Cuando las tropas vietnamitas tomaron finalmente control de Phnom Penh, la capital de Camboya, un 7 de enero de 1979, se encontraron con una ciudad fantasmal. Los últimos jemeres rojos ya apostaban a una contraofensiva desde las zonas rurales y un puñado de sobrevivientes del régimen de Pol Pot se arrastraban por las calles en busca de refugio. Tres días más tarde, un puñado de soldados del Viet Cong, alertados por los olores nauseabundos que salían de un edificio céntrico, ingresaron y liberaron la vieja escuela que los jemeres rojos habían convertido en uno de los centros de tortura y exterminio más siniestros que haya dado la historia moderna: el S-21.
Casi 40 años después, PáginaI12 recorrió estas mismas calles, viejas y nuevas a la vez. Camboya tiene dos mil años de historia, pero entre 1975 y 1979 casi 2 millones de personas (aproximadamente la cuarta parte de la población) fueron aniquiladas por el régimen de Pol Pot. Una cruel paradoja que se impone ante los sentidos: en una sociedad que reivindica su pasado, que rinde culto a los ancestros y exalta, a través del budismo, la sabiduría de los mayores, prácticamente no se ve gente vieja.
La primera impresión, al llegar a Phnom Penh, repitió en clave de farsa turística lo que en su momento fue tragedia. Una ciudad vacía, con negocios cerrados y muy poca gente en la calle nos remitía, como pesadilla light, a aquella utopía demencial de Pol Pot, que había ordenado evacuar la capital para eliminar todo vestigio burgués e instaurar un comunismo rural de máxima pureza. ¿Qué está pasando?, le preguntábamos a cada persona que nos cruzábamos. Todos nos contestaban “Pchum Ben”, “Pchum Ben”, y así estuvimos varias horas hasta que en el hostel nos explicaron: Pchum Ben es la principal celebración religiosa de Camboya. Casi toda la población se muda a distintos sitios del interior del país, para visitar familiares y rendirles culto a los ancestros. Una evacuación voluntaria.
Al día siguiente, ya recuperado el bullicio típico de capital asiática, nuestro karma (sudamericanos progres solidarios con el sufrimiento mundial) nos llevó directamente a Tuol Sleng, el museo construido donde funcionó la cárcel S-21. Al menos 12 mil personas fueron torturadas en este lugar, muchos de ellos con instrumentos caseros, como palos, alambres, cables e inclusive compases que habían quedado allí de la época en que el edificio funcionaba como escuela. Están las fotos de casi todas las víctimas, porque el jefe de la prisión, el camarada Duch (un ex profesor de matemática) tenía como afición archivar, clasificar y catalogar el horror que conducía. En una de las ex salas de tortura, sentado frente a una mesita que tiene una vieja máquina de escribir como todo decorado, nos recibe un anciano. No sabemos quién es hasta que nos ofrece el libro que escribió: Sobreviviente. Se trata de Chum Mey, hoy de 87 años y uno de los pocos que quedan vivos entre quienes lograron salir de la S-21. Nos cuenta que va allí todos los días, que mira las fotos (“esas caras nos obligan a volver a contar nuestra historia una y otra vez”, dice), que habla con la gente. Mi compañera, Rosana, se pone a llorar, pero Chum Mey le devuelve una expresión de serenidad absoluta. Señala la máquina de escribir y dice: “Me salvó la vida”. Chum Mey, que perdió a su esposa y sus hijos durante el régimen, es mecánico; después de haber sido torturado (“toleré todos los golpes, también cuando me arrancaron una uña, pero no pude soportar cuando me electrocutaban”) y de haber inventado una historia de conspiraciones con la CIA para complacer a sus victimarios, logró sobrevivir: demostró que sabía arreglar las numerosas máquinas de escribir que se necesitaban para transcribir las “confesiones”. En su ficha, al lado de su nombre, anotaron: “mantenerlo por un tiempo”. Chum Mey nos despide con calidez. Antes de irnos, recorremos otra de las “aulas” donde se interrogaba a los detenidos. En una de las paredes, los visitantes del museo escriben consignas. Hay frases en varios idiomas. Debajo de unos signos ininteligibles puede leerse: “Nunca más. ¿Dónde está Santiago Maldonado?”
Samnang nos lleva de acá para allá en su “tuk-tuk”, un carrito enganchado a una moto, ideal para surfear el tránsito y el calor de Phnom Penh. Como suele suceder ante la curiosidad del extranjero, nuestro nuevo amigo se convierte rápidamente en guía de turismo, historiador y sociólogo. Dice que está ahí, trabajando y hablando con nosotros, porque cuando era chico su abuela se lo llevó al campo justo a tiempo, de casualidad. Otros familiares se quedaron en la ciudad y fueron asesinados por el régimen. Samnang se ríe y dice “es muy loco este país. En lugar de destruirlo los de afuera lo destruyeron los de adentro. Pero ahora estamos mucho mejor. Si trabajás mucho salís adelante, sino, te quedás en el camino”.
–¿Cuántas horas por día trabajás?
–16.
El trayecto en bicicleta admite algunas paradas técnicas. Una señora nos cambia riels, la moneda camboyana, en plena calle. Armó una mesita como la que usan acá los partidos políticos en tiempos preelectorales y tiene a la vista un gran fajo de riels y otro más chico de dólares. Desplegamos un enorme mapa de la ciudad que nos lleva a Boeung Kak, un legendario y gigantesco lago al que aludían los viajeros en crónicas de varios años atrás. Pero ahora el lago no está. Lo que se ve es un enorme descampado relleno de arena y unas máquinas excavadoras que no descansan. Más tarde nos enteramos del destino de Boeung Kak: el gobierno –ahora democrático– de Camboya decidió en 2010 rellenar el lago y entregar el terreno a desarrolladores inmobiliarios. También desalojó compulsivamente a las miles de familias que vivían alrededor. Un francés que conocemos en el Zeppelin Café y que vive en la ciudad desde hace 20 años explica el asunto entre cerveza y cerveza: “Pol Pot había destruido los registros de propiedad porque hablaba de construir una sociedad sin clases que viviera en granjas colectivas. La democracia le devolvió a la gente el derecho a la propiedad, pero nunca le dio los títulos, así que el derecho se terminó cuando llegó la posibilidad de hacer negocios”. Un informe de las Naciones Unidas confirma que, solo en Phnom Penh, el 11 por ciento de la población fue desalojada por la fuerza en los últimos 25 años.
El futuro llegó a Camboya, como mueca del pasado. Hay elecciones periódicas, pero desde 1985 manda uno solo: Hun Sen, líder del Partido Popular de Camboya y actual primer ministro. Hun Sen es –cualquier cínico podría imaginarlo–, un ex jemer rojo. Tiene un ojo de vidrio a causa de una herida que sufrió peleando para los comunistas en la toma de la capital camboyana. Después se pasó al bando de los vietnamitas y ocupó con estos la misma ciudad, pero esta vez para desalojar a los jemeres rojos. Por entonces, los Estados Unidos minimizaban las acusaciones contra los genocidas de Pol Pot, porque temían que la caída en desgracia de los jemeres rojos fortaleciera a los vietnamitas. Ahora, que Hun Sen y el gobierno camboyano son ultra capitalistas, Estados Unidos se manifiesta “preocupado” porque Hun Sen tiene como mejor amigo a Xi Jinping, líder de la República Popular China.
A Hun Sen no le faltan razones para celebrar esa amistad. Recorremos Koh Pich, una zona también conocida como Diamond Island. Es la distopía del lago Boeung Kak hecha realidad. Un corredor de edificios de lujo, construidos por empresas chinas, dan un efecto Blade Runner que contrasta con el resto de la ciudad. Muchos de estos edificios están vacíos, pero inversores privados del gigante vecino pagan un promedio de 3200 dólares el metro cuadrado (el PBI per cápita de Camboya es de apenas 1400 dólares anuales) para asociarse al boom inmobiliario. La calle principal del flamante barrio se llama Elite Road.
Otras calles, no muy lejos de allí, muestran a otros emprendedores. En una vereda céntrica una pareja pone un puestito y corta el pelo por 1 dólar; otros arman un carrito que va cambiando de barrio, según los días, y preparan una fritanga con carne de pescado a prueba de tímidos; una familia teje y los chicos salen a vender los pañuelos típicos jemeres. El caos fluye con naturalidad. Entre el pasado marcado por el genocidio y un futuro de ciencia ficción para unos pocos, los camboyanos atraviesan el día a día como eternos sobrevivientes.