No existe la marca materna en el primer gesto nominativo, el apellido es siempre un recorrido en el nombre del padre y esa rúbrica que desde el principio de los tiempos escritos niega la existencia de un linaje materno, es herencia y recordatorio de la biografía del padre. Laurence es Debray y sólo el paso del tiempo le traerá el alivio de no escuchar su nombre en los titulares de los diarios y los noticieros del día. Las madres de sus amigos y los profesores del colegio no dejarán de preguntarle si ella es “la hija de” hasta que su padre, Regis Debray, se aleje definitivamente del ejercicio de la política partidaria. Debray fue el intelectual, filósofo y teórico mano derecha de Fidel Castro durante los primeros años de la Revolución Cubana, el mentor junto al Che del foquismo como estrategia en la guerra de guerrillas, quien lo acompañó en la selva boliviana para propagar la revolución en América latina hasta que fue apresado y condenado a 30 años de cárcel, señalado por ambas partes tanto de guerrillero como de traidor. Sartre, Malraux, De Gaulle y el papa Pablo VI participaron en las negociaciones para que lo liberaran vía Francia, donde se estableció definitivamente y llegó a ser Consejero de Estado de Mitterrand en el Palacio del Elíseo. Un currículum de vida y una obra desmesuradas, una vara sostenida desde el pedestal de la historia como para que cualquier descendencia inicie con confianza su propio recorrido. Más aún cuando las claves de ese pasado permanecen en cifrado de secreto generacional: ninguno de los compañeros de los años latinoamericanos, comenzando por su ex mujer y madre de Laurence, Elizabeth Burgos, revelarán lo que la hija quiere saber. Porque si el disparador de estas memorias se pregunta si Regis Debray fue quien entregó al Che en Bolivia, el entramado invisible de Hija de revolucionarios, lo que sostiene la narración –como todo relato sobre la vida de los padres– es la interrogación sobre la propia identidad. De qué estamos hechas, cuánto del pasado del padre y de la madre se hereda y nos conforma, cuánta libertad de elección hay en adoptar un camino radicalmente opuesto al de ellos. Así, Laurence inicia la investigación preguntándose por la Revolución Cubana y por su propio nombre: “¿Cómo es posible que mis padres aprobaran un proyecto político como aquél? ¿Cómo pudieron pensar que una economía establecida por funcionarios podía ser viable? ¿Pueden justificarse, en nombre de la emancipación y la igualdad, todas las decisiones erráticas? ¿Un apellido implica valores? ¿La filiación supone obligaciones? Toda pertenencia es una cárcel; toda leyenda una servidumbre”.
En la primera parte de Hija de revolucionarios, Laurence se dedica a poner en contexto en qué momento de la vida de sus padres llega ella al mundo, cuáles son sus orígenes y cómo dialogan entre sí, aplicando una suerte de reparación histórica hacia la figura de la madre, Elizabeth Burgos, una brillante intelectual venezolana que formó parte de la mesa chica de Fidel y luego del gabinete de Mitterrand, pero cuya figura quedó siempre a la sombra de la de Regis Debray. Venezuela y Francia serán entonces los escenarios del origen: arrogancia, esplendor, idealismo y pasión puestos a funcionar en plena época de revoluciones tercermundistas a las que Laurence narra con un tono entre cínico (cuando da cuenta de los contextos políticos en los que sus padres actuaron) y admirado (cada vez que resalte el alcance de su valentía e inteligencia puesta al servicio “desinteresado” de un ideal). La primera mitad del libro narra entonces la historia conocida por todos y lo hace de una manera por momentos superflua o infantil: se detiene especialmente en el material de archivo sobre el tiempo de la captura y estadía de Debray en la cárcel boliviana y de forma incierta concluye que no fue su padre quien delató la ubicación del Che en la selva, apuntando contra el otro detenido, el pintor argentino Ciro Bustos. En medio de la narración del fracaso estratégico de la guerra de guerrillas, la autora se tranquiliza al encontrarse citada como proyecto de sus padres en el diario del Che: “No fui un accidente sino fruto de la voluntad”, afirma, y llama la atención el uso desprevenido que hace de estos términos en la escritura de un libro que tiene como materia prima un lugar y un contexto históricos en los que “voluntad”, “plan” y “accidente” combatieron tanto práctica como semánticamente. Hay un gesto adolescente en esta primera parte en la que la hija se coloca en la vereda de enfrente respecto de los padres, un gesto que por momentos habilita a preguntas y reflexiones poco profundas, juicios postulados con el diario del lunes, pero que en la segunda parte del libro se reconducirán, haciendo que la tesis de lectura cambie por completo. El umbral que se cruza entonces es el de la intimidad de “los héroes”, ese pasaje en el que la incoherencia entre la acción política y la privada determinan una tarea vital para la hija, que desplazará la acción del prócer hacia la de prosista: encontrar esa fisura casi esquizofrénica de la vida de los padres para habilitarse a escribir, y en esa escritura vislumbrar el sentido de su propia historia.
La mirada de la hija hacia sus padres, su padre mayormente, comienza entonces a ser más adulta, más incisiva y por lo tanto más abarcadora. Laurence hace una crítica tan incómoda como necesaria y sin concesiones a la generación que fue capaz de dar la vida por sus ideas, mientras en el fuero íntimo hacía agua por todos lados, cegada por la persecución de una grandeza personal escindida de los actos privados. Así es como el derrotero personal, el edipo irresuelto de esta hija comienza a ser el correlato de una generación desencantada: “En Francia, los ex sesentayochistas se aferran a su puesto de mandarines, disimulan su pelo blanco y se creen todavía flamantes seductores y unos pensadores influyentes que no desisten de tener razón. El juvenilismo es la enfermedad senil del izquierdismo. Sobre todo por conservar el poder y no dejar sitio a los jóvenes: han vendido al mundo su solidaridad, pero actúan como grandes egoístas”.
Las cuentas pendientes de la hija son en primer lugar con su padre, por eso el título hace el intento de incluir un diálogo con la madre que no llega a tal. Tampoco Hija de revolucionarios se puede leer en código de reflexión histórica porque la rigurosidad de la investigación pierde la batalla contra una narrativa íntima, dispuesta a traicionar en este “contarlo todo” para lograr una firma nueva sobre un viejo nombre.