“Nada es autobiográfico, todo es autobiográfico.” Solemos usar esa frase con mi amiga Rosa Montero. La decimos si al contarnos la historia en la que estamos trabajando detectamos puntos coincidentes con anécdotas de nuestra vida. La que escucha con atención se la dice a la que cuenta quien, a su vez, se declara descubierta.

Es que la ficción termina surgiendo de una mezcla de estímulos que se combinan para dar esa otra cosa nueva, el relato que logra enhebrar nuestra imaginación. A veces ni siquiera somos conscientes de cuáles fueron esos estímulos. Otra veces son evidentes. Anécdotas que vivimos o que nos contaron, lecturas, un viaje, una película, una frase escucha al azar.  Todo y nada puede aparecer en alguna próxima ficción remixado, subvertido, puesto patas para arriba. Porque su irrupción, lejos de ser voluntaria, es casi tan impredecible como aquello con lo que soñamos.

Si yo le hubiera contado esta historia a mi amiga antes de publicarla, ella habría dicho: “Nada es autobiográfico, todo es autobiográfico”. Lo habría dicho justo en la escena en la que aparece la falta de gas. Porque como Rosalía, y como tantos otros, yo también padecí el corte de suministro por largos meses. Yo también esperé primero pacientemente y luego salí a comprar pava eléctrica, horno eléctrico, hornalla eléctrica. Yo también creía que me podía volver loca ante las innumerables vicisitudes de un trámite kafkiano.