Hay una imagen que se hace recurrente en el cine del japonés Hirokazu Kore-eda. Es un plano de conjunto en el que un grupo de personas parece compartir un instante de felicidad como si fuera el último de su vida. Pero no porque lo asedie la pena o la melancolía, sino porque esa fuerza que se desprende de sus cuerpos, ese movimiento que los mantiene unidos, es de los que solo existen una vez en la vida. Ellos están allí juntos, en el mismo encuadre, bajo esa luz que los cobija y los hace eternos. En De tal padre, tal hijo (2013) son las siluetas de una familia que apenas se recortan en la penumbra de un hospital donde todo parece cambiar para siempre; en la estrenada hace unas semanas, Nuestra hermana menor (2015), es la bienvenida de una nueva integrante a esa hermandad reinante que se anuncia a los gritos al hueco de una montaña; en la última Somos una familia, es el registro de unas improvisadas vacaciones en la playa, a la orilla de un mar que acaricia ese encuentro como las lágrimas de una inevitable despedida. Kore-eda ha sabido captar en esos momentos de apariencia intrascendente la esencia de su cine, atento a las relaciones humanas, a los sentimientos que las definen, a la intemperie que siempre condiciona su existencia.
Esta vez ha tomado un camino apenas divergente. No porque se haya apartado de la observación detallada de los lazos familiares sino porque ha alterado el contexto. Figura clave del cine japonés contemporáneo y heredero de la tradición de directores como Yasujiro Ozu pero sobre todo del maestro olvidado del cine cotidiano, Mikio Naruse, Kore-eda ha explorado ese Japón íntimo tomando como epicentro sectores sociales que, aún con sus dificultades, permanecen integrados al sistema. Familias de clase media, trabajadores, habitantes de áreas urbanas o rurales, algunos con mayor poder adquisitivo y aspiraciones de bienestar. En Somos una familia, los hilos del sistema se han hecho demasiado delgados. En la primera escena vemos a un hombre y un chico robar con astucia casi artística algunas provisiones de una tienda. Los trabajos que realizan los distintos personajes son precarios, mal pagos, e insuficientes para la subsistencia. Las instituciones son siempre una amenaza, desoyen sus demandas o los persiguen con una legalidad que siempre se torna injusta. La solidaridad es el único resguardo, no exenta de miedos y egoísmos, y difícilmente permite aspirar al heroísmo o siquiera a la nobleza. Kore-eda elige un retrato doméstico que se nutre de un contexto social disgregado sin nunca subrayarlo, que hace de esa precariedad el hábitat para edificar los vínculos más duraderos.
Tal vez el hecho de que luego de varias premiaciones a lo largo de su carrera, esta vez haya conseguido el mayor galardón en un festival como Cannes –más allá del oportunismo de esas consagraciones–, tiene que ver con su aguda observación del mundo contemporáneo. Su narrativa es sólida, su estilo tiene la ligereza justa que le permite rozar lo sublime sin nunca sobreactuarlo, su mirada es profunda e incisiva sin nunca convertirse en solemne o admonitoria. Pero este Japón de los márgenes adquiere un rostro distinto, en el que el suspenso que marca el devenir de las historias está teñido de carencias que son siempre dolorosas y definitivas. Esas sensaciones que podían percibirse en las imágenes de grupos humanos en sus anteriores películas aquí destilan mayores ambigüedades, peligros y extravíos. Por ello sus momentos de felicidad son efímeros e intensos, son lúcidos y desgarradores. Ya sea un baño en el que una mujer y una niña se curan las heridas de la vida, o una tarde en la que padre e hijo comparten las mejores croquetas de arroz, o las buenas noches de una nieta a la abuela con el abrazo cansado de un día de desilusiones.
La historia de esta atípica familia comienza con un hecho fortuito: el encuentro de una niña hambrienta y solitaria en una noche de invierno. Luego de la rutina de hurtos y pequeños engaños, padre e hijo regresan a casa. Deciden llevar a la niña con ellos para cobijarla por una noche, que al final se convierten en varias, en muchas. Esa nueva integrante se suma a los que allí viven: a ese padre que trabaja a desgano en la construcción, a la madre que plancha en una tintorería, a una hermana joven que se exhibe detrás de un vidrio de un peep show, a la abuela que cose y cuenta los yenes que le quedan de su pensión, al niño que construye su mundo privado en el hueco de una despensa. Los lazos sanguíneos que los unen son inciertos y Kore-eda juega esa carta como parte de la peculiaridad que rodea a esa comunidad que vive día a día. Es el tiempo que comparten el que define sus relaciones, las comidas que celebran, los juegos que se inventan. La llegada de la niña Yuri, luego rebautizada Lin, se convierte en un acontecimiento pequeño pero importante, en una redefinición de roles, en el despertar de dudas y deberes, de interrogantes y resoluciones.
Como la mayoría de las películas de Kore-eda, Somos una familia tiene una estructura coral. Todos los miembros de ese colectivo en convivencia tienen sus momentos estelares, nos revelan sus secretos, nos ocultan sus misterios. Pero es en Shota, ese niño que roba con su padre pero se inquieta por la responsabilidad moral de velar por su nueva hermana, en el que el director retiene su mayor atención. Su aprendizaje es ecléctico pero valioso, sus inquietudes son complejas y genuinas, su presencia es un imán en la puesta en escena, que permite la nota reflexiva que Kore-eda decide jugar con fuerza. Así queda en claro en la imagen que lo muestra huyendo con una bolsa de naranjas y a dos agentes de seguridad acorralándolo a la vera de un puente, o en la pregunta que deja sin palabras a un oficial de justicia sobre la educación que ha tenido aún fuera de la escuela. Drama y comedia se conjugan con gran habilidad, como ha ocurrido siempre a lo largo de su obra, pero aquí con un ojo puesto en un mundo que se torna cada día más difícil de habitar, en el que esas uniones y solidaridades imprevistas son las únicas muestras de lo que significa ser una familia.