En la foto están todas juntas y una sola mira hacia adelante pero con ganas de costado. Dos parecen estar hablando entretenidas y otras dos parecen escucharlas. La sexta mira hacia un horizonte que no es la cámara y la séptima equilibra ausencias. Siete mujeres con polleras largas y sombreros (son tres las que lo llevan) pasan la tarde en Onteora Park, en las montañas de Catskills, donde todas tienen sus casas de verano. La diseñadora Candace Wheeler es una de ellas y es quién convenció a Mary para que se uniera al grupo y construyera la suya. Mary le hizo caso, la llamó Milenrama, buscando que las paredes fueran una continuidad de las flores de tallo tormentoso que ahí crecían, y fue la casa en la murió en agosto de 1905.Mary Mapes había sido siempre una nena rica de esas que aprendían con tutores el arte y las lenguas del mundo y se había casado con un abogado que hacía negocios con su padre. Tuvo dos hijxs y un matrimonio breve porque un día el señor Dodge se fue de la casa. Apareció un mes después, ahogado. Dijeron que estaba acorralado y tapado de deudas. La viuda joven se mudó a una propiedad paterna y se sentó a escribir. En sus poemas hay fuego en las ventanas cuando se pone el sol, un sapo que se cubre la cara cuando la luna llega tarde al pantano y dos águilas pichones que quieren salir a volar antes del tiempo de partida que dicta la madre “Hay tiempo suficiente para buscar hombres/ (...) ¿Y si tu libertad llega tarde?/Un águila puede darse el lujo de esperar”.
Escribió cuentos para chicxs, Irvington Stories (1864), y la novela Hans Brinker, o los Patines de Plata (1865) un éxito que se convirtió en uno de esos clásicos -la historia familiar de una tragedia con pobreza, clima holandés y final feliz- que les leyeron a los niñxs durante décadas. Consentida por el éxito de sus patines lucientes (más de cien ediciones mientras Mary vivía), editó St. Nicholas. Una revista mensual para niñas y niños (la editorial era de su papá y la revista fue un éxito desde su primer número en 1873) que elegía contar historias infantiles sin argumentos bobos o moralistas. No siempre lo lograba, algunos relatos y algunos poemas propios defraudan, sin que corra demasiada sangre de época, aquellas buenas intenciones.
Con modales de niña anticuada consiguió que las historias para St. Nicholas celosamente ilustradas por Howard Pyle, Arthur Rackham y N.C. Wyeth, las escribieran Robert Louis Stevenson, Frances Hodgson Burnett, Louisa May Alcott, Celia Thaxter, Rudyard Kipling y Mark Twain entre otrxs. El mascarón de proa Mary Mapes Dodge quería ir por más, editó libros sobre los derechos de las mujeres y sobre las luchas contra la esclavitud, era muy amiga de Harriet Beecher Stowe, la dama ilustre de La cabaña del Tío Tom, y fundó la liga de St. Nicholas para premiar y publicar a las promesas infantiles de la literatura estadounidense, Scott Fitzgerald, Edna St. Vincent Millay, Peggy Bacon y E. B. Blanca, fueron algunas de esas promesas que St. Nicholas publicó.
En su casa de la montaña -lo lejos necesario de Manhathan- y con sus amigas, la vida era tal como la conocía o leyó. De vez en cuando, y para no olvidarse de la que fue, apoyaba su cabeza sobre un frío poético, fanatismo por los trapos transparentes, para poder mirar de frente al viento helado, como lo hace Gretel, la nena que gana los plateados en su novela, y como lo hicieron –y también por un premio– las hermanas Carol y Nancy Heiss.