Se rapó. Federico Fernández, primer bailarín del Teatro Colón, frecuente caballero, pirata, Romeo, soldado o miembro de alguna realeza imaginaria, liquidó ayer su melena rubia y lacia, como quien se quita un traje, se despoja, se libera. “Chau príncipes”, escribió en las redes sociales donde casi nadie se sorprendió ante la fotografía que lo muestra divertido con su pelada: sus cerca de once mil seguidores virtuales y otros muchos reales saben que el artista no cabe en ningún molde. No es el intérprete clásico con una historia esperable. No es el niño criado en el corazón de Belgrano esperable. No es el esperable director de una joven compañía. No es el esperable integrante de una elite exquisita y rigurosa. Federico Fernández es siempre excepción. Una singularidad que le permite, por caso, inaugurar ayer sus vacaciones rapado.  

Hace algunas semanas cerró la temporada 2018 de su compañía, Buenos Aires Ballet, y ya tiene las fechas reservadas para la programación del 2019 en el ND Teatro además de varias funciones por el interior del país y también en el exterior. Aquí y allá, las críticas saludan la calidad de sus presentaciones y el cartel de “entradas agotadas”  lució sin pausa en la boletería de la calle Paraguay, en un contexto hostil para todos. Hace días llegó de Brasil, donde interpretó Giselle invitado por el Theatro Municipal de Río de Janeiro, pero ya agendó nuevas visitas que lo esperan en breve. Mientras, se ocupa del vestuario, de encontrar patrocinadores, de pagar honorarios dignos a sus compañeros y de ofrecer al público espectáculos de primer nivel.

“Puede que yo sea un personaje distinto en el mundo de lo clásico –concede, pero de inmediato matiza–. En el ámbito de la danza contemporánea este perfil es más frecuente porque, en general, las inquietudes y cierta búsqueda intelectual son muy necesarias para encontrar eso que se quiere expresar con el cuerpo y con la música. Quien se dedica solo a lo clásico sigue estructuras históricas y universales. Es algo que tiene que ver con esta disciplina.” Sin embargo, desde la cima de esa disciplina, él deslumbra e incomoda con igual intensidad. Alguna vez lo explicó así: “Yo tengo un 50 por ciento que es amor por el ballet, y otro 50 por ciento que es mi lucha diaria por la dignidad del trabajador y del artista. En mi caso van de la mano. Una cosa no puede estar separada de la otra. Si vos querés resurgir la danza, hacerla con calidad y con dignidad, tenés que luchar también por los derechos para vos y para todos tus compañeros”. 

Se peló. Sin embargo, se pasa la mano por la melena que ya no está y acomoda pelitos de tres milímetros que no podrían desacomodarse aunque quisieran. Sobre una silla mínima en la que el resto de los clientes de la cafetería apenas son capaces de mantenerse sentados, el bailarín se desplaza sin dificultades. Por momentos, habla de frente; más tarde, gira como si levitara y el cuerpo queda de lado en una torsión que llevaría a más de uno al hospital. Ahora, se recuesta sobre un respaldo miserable como si fuera el asiento más confortable del mundo. “Siempre hice lo que me pareció correcto”, retoma. 

UN EMPLEADO MUNICIPAL

Creció en un PH de la calle Mendoza que sus abuelos habían comprado a unos amigos en cuotas. “Fueron unos padres mayores para mi mamá y también para mí. Muy zurdos, de armar reuniones comunistas en casa, de quemar libros para que no se los encontraran los militares y de esconder gente antes y durante la dictadura”, los pinta. Su madre, Diana Kraitzman, se casó a los 16 años con un estudiante y al poco tiempo nació Nicolás. En ese entonces, ella se formaba como concertista de piano en el conservatorio y cursaba el secundario. Dos destinos que no pudo completar. Fue Osvaldo Bayer quien contó su historia en la contratapa de PáginaI12 hace unos años: “En el colegio industrial de mi barrio de Belgrano, en Cuba y Blanco Encalada, se recordó ayer a un alumno de allí que fue desaparecido en septiembre de 1979. Se llamaba Daniel Crosta, tenía apenas 19 años, estaba casado con Diana Kraitzman y ya tenían un hijo de dos años”.

Hace un calor aplastante y un chaparrón acaba de inundar el centro de la ciudad de Buenos Aires mientras la gente corre buscando un subte que no funciona, anegado. El bailarín dice que no entiende a la ciudadanía porteña que vota al macrismo. Son conocidas sus críticas a la gestión de Mauricio Macri antes y de Horacio Rodríguez Larreta ahora al frente de la capital. Son cuestionamientos ideológicos, políticos, culturales y laborales: él es (y se reivindica) empleado municipal con obligaciones hacia los ciudadanos que, con sus impuestos, pagan su salario y el funcionamiento del Teatro Colón. “Hasta el día de hoy seguimos teniendo los mismos problemas que antes de la reforma de 2008: las mismas goteras, la misma humedad, muchísima gente que quedó afuera luego del máster plan a pesar de que cada día hay más empleados que son jefes del jefe que era jefe del jefe”, dice. 

Para cuando Federico nació, su madre llevaba casi una década buscando a su marido, primero, y reclamando memoria, verdad y justicia, después. “Trabajó siempre de lo que pudo, de lo que encontraba. Nunca vivió una buena situación económica”, dice. Con el tiempo y con tenacidad, Diana terminó el secundario de noche y se formó como acompañante terapéutica. Era alta y rubia, con un porte elegante que el hijo heredó. De ella, dice, aprendió a no callarse, a no hacerse el distraído. “No era peronista, para nada –retoma–. Era de izquierda, pero devino en kirchnerista por los méritos del gobierno de Néstor y de Cristina, porque eran los que cuando tuvieron el poder, hicieron cosas que, de hecho, habían sido reclamos y reivindicaciones también de la izquierda.” 

En ese hogar de zurdos de clase media baja, rodeado por las calles del coqueto barrio de Belgrano, Federico fue a la escuela pública y vivió el uno a uno de Carlos Menem como una ficción que no le tocaba. “En casa había 150 pesos. ¿Se supone que íbamos a comprar dólares con eso o la comida de todos los días?”, ironiza. Fue después de la primaria que llegó a la danza clásica, a los 12 años y cuando hay otros chicos que llevan, para esa edad, varios años colgados de la barra. “Mi mamá tocaba el piano y yo me movía, quería expresar algo. Entonces, fue ella la que pensó que podría bailar”, recuerda. En ese momento, él había pasado por todos los deportes incluyendo la gimnasia deportiva en la que destacaba. Su madre lo llevó a la Escuela Nacional de Danzas: “Duré un mes”, dice. Y salió del edificio de la calle Esmeralda con destino al estudio de los legendarios bailarines Raúl Candal y Katty Gallo. Ellos fueron sus maestros, sus guías.

“Raúl y Katty fueron mis formadores, pero no siempre hice lo que ellos querían”, admite. Federico tenía 12 años, un cuerpo que no había desarrollado, “bajito y redondo”, se recuerda, de modo que la dupla habló claro con Diana: “No tiene condiciones. No nos parece que pueda dedicarse a la danza”. Lo cuenta y se ríe. “Lo hemos charlado alguna vez y Katty me dijo que, a partir de mí, ella cambió algo en su mirada.” El chico no tenía un cuerpo diseñado para la danza desde la cuna, pero sí tenía rapidez para aprender y empeño. Mucho empeño.

Afuera sigue lloviendo y en unos días sus compañeros del Ballet Estable publicarán un comunicado denunciando colectivamente los mismos maltratos que él visibiliza casi a diario en redes. “Es inadmisible el destrato a los artistas, no reconociendo sus valores y desmereciendo la labor realizada. Pareciera olvidar la Sra. Directora y su staff, que no solo es una funcionaria pública que debe cumplir con la ley, sino que ademas su cargo impone el cuidado y desarrollo del patrimonio artístico del Teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires, el cual no solo fue confiado por el gobierno de la ciudad, sino también a través de los ciudadanos”, escribieron. 

La denuncia es de junio pero volvieron a publicarla en la coda del año, hartos de no encontrar ni respuesta ni mejora alguna. No es la primera vez que el cuerpo de baile se les planta a las autoridades. Testimonio de ello pueden dar el ex director del teatro Darío Lopérfido y el ex director del Ballet Maximiliano Guerra, ambos eyectados de sus asientos por una movilización sin precedentes de los bailarines que saludaban desde al escenario con carteles que decían “Basta” e incluso hicieron un abrazo al edificio a fines de 2016. “Habíamos llegado a un punto que no tenía retorno. De todos modos, en aquel momento se logró muy poco. Se fueron Lopérfido y Guerra, pero algunas cosas siguen igual. Es cierto que conseguimos el doble de funciones y algunas mejoras como la asistencia médica especializada. Pero hay que decir que lo hicieron porque eran condiciones que impuso la nueva directora.”

A pesar de que era “bajito y redondo”, Federico entró al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, la meca de cualquier niño o niña que quiere bailar. Entró y se fue: “Me aburría. Había cosas que ya sabía hacer, de modo que lo resolvieron pasándome a segundo año y obligándome a cursar en simultáneo ese y el primero. Tal vez no estaba mal, pero no supieron acompañarme, contenerme”, reflexiona ahora. Se ha sentado de frente y cruza los brazos como un pirata o como un conde. Dice que lo agobiaba, además, el control sobre su cuerpo: “Me medían la grasa con un aparatito y le pedían a mi vieja que hiciera dieta”. Pero Diana no iba a aceptar planes de comida en un niño que no había desarrollado. De modo que se fue del Instituto y al mes pegó el estirón. 

Con su nueva altura, de golpe se zambulló en la danza profesional. Con quince años ingresó al Ballet Sub 16 de Julio Bocca. “Tenía mi sueldo y trabajaba como un adulto. ¡Una locura! Yo era un chico”, revisa. Pero ya había entrado en el camino y un paso llevaba al otro. Del ballet de Bocca pasó al de Iñaki Urlezaga y de ese al Colón. “Ese año hubo un concurso en el teatro y me presenté. No llevaba ni siquiera un CD con la música para la variación que había preparado, pero decidieron evaluar con una clase y unas secuencias. Fue así que entré.”  

Nunca se había imaginado en el Colón. “De hecho, siempre estuve en contra del sistema del Teatro y todos me hablaban mal de él. Katty y Raúl querían que yo me fuera del país, que hiciera la carrera en el exterior”, dice. Pero se quedó. Y una vez dentro del ballet estable, se encontró con la magia del primer coliseo “y con todo lo tremendo, con todo lo que tiene un teatro público, algo que fui entendiendo después,  lo que quiere decir y lo que termina siendo”. 

MATRICES EN TENSIÓN

Fernández tiene buena relación con Paloma Herrera, mítica bailarina ahora a cargo de la dirección del cuerpo de baile más importante del país. Amada por su público argentino, dentro de la familia del Colón, cuentan, los sentimientos son otros. “Paloma siempre estuvo muy bien predispuesta conmigo para escuchar lo que le digo aunque sé que hay ideas que compartimos y otras que claramente no. Me parece que, más allá de que en la sala de ensayos trabajamos muy bien, ella identifica ciertas demandas en pos de los derechos laborales como caprichos de gremialistas o sindicalistas. Ella considera que estamos confundidos cuando hacemos un reclamo laboral o directamente cree que no queremos trabajar. Creo que son cosas en las que nunca nos vamos a poner de acuerdo”, dice. 

Para el bailarín, hay dos matrices socio-políticas en tensión detrás de ese enfrentamiento. Por un lado, la maquinaria del American Ballet Theatre (ABT), en los Estados Unidos, con vínculos laborales propios de un modelo de mercado. Y por otro lado, las conquistas y derechos obtenidos con las luchas de los artistas argentinos. “Algo parecido pasó con Julio Bocca, que también viene del ABT como ella y puso en valor el Ballet Nacional Sodre en Montevideo pero a través de un acuerdo con el gobierno para desmontar la estabilidad de los artistas y toda la estructura que había. Pero si miramos hacia Europa, el ballet de La Scala de Milán es estable, el ballet de la Ópera de París es estable y lo son porque las propias sociedades son distintas a la norteamericana”, explica. 

En ese marco, el espectáculo Argentum, que el productor y coreógrafo Ricky Pash- kus diseñó a pedido del Presidente para homenajear a los líderes que participaron del encuentro del G-20 en Buenos Aires, fue revelador. Varios medios tomaron las declaraciones de Federico Fernández y plantearon sus críticas como una “guerra de bailarines”: los del Colón versus los que formaron parte del show de luces y video. Él pone las cosas en su lugar. “Creo que fue una obra artísticamente perfecta. Cumplió sobradamente con sus objetivos: mostrar imágenes de todos los recursos que tiene el país y que pueden venir a explotar”, dice sin pelos en la lengua. Y sigue. “Desde el Colón, nunca nuestra crítica fue contra los bailarines y artistas que protagonizaron Argentum. Lo que nos parecía era que la ocasión permitía mostrar todo el potencial del teatro y que eso no se hizo.” 

El triunfo de Mauricio Macri en 2015 fue, para Diana, un mazazo. “Yo creo que lo que le pasó a mi vieja fue un golpe terrible. No pudo racionalizar lo que estaba pasando con una sociedad que volvía a cometer un error como éste y, en algún punto, ella también estaba cansada”, dice. Su madre murió de cáncer de pulmón hace dos años. Estaba orgullosa de su hijo y, aunque él le pedía que no lo hiciera, ella mostraba en Facebook artículos y fotos de los espectáculos que protagonizaba. Su último posteo, de un mes antes de su muerte, lo dedica a denunciar la falta de remedios: “Rogar medicación oncológica es una basura. No hay que esperar que le toque a uno, porque no debería tocarle a nadie. Sólo tomar conciencia”, escribió. Federico es joven pero el ballet es una carrera corta, es sabido. “En el futuro me veo gestionando, me veo ligado a la política, a hacer política social. Digo que me veo y en realidad lo que pasa es que tengo la necesidad de hacer algo un poco más explícito, de vincularme con la gente desde un lugar más cercano”, dice. Y nadie se sorprende.