Si los chalecos amarillos ocuparan las calles de Buenos Aires y no las de París, probablemente se confundirían con el paisaje, se disolverían en manchones propios de un Renoir. En esta ciudad casi todo es amarillo. Las obras públicas tienen carteles amarillos que piden disculpas por las molestias, te avisan que en todo estás vos y que vamos junto hacia, bueno... alguna parte. Hay vallas y paneles de chapa amarillos, subtes amarillos, bicicletas amarillas y hasta algunos de los “microempresarios” que atraviesan la ciudad para distribuir los restos del consumo interno entre los porteños, suelen llevar cartucheras o bolsos amarillos. El metrobús ostenta sus buenas dosis de inquebrantable amarillo. Hay que reconocer que los colectivos mantienen esa diversidad colorida tan característica de nuestra ciudad de antaño. Se sabe que cuando un pueblo, una ciudad, un territorio se pone monocromático o monotemático, es porque la psicosis avanza.
El origen del amarillo de los chalecos franceses aparentemente es irónico: esos chalecos son obligatorios para los automovilistas desde 2008 para identificarlos en caso de accidentes. En este sentido, los usarían en las protesta como una manera de revertir un símbolo de autoridad y control como quien revierte un estigma y lo pone a su favor. Y de paso, es una marca indicativa de que quienes protestan no son unos marginales cualquiera. Será inolvidable la cara del presidente Macron cuando bajaba del avión en Buenos Aires para asistir al G-20 y solo lo iban saludando hombres de chalecos amarillos (“¡me jodés!”, habrá pensado. O: “me están haciendo una cámara oculta”).
El origen del amarillo porteño está en el Pro. El Pro empieza a utilizar el amarillo como fondo de su logo negro. Y es el color institucional de la ciudad de Buenos Aires aproximadamente desde 2007. La mezcla siempre fue una cuestión controversial pero que sinceramente no es un tema de los más relevantes sino en todo caso una picardía.
Ya no quedaban muchos colores identitarios libres cuando empezó la revolución de la alegría. Con el armado electoral, Cambiemos fue agregando, a sus diferentes carteles y logos, nuevos colores al amarillo inicial, presentando un degradé tutti frutti siempre lavadito y descansado para la vista, una especie de línea de test de embarazo relajado, pero no tan unívoco.
De todos modos, hay que reconocer que lo del amarillo era una apuesta fuerte. Por fuera de la naturaleza, que ofrece una gran variedad de tonos amarillos y de sus usos pictóricos donde también es un color dúctil y expresivo, el amarillo es un color sospechado de atraer la mala suerte, de ser mufa, y por eso está prohibido portarlo, por ejemplo, en un estreno teatral. Pero en su gran mayoría, los porteños son tan seculares y liberales que no creyeron en leyendas ni supersticiones. Y dieron su masivo apoyo al dream team amarillo sobre todo cuando empezaron a ver que era una alternativa al popular y nacional (y un tanto demodé) celeste y blanco.
El punto de partida, la semilla del origen, fue el globo amarillo. Otra apuesta riesgosa, ya que utilizar además del color, un objeto que instalado en el centro de la propaganda política se presta a interpretaciones irónicas (¡era un globo! ¡se pinchó el globo!), indica una dosis de audacia que el duranbarbismo no ha escatimado a lo largo de estos años.
Ojo: estuvo muy bien estudiado. Existe una psicología de los colores y más concretamente, una tradición de asignarle sentidos a los colores (otra vez, asociados a cuestiones de la naturaleza) en las diferentes culturas occidentales, orientales, prehispánicas. En el balance, el amarillo sale bien parado: está ligado al oro, la felicidad, la riqueza, el bienestar, el buen entendimiento, lo positivo.
La cuestión de amarillo como sinónimo de mala suerte tiene origen en un dato concreto que viene a explicar lo del teatro y, por extensión, el mundo del espectáculo. Molière murió en escena representando su propia obra El enfermo imaginario. Al parecer, estaba vestido de amarillo y eso desencadenó la mala fama del color. Visto positivamente, Moliére podría haber dicho en plena agonía: ¿vieron vieron que el enfermo no era imaginario ¡es la muerte no el color! Algunos se animan a hacer extensiva la cuestión a la moda: el amarillo no termina siendo un color fácil de combinar y tampoco es un color fuerte como el rojo para romper la elegancia por exceso, un poco a la manera del “tómame o déjame”.
Así están las cosas en el colorido mundo urbano –entre ondas de felicidad algo languidecientes, cacerolazos en esquinas pro de Belgrano y Caballito, y sospechas de mufa cada vez más extendidas entre los auscultadores del humor social– cuando la cuestión pegó un giro si no insólito, al menos inesperado.
Vamos al grano: el hombre viene cultivando su monocromía desde hace tiempo. Hace poco, el diputado Alfredo Olmedo (hasta ahora, el calificativo que mejor le cabe es el de inefable, aunque de ahora en más parece que irá clarificando sus posturas) contó en una entrevista radial que una vez estaba en Cocodrilo (restaurante) en una entrega de premios a periodistas. Y que, justamente, quisieron escracharlo por estar –genéricamente– en Cocodrilo (antro de perdición). Y, contó, estaba con la campera amarilla puesta cuando lo escracharon. Es cierto, a su favor, que nadie que quisiera pasar desapercibido en una situación de trampa hubiera llevado una campera amarillo eléctrico, salvo que sea un perspicaz lector de La carta robada de Poe donde la prenda del crimen está a la vista de todos y por eso mismo nadie la ve. Olmedo afirma que a partir de ese episodio (suponemos como un gesto de autoafirmación de quien no tiene nada que ocultar) decidió dejarse la campera puesta en todo momento. Además, con ese aire entre ruralista y obrero de la construcción que le da la campera amarilla (uno puede agregarle un imaginario casco amarillo) confirma su total adscripción a la cultura del trabajo.
Olmedo últimamente expresa sus ambiciones presidenciales, que oscilarían en un arco que va entre Bolsonario y Patricia Bullrich: un catch-all de inseguridad, anti aborto, anti planes y antipolítica. Pero atención Cambiemos: no hay peor astilla que la del propio palo ni huevo más peliagudo que el de la serpiente. No vaya a ser cosa que el desplazamiento semántico y semiológico del globo amarillo a la campera amarilla traiga mufa, complique el reestreno, haya que salir a buscar algún colorcito no muy trajinado (¿un lila? ¿un rosadito?) y los obligue de una vez a agarrar la pala. Como predica Olmedo. Que lejos de ponerse colorado, se va poniendo cada vez más amarillo.