El año 2019 arrancó con fuerza para la República Popular China: alunizó en la parte oscura de la Luna, aquella no visible desde la Tierra, algo que nadie había logrado con antelación. Es un hecho inédito para un país que llegó cuatro décadas tarde a la carrera espacial mundial, y al cual Estados Unidos le impidió participar en la Estación Espacial Internacional. Fue recién en 2003, luego de la ya entonces extinta Unión Soviética y del propio EE.UU., cuando China envió por su cuenta un hombre al espacio. Ahora, poco más tres lustros después, patea el tablero, al punto de que la agencia Bloomberg describe el arribo de la sonda Chang’e-4 como “una hazaña, un salto gigantesco para una nación que durante mucho tiempo ha sido considerada como un jugador menor en la carrera espacial”.
En ese terreno, antes ajeno, China lideró durante 2018 la clasificación mundial de lanzamientos, con 37 misiones orbitales de las 112. ¿El resto? EE.UU., con 31; Rusia, 16; la Agencia Espacial Europea, 11; India, 7, y Japón, 6, entre los puestos más importantes. Como se ve, el despliegue de Beijing es cuantitativo y cualitativo: de ahí las palabras de Donald Trump, en noviembre pasado, al decir que “no queremos que China y Rusia y otros países nos lleven la delantera” en el ámbito espacial, reafirmando que “para defender a EE.UU. no basta con tener presencia en el espacio: debemos tener el dominio del espacio”.
La remontada china en este ámbito se suma a otras importantes iniciativas geopolíticas que demuestran el nuevo peso de Beijing en el plano global: la Nueva Ruta de la Seda (OBOR), inmenso esquema de infraestructura en Asia, Europa y Africa, y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), que con casi un centenar de países miembros se plantea como una verdadera alternativa de financiamiento frente al esquema post Bretton Woods (FMI-Banco Mundial, instancias hegemonizadas por EEUU). También a la creación del Brics, donde comparte espacio con países como Rusia, India, China, Sudáfrica y Brasil.
En ese escenario de disputa con un EE.UU. que por primera vez reconoce la aparición estelar china (el “Make América Great Again” de Trump se ancló en esa idea, de deterioro del poderío estadounidense y ascenso del gigante asiático), la guerra comercial y de aranceles tiene un trasfondo cada vez más nitido: Xi Jinping busca ser un jugador global en todas las áreas posibles, particularmente en el plano científico. De ahí que China fabrique productos de alto valor agregado, como celulares y computadoras ya comercializados a gran escala, y se encuentre invirtiendo cada vez más dinero en ciencia y tecnología.
Como se aprecia, la República Popular China continúa su despliegue –sigiloso pero a la vez pretencioso– en las más diversas áreas, configurando un nuevo escenario global, ante un EE.UU. que sigue resistiendo a su declive hegemónico. Y lo hace bajo un gobierno que durante este 2019 celebrará el 70 aniversario de la Revolución de 1949 comandada por Mao Tse-Tung. No es casualidad que el pensamiento de Xi Jinping haya sido equiparado al del fundador de la República Popular en la propia Constitución: estamos en el período de mayor legitimidad internacional del gobierno chino en las últimas siete décadas y ante hechos concretos que provocan transformaciones a mediano plazo en el escenario geopolítico. Pero toda acción tiene su reacción. Y, como dice el director del Observatorio de Política China, Xulio Ríos, “el sueño de Xi Jinping es la pesadilla de Donald Trump”. El año que comienza, entonces, nos deparará novedades en torno a esta disputa a cielo abierto entre la potencia emergente que quiere ser y la potencia hegemónica que puede dejar de ser.
* Politólogo UBA. Analista Internacional.