Era el año 1992, yo tenía veinte años, y no me estaba pasando nada de lo que me tenía que pasar. Me lo habían prometido las películas, los libros, y hasta mis padres: pronto, muy pronto, llegaba la vida de verdad, de golpe, sin freno, la vida como un peligro de mil caras, uno que venía de adentro, no de afuera, un peligro mío solo. Me lo había prometido, sobre todo, la música: Charly, Sid y Nancy, Kurt Cobain. También la poesía: Rimbaud, Alejandra Pizarnik. Decían: es ahora o nunca, vos, que ibas a cambiar el mundo. O por lo menos, a romperlo todo (el cliché, casi siempre, huele a espíritu adolescente).

La cuestión es que eso no me estaba pasando. Vivía en San Martín, estudiaba dos carreras a la vez (ninguna “con salida laboral”), tenía un trabajo que se llevaba doce horas de mi día y ni siquiera podía soñar con pagar un alquiler. En las raras ocasiones en las que me animaba a confesar que estaba intentando escribir una novela, me encontraba con sonrisas de conmiseración. Mientras, el Innombrable de poncho y Ferrari era nuestro presidente, habían indultado a los genocidas, el dólar valía un peso, las editoriales quebraban, los medios se concentraban y todos pensaban que el presente era de lo más gracioso porque los años de plomo –decían– habían quedado atrás. Por fin se podía respirar y caminar por la calle. Por fin nos tocaban los electrodomésticos baratos, las vacaciones en Brasil, los bloopers, las cámaras ocultas y la institucionalización del placer de humillar a otros por TV, todo al ritmo maravilloso de Jordy y Technotronic. Por fin ya nadie estaba obligado a hacer la revolución. 

 Ser joven en los 90 no era ni peligroso ni arriesgado, ni siquiera era terrible. Era simplemente descorazonador. Por suerte, estaban los amigos. Y la mayoría de los míos tocaba en una banda de rock. Aprendí casi todo lo que se parezca a la resistencia, a la disciplina y al entusiasmo artístico de ellos. En esa década fui groupie, manager, notera, fan y novia de músicos. En bares, en sótanos, en salones municipales, en canchas de básquet abandonadas, sobre todo en el galpón del Chino (hoy cantante legendario en San Martín), nos encerrábamos a escuchar bandas y discos, a fumar, a tomar, y a hacer de cuenta que todavía valía la pena empeñarse en componer y escribir, en celebrar y maldecir la suerte que nos había tocado.

Fue en uno de esos sótanos la primera vez que escuché un tema de la Velvet Underground. La canción es una de esas composiciones “tontas” de Lou Reed que se juegan al guiño irónico. Se llama We Are Going to Have a Real Good Time Together. Pero podría haber sido Who Loves the Sun o I Am Sticking with You, que tienen el mismo espíritu. La cuestión es que esa vez no oí la versión de la Velvet. Oí la versión de Las Orejas y La Lengua, una de las bandas más originales que conozco en este país. A veces cerraban sus shows con ese cover. La canción sonaba tan naif como la original, sólo que todavía más acelerada y rabiosa. Era casi una provocación. Afuera, en Buenos Aires, no pasaba nada, pero en ese bar de mala muerte en el que seguro los músicos habían que tenido que poner plata para tocar, podías creer que estabas en Nueva York en 1969. No sólo por esa canción de la Velvet. También por el desconcierto que producían los temas que ellos –Nico, Fer, Gato, Felcho– componían y a veces improvisaban para un público que, en general, estaba totalmente en otra (en otra, en los 90, quería decir “de vuelta de todo”).

 Después de esa noche de 1992, yo, que no sabía mucho de música ni de la vanguardia neoyorkina de los 60, ni de Andy Warhol ni de la última vez que el arte occidental había explotado en mil pedazos, gasté una fortuna en una caja que traía cuatro CDs con todo lo que alguna vez había grabado Velvet Underground. Y entonces supe todas esas cosas. Y también, que “estar de vuelta” era lo peor que podía pasarle a alguien. Porque lo que decía, lo que dice esa música para mí, es que siempre hay “algo más”, un pliegue, la posibilidad de caer, de ser tragada, despertada, alucinada, abierta al misterio como nadie nunca antes. Pero “ese algo más” es tremendamente difícil de lograr. De hecho, es por eso que vale la pena intentarlo. “Es lo que te hace el rock”, dijo Lou Reed en una entrevista. “Llegás directamente al corazón de un extraño, sin filtros”. Me pasé toda esa década encerrada, escribiendo y escuchando esos discos. Enfrentando (en los mejores días, celebrando) la dificultad. A veces sola, a veces acompañada. Casi siempre, rodeada de músicos. Así es cómo sobreviví al desconsuelo, a los trabajos descerebrantes, y a mi propia juventud. 

“La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, escribió Alejandra Pizarnik. Velvet Underground fue mi versión de la rosa.


Betina González nació en San Martín, Provincia de Buenos Aires. Es magíster en Escritura Creativa por la Universidad de Texas El Paso y doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. Publicó Arte menor (Premio Clarín Novela 2006), el libro de relatos Juegos de playa (Segundo premio Fondo Nacional de las Artes 2006), Las poseídas (Premio Tusquets 2012), y América alucinada (2016). Enseña Escritura Creativa en la Universidad de Buenos Aires y Centro Enjambre (centroenjambre.com.ar).