Es posible leer Kentukis, la nueva novela de Samanta Schweblin, con un leve espanto sostenido hacia estos personajes que permiten ingresar en su vida cotidiana a unos dispositivos con forma de animales de peluche a través de los cuales, cámara mediante, los observa un usuarix anónimx: qué extraño, qué locura, puede pensarse, hasta que nos damos cuenta que algo de lo que hacemos con nuestras redes y teléfonos todos los días tiene mucho que ver con lo que se imagina en la novela. Kentukis no es ciencia ficción, es el presente, apenas distorsionado, lo suficiente como para que lo miremos de otro modo, un poco como sucedía con el campo argentino plagado de glifosato en Distancia de rescate (novela que fue finalista al premio Man Booker en el 2017). Pero no son los temas los que definen a la literatura sino lo que hace con el lenguaje, y en esta novela, que explora nuestra relación con la tecnología y los vínculos que construimos con y a partir de ella, Schweblin lo tensa para construir el relato de un presente contradictorio, tanto como esos pequeños robots voyeuristas envueltos en peluche que podrían soñarse como mascotas.
En una entrevista habías dicho que lo natural para vos es escribir cuentos, y que la novela sale cuando el cuento te falla. ¿Hay algo de eso en el origen de Kentukis?
-Es verdad, siempre empiezo una historia pensando en el cuento, aunque luego las historias exijan treinta páginas más, como en La respiración Cavernaria, o cien páginas más, como en Distancia de rescate, el cuento sigue siendo el género donde más cómoda me siento. Pero con Kentukis el proceso fue distinto al de los libros anteriores. Nació como una novela desde su primerísimo borrador, unas quince páginas que escribí de un tirón. Y en ese primer intento ya era claro que esta historia era una novela, por los tiempos que se tomaba para narrar, porque ya estaba estructurada en capítulos y ya había varios personajes centrales. Quizá sucedió así porque Kentukis realmente no podía contarse de otra forma. Por supuesto que el concepto de qué es un kentuki sí podría haberse explorado en un cuento, pero eso no es lo único que yo quería contar. La verdad que esta novela me sacó de todas mis zonas de confort. No solo por pasar por primera vez a un relato muchísimo más largo de esas diez o veinte páginas en las que yo ya me sentía más o menos cómoda, sino también por sus temas, tecnología, voyerismo, globalización. Nunca pensé que me pondría a escribir sobre estas cosas, pero sobre todo por la propia estructura del libro, este relato que se va configurando de manera coral desde distintas idiosincrasias y lugares del mundo. Fue un proceso realmente distinto.
¿De dónde surge la palabra “kentukis”? En un momento del libro hay una mención a Kentucky Fried Chicken pero también es una palabra que tiene resonancias japonesas, lo mismo que estos pequeños animalitos y criaturas del animé que siguen a sus dueños a todas partes.
-Surgió espontáneamente durante ese primer borrador, y seguí adelante porque lo que me importaba en ese momento era entender la idea que estaba gestándose, no quería distraerme. Cuando entendí que el texto iba en serio decidí buscarle un nombre definitivo. Y me hice una lista de las cosas que quería que ese nombre implicara. Quería una marca que sonara a algo extranjero, pero también a trucho, a popular, a barato. A yanqui pero también a japonés, o chino. A una marca que ya escuchamos en algún otro lugar, aunque no recordemos de dónde. Googlé “kentukis” y salió un caballo ruso con múltiples premios, una comida tradicional japonesa, una ciudad Ucraniana y otra Australiana. Salieron personajes y clubes y hasta información en idiomas que desconozco. Y entonces pensé que “kentukis” era perfecto, era exactamente todo eso y nada de todo eso. Era pura confusión y sensación de familiaridad.
Parece que en los kentukis se condensara una serie de experiencias contemporáneas con la tecnología (chatear, filmarse, fotografiarse, participar en redes). ¿Es algo que tenías en mente cuando pensaste Kentukis?
-Sí, claro. Cuando miro hacia atrás, suelo encontrar en los libros que escribo una suerte de respuesta intuitiva -y muy personal, por supuesto-, a las preguntas que me estaba haciendo en el momento de su escritura. No es algo que tenga tan presente durante la escritura, es algo que solo descubro hacia atrás. Ahora pienso en Kentukis y me doy cuenta que la escribí en dos años de muchísimo trabajo, pero también de aislamiento. Sé que puede sonar contradictorio cuando justo tocaron tantos festivales, ferias, clases, pero casi todas estas actividades suceden afuera, estando de viaje, y hay mucho aislamiento también en esas situaciones. Durante dos años me la pasé trabajando con Buenos Aires y Barcelona casi cada día, pero siempre por Skype, incluso durante los viajes. Siempre interactuando con gente pero en la absoluta soledad de mi living o de las habitaciones de hotel. O viajando a ciudades insólitas, sin conocer absolutamente a nadie -kentukis sucede en veintipico de ciudades distintas, y casi todas las conozco de estos viajes-. Fueron dos años donde muchas de mis conexiones laborales y emocionales más importantes sucedieron mediante la tecnología. Recuerdo que, durante la escritura de Kentukis, varias veces me pregunté, ¿que hago yo escribiendo sobre tecnologías? Era un tema que siempre me había resultado indiferente. Pero ahora entiendo qué tan metido en mi vida lo tengo, tan naturalizado que era incapaz de ver la cantidad de horas que podía estar conectada trabajando con otros, sin haber visto realmente a nadie en todo el día.
Lo más impactante de la novela y que es común a todos los personajes es esta disposición a ser mirados por un extraño. En esta idea de “existir para otros”, tal como está planteada en el libro, no importa realmente quién es ese otro, con tal de que haya alguien quizás en el otro extremo del mundo que esté pendiente de unx. Podría preguntarse entonces qué pasa con los vínculos, las conexiones y la soledad, ¿cómo lo ves?
-Todos fuimos extraños al principio para los demás, incluso para nuestros seres más queridos, y todos existimos también para los otros. Estamos pendientes de esas miradas. Y en las redes las miradas se pueden cuantificar. “Visto por 39 usuarios” no es lo mismo que “visto por 9k usuarios”. Creo que las tecnologías cambian las distancias y los límites que imponemos a los demás y a nosotros mismos, configuran un espacio social en el que todavía no rigen las mismas normas legales y morales que nos hemos impuesto en el mundo real. Nos damos otros permisos, tomamos otros riesgo y a veces hasta nos convertimos en otros muy distintos a los que somos en la vida real. Pero la tecnología es neutral, siempre lo fue, el problema somos nosotros mismos.
En estos personajes que recurren a los kentukis hay como una intención de buscar experiencias, incluso reemplazar la experiencia con la imagen, cuando se habla por ejemplo de que se podría viajar y hacer turismo a través de los kentukis o suplir lo que falta (pienso por ejemplo en el chico sin piernas). ¿Cómo se fue armando la idea de los kentukis en tu mente, o en la página? ¿Tenías consciencia de que te abría todo este espectro temático?
-Tenía la intuición, pero en el camino me sorprendieron cosas nuevas. Y de hecho tuve que plantarme varias veces ante la tentación de seguir contando historias. No quería que el libro fuera un manual donde se estudiaran todas las posibilidades de un dispositivo, sino un arco en el que se contara, con la menor cantidad de historias posibles, el fracaso de un dispositivo. Un kentuki es un dispositivo que siempre fracasa, pero no por su tecnología, sino por las relaciones que establece. Tarde o temprano, esa relación parecida a la que podríamos tener con una mascota, sin lenguaje y de mutua confianza, termina complejizándose. Los usuarios encuentran siempre la manera de comunicarse y, establecido un lenguaje, aparecen los juicios de valor, las diferencias sociales, generacionales y culturales, y las conexiones empiezan a oscurecerse.
También es sorprendente que al dueño del kentuki se lo denomine “amo” cuando en realidad la relación de poder es bastante más ambigua ahí, ¿cómo pensaste esta cuestión?
-Claro, al principio uno acepta la idea de “amo” para ese usuario porque es el que compra el dispositivo, el que decide qué hacer con él, donde ponerlo, que límites imponerle, hasta dónde llegan o no las posibilidades de comunicarse con ese otro usuario que vive en el kentuki que el “amo” compró. Pero a medida que las relaciones se profundizan ese amo empieza a parecerse cada vez más a un esclavo, y viceversa. Por ejemplo, el que es “amo” también es el que es continuamente mirado y juzgado, incluso en sus espacios más íntimos. Pero supongo que esto espeja muchas de nuestras relaciones, sobre todo los vínculos que establecemos en las redes sociales.
Uno de los rasgos más notorios de tu escritura, si no el más importante, es cómo administrás el tiempo y la tensión que eso produce, tanto en Distancia de rescate como en los cuentos y en esta nueva novela, donde hay una construcción morosa pero inquietante en torno a estos dispositivos. ¿Cómo trabajaste eso en Kentukis?
-Fue un desafío, de hecho era un tema que me inquietaba al principio, en los primeros meses de trabajo. Me acuerdo que me pasó algo parecido con la escritura de Distancia de rescate, todo el tiempo me preguntaba, ¿por cuánto tiempo se puede mantener la tensión sin que la sensación se vuelva contraproducente y asfixie, o hasta canse? ¿Funcionará la tensión en una novela de la misma forma que en el cuento? Siento que aprendí mucho con Distancia. Pero con Kentukis tuve que volver a hacerme estas preguntas, no solo porque triplica la extensión de Distancia, y por lo tanto exige otro tipo de tensión, sino porque al final es la propia historia la que impone sus reglas. Distancia es la recapitulación de un accidente desde la inminencia de la muerte, lo que imprime al texto una urgencia constante, nada prescindible puede colarse en el relato. En Kentukis hay más tiempo, el narrador es una suerte de servidor central capaz de ver todas las conexiones establecidas, pero que, como servidor, ni juzga ni siente. El juicio moral y sentimental está siempre en el lector, y la tensión crece poco a poco. En este libro imagino la tensión como esos ruidos de fondo que uno no puede precisar cuándo empezaron, pero que terminan enmudeciéndolo todo. Es una idea muy distinta a cómo funciona la tensión en Distancia, o incluso a cómo funciona en los cuentos.
Pasando a cuestiones más generales, ¿cómo sentís la relación con el idioma materno después de años de vivir en otros países? ¿Pensás que esa extranjería, por decirlo así, influyó en tu escritura?
-Claro que influye. Sobre todo porque vivo rodeada de un idioma tan distinto al español como es el alemán y que todavía no domino del todo, y además tengo muchísimas amistades latinoamericanas. Después de tantos años en continuo diálogo con mexicanos, chilenos, venezolanos, colombianos, uno empieza a neutralizar algunas palabras y a tomar otras que no existen en tu idioma pero comunican con mucha precisión algo que ahora sí sabés que existe, y que empezás a necesitar. Pienso mucho en esto en relación a la escritura. Por ejemplo, ¿que sería más natural? ¿Que mis personajes argentinos hablaran mi español, que ya no es exactamente el mismo porteño que se habla ahora en Buenos Aires? ¿O que hablen un porteño perfecto, pero que ya no es el mío, y que por lo tanto yo tendría que reconstruir? Siempre me acuerdo de cómo criticaba la generación de mis padres el “porteño viejo y atrasado” de Cortázar, cuando hacía ya años que escribía desde Francia. Pero creo que ahora tenemos una relación distinta con los cambios del lenguaje. Pienso en la cantidad de escritores de mi generación que viven fuera de sus países, y cómo sus idiomas, deformados y reformados cada uno a su manera, son también un mapa único de su pasado, de las ciudades en las que vivieron y hasta de las ideas que cada uno está rumiando.
Me pareció interesante que hayas aclarado que no sos madre porque siempre te preguntan cómo pudiste escribir Distancia de rescate sin conocer de primera mano la experiencia de la protagonista. ¿Por qué se dará por sentado que las mujeres escribimos desde la experiencia siempre?
-Sí, esa pregunta de si soy madre o no me parece insólita, siempre digo que es como si le preguntaran a los escritores de policiales con qué asiduidad matan gente. Pero es interesante porque esto demuestra hasta qué punto la maternidad, incluso en la literatura, sigue siendo un tema sagrado, en el peor de los sentidos. Se puede hacer literatura de muertos, vampiros, ricos y ciegos, pero para hablar de maternidad, hay que haber pasado por ahí. Karolina Ramskvi, una escritora sueca de mi generación, decía hace poco que para escribir sobre cualquier tema, ella necesita primero saber qué y cómo lo escribieron sus maestros. Como estaba escribiendo una escena de una madre amamantando a su hijo, y recordaba en algunos de sus clásicos preferidos haber pasado por esas escenas, fue a buscarlas, y descubrió algo que la dejó consternada. Las escenas estaban ahí, no se había inventado el recuerdo, pero en todas se pasaba automáticamente por arriba. Es decir, en todas se decía que había una mujer amamantando a su hijo, pero en ninguna el hecho sucedía presencialmente, sino que una línea titular lo asumía todo. A veces se dice que la literatura escrita por mujeres es lo mejor que se está escribiendo en Latinoamérica. Decir que es lo mejor, aunque emocionalmente me hace mucha ilusión apoyarlo, me sigue pareciendo subjetivo. Creo sobre todo que la literatura escrita por mujeres tiene una fuerza descomunal, que es la fuerza que inevitablemente traen las voces nuevas, las voces que empiezan a contar cosas que antes quedaban a un lado, y la maternidad, por supuesto, es uno de estos grandes temas.
En Argentina al menos éste es un momento en el que se vive la paradoja de que las escritoras más vendidas y prestigiosas son mujeres mientras que muchas editoriales siguen publicando mujeres en mucha menor proporción, o se las sigue percibiendo como excepciones, o se las pone en un ghetto (sin ir más lejos este año hubo una protesta colectiva porque en la Feria del Libro se puso a todas las autoras en mesas sobre temas de género). ¿Cómo lo percibís desde Berlín? ¿Te parece que esto funciona de otro modo en otras partes del mundo?
-Puede ser que en Berlín sea un poco más par, pensando sobre todo en esta situación de las mesas de ferias o festivales, pero quizá solo es por el propio exceso de corrección política con que carga la cultura alemana y porque, en general, las sociedades europeas son bastante menos machistas que las latinoamericanas. Pero no diría de ninguna manera que acá la situación es totalmente equitativa. No hay que olvidarse que Alemania tiene el canciller más poderoso de toda Europa, Angela Merkel, una mujer, y aun así los sueldos de cualquier alemana siguen siendo más bajos que los de un alemán, la Deutsche Welle hablaba este año del 21 por ciento, lo que sigue ordenando los puestos laborales más menos de la misma manera que en Argentina: directores hombres, secretarias mujeres, siempre hablando de manera general, claro, pero es justamente por su carácter general que nos preocupa. Creo que lo que sí está cambiando, al menos en Latinoamérica, Europa y los países anglosajones, es la proporción de escritoras publicadas. Y son libros que destacan luego por sus críticas, sus premios y el apoyo de los propios lectores. Es decir que esta nueva oleada de escritoras no es de ninguna manera un tema de mercado, sino que está donde está, ocupando mucho espacio y con una fuerza inédita, por su calidad literaria, y no por su género o por modas pasajeras. Es un espacio ganado de la mejor manera posible. Y no me extraña que sea justamente en el espacio literario donde más parece afianzarse ahora la presencia femenina, después de todo es el espacio donde más nos pensamos y nos estudiamos a nosotros mismos y como sociedad, el espacio donde ensayamos nuestras mejores avanzadas.
¿Cuáles son tus lecturas más recientes que te influyeron de algún modo, esos libros que te hacen descubrir algo nuevo sobre lo que puede ser la literatura?
-Me alegra la especificidad de tu pregunta, me obliga a dejar de lado libros muy buenos pero que ya se listaron demasiado, y a contestarte con más cuidado. Mi último gran descubrimiento en este sentido debe ser Anne Carson, sobre todo un librito muy chiquito que lamentablemente no está traducido todavía al español, Short Talks. Nunca me enganché mucho con el microrrelato, pero a estos no puedo parar de leerlos, son pequeñas obras de arte, y sí puedo decir que me dispararon ideas nuevas, o que me hicieron pensar en nuevas posibilidades de escritura. También me dejó pensando mucho Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara. Y El discurso vacío, de Mario Levrero, que es una nouvelle que tenía pendiente hace tiempo. Disfruto mucho de los libros que, más allá de su argumento, también inventan una forma nueva de contarse. Esos libros que, si uno intenta empezar por la página cincuenta, ya le queda claro en muy pocas líneas que hay algo nuevo que se ha construido entre el lector y el escritor, que es indescifrable si no se empieza el libro desde el comienzo, una forma que solo puede ser excusada y entendida por su contenido, y que se aprende durante la lectura. Ahora estoy leyendo un libro de Marta Rebón, traductora al español de la rusa Lidia Chukóvskaia, que es uno de mis más hermosos descubrimientos de este año. Rebón publicó un libro híbrido que se llama En la ciudad líquida en el que reflexiona acerca de la lectura, la escritura y la traducción, mientras recorre en recuerdos e imágenes a varios de sus autores rusos preferidos.