había plantado en mí en ese momento, y para todo lo que viniera después en la vida. Gracias, madre.

TORTÓN Y PIONERO

Yo estaba en la secundaria y no recuerdo de qué modo llegué, o mejor dicho llegamos, con un compañero de la escuela que portaba las mismas puto torta inquietudes que yo hasta la puerta y nos dimos ánimos para  entrar al primer bar de tortas que  jamás pisé, no se si no era el único, se llamaba “Casa Hunsa”  y le decían “El Patio”. Silvia, la dueña, tiraba el I Ching en el cuartito azul, uno de los dos ambientes que daban al patio central, todo tenía una onda entre hippie y new age. El término hippie chick aún no se utilizaba y El Patio tenía todas las cualidades de la revista Uno mismo: vegetarianos y encuentros de la nueva era que circundaban la época. 

Quedaba sobre Gurruchaga a pocos metros de avenida Córdoba, una casona vieja palermitana, cuando Palermo era solamente  Palermo viejo, no había Soho ni Hollywood. Un patio en el centro rodeado por un par de habitaciones. Mesas y sillas de madera, todo bastante iluminado y una barra al fondo del local. Se podía escribir y dibujar en las paredes. Se pasaba mucho rock nacional,  Silvina Garré, Marilina. En mi walkman entraban y salían los casetes de The Cure, Standing in the beach, Siouxsie y, por supuesto, Celeste y la generación y los poetas de Latinoamérica. 

SOY ROCK

Amo la música. Mi escucha es generosa y podía pasarla bien con lo que sonaba en aquel lugar. Charly había editado recientemente dos discos gloriosos: Clics modernos y Piano bar.  Nos llevaba de la profunda melancolía de “Ojos de video tape”, acompañada de una casi imperceptible cita a “Eti leda” de Serú  Giran, a la furia de Demoliendo hoteles. Viuda e hijas se hicieron un Luna Park y nos tenían a todas las pibas cantando la del bikini amarillo, y como si fuera poco, por primera vez ante la real posibilidad de armar una banda de mujeres. Virus, Los abuelos de la nada, Soda Stereo. La guerra y el post Malvinas. La democracia le dio una nueva  puesta en valor a nuestra grandiosa música nacional. Fito y la nueva trova rosarina y la cubana  por supuesto, con Silvio a la cabeza le imprimíeron un pintoresco, mágico, esperanzador y ecléctico abanico de posibilidades musicales al momento. Cualquiera de todas esas opciones podían escucharse en El Patio, un boliche del “ambiente” como se les decía  en aquel tiempo. Nosotres  entonces vendríamos a ser “gente del ambiente”: las tortas, los putos, las travas, suena mucho más glamoroso de lo que a veces se veía.

TODAS PARA UNA

 El Patio tenía una habitación más grande en la que se daban talleres de teatro y hasta se presentó una obra. Había una guitarra y un par de instrumentos que tocábamos entre cervezas, tortas y putos. Lo que yo fui sabiendo era que Silvia, había salido con Laura, que ahora salía con Claudia y así era un poco todo,  muy familiar y amigable entre las tortas, todas allí compartiendo muy relajado. Se podía comer algún que otro tostado o pizza, cerveza y maní. Mucha torta en pareja y algunos putos, yo me sentía en el paraíso y quería probarlo todo, no me refiero a los tostados ni a las pizzas. Hasta el momento había creído que éramos solo tres tortas en el universo: Sandra, Marilina y yo, así que sentí un gran alivio. Así de aislados podíamos llegar a sentirnos, así de ignorantes. Allí conocí a mis primeres amigues putos y tortas. Fabio, de pelo largo y abundante, profundos ojos celestes y con quien disfrutábamos mucho de la música brasilera. El Negro Oscar, un morocho hermoso con un par de años más grande que yo, chongazo al que le gustaban los rubios suaves y que cantaba con bella y poderosa  voz canciones de Serrat.  

Yo  era una especie de mascota menor de edad a la cual más de una vez tuvieron que esconder en algún depósito o baño fuera de uso a causa las razias policiales que aún se sucedían, facho resabio de la dictadura acabada. Eran épocas de Alfonsín, del primer álbum solista de Sting El sueño de las tortugas azules.

Toqué la guitarra en El Patio, entre cervezas y porros fumados en la vereda. A “Luna sobre la calle Bourbon” me la pidieron un par de veces. Yo aún desconocía las delicias etílicas de esa bebida color caramelo, algo que descubrí años después y que me enamoró, pero sí me sentía un poco protagonista de esa canción de Sting, de los recorridos secretos y ocultos de los vampiros que la  inspiraron. Me  movía entre las sombras y la excitación de lo nuevo, ser torta en los ochentas, nos mirábamos cómplices al reconocernos.  En El Patio a veces cerrando la noche si había gente aún, se corrían las mesas y bailoteábamos unos ratos. La chica que me gustaba me miraba de reojo, tenía ojos claros y también tocaba a la guitarra. Pero no fue ella la primera chica con la que estuve sino otra, con su mismo nombre.

LESBIANISMO Y CONFUSIÓN

Cuando El Patio cerraba, con ansias de más fiesta o atrás de esa chica, sola o en grupo, aquella pequeña cofradía homo queer vampírica, encaraba por Córdoba derecho hasta Scalabrini, que se llamaba Canning, y llegábamos rápidamente hasta Confusión, que antes había sido Los simios, el primer boliche de travas que conocí.  Scalabrini Ortiz y Costa Rica. Mi cabecita de 16 años estalló del flash, como en el trip de ácido que canta David Byrne en “She was”, canción que sonaba seguido y que yo bailaba dando  saltitos, entre travas, dealers, tortas, chongos que buscaban travas y algún que otro poli que caía para variar. Ella estaba, “She was”, elevada en su éxtasis de ácido. Ya fuera la chica que me gustaba, la trava con la que tomé por primera vez o  mi primera novia, ella estaba. En mis recorridos veraniegos de El Patio a Confusión, de las vampíricas sombras de Bourbon Street al viaje lisérgico y liberador de “She was”, ¿era otra o era yo?  

Mis recuerdos un poco nublados de Confusión me arroja luz de boliche y estroboscópicas, tragos al costado de la pista. Bailábamos medio en ronda, la infaltable Madonna. Saltábamos cual adolescentes, yo aún lo era. Miguel Mateos cantaba “tira para arriba tira”. El momento entre mágico y decadente sucedía cuando el  domingo te agarraba demasiado tarde con los Abuelos de la nada coreando “lunes por la madrugada, yo cierro los ojos y veo tu cara”. Éxtasis travieso, todes cantando. Me esperaba otro lunes tarde a la escuela y que mi lesboqueer  humanidad se acomodara como pudiera en un pupitre que no le cuadraba y pensar las mil nuevas estrategias para salir de todo aquello que me apretaba. 

Fui testiga de sexo y drogas en sus baños, el rock, el pop y las clandestinidades desatadas en aquellos recintos de liberación ritual. Las travas me parecían inmensas, a duras penas podía hablarles, sobre sus tacos altísimos, alocadas, acaloradas todas, entre gin tonics y merca.  

Empezaba a tortear, a entender un recorrido que debía trazar yo misma del mismo modo en el que nos fuimos construyendo, o deconstruyendo,  nuestras sexualidades e identidades. Estaba  curiosa y ávida con los dados en la mano listos para rolar en el  tablero del juego de mi vida, indicando el nuevo camino y dirección para mis próximos recorridos. La música siempre fue y será compañera fiel en cualquiera de ellos, de esos besos y caricias de edicto policial, secretos besos, en rincones de boliches que solo existen en la ruta de los buscadores de encuentros “llenos de ansiedad”.