Se miraba en el espejo como si viera a otra que no tuviera nada que ver con ella. No representaba más que una imagen más, no le creía en su acepción reflejo o identidad; prefería la incredulidad, el escepticismo. Identifíquese, le dice un policía en la calle o en la ruta, pretende que ella saque un documento nacional de identidad con un nombre, un número y una foto. Ser igual a algo sonaba imposible, un forzamiento voluntarista. Los espejos refractaban imágenes de seres que tenían su propia vida, autonomizada; tal vez eran esas imágenes multiplicadas las que andaban por ahí, en pena o en histeria o en desesperación por algún hecho que no recordaba. Que flotaba en la amnesia.
Lo había intentado: ser igual o parecida a otras, inscribirse en el derrotero de la mayoría, pero una y otra vez se encontraba frente al desencanto inevitable y se sentía ridícula, impostada. Estaba viva sin haberlo elegido, su mínima libertad se negaba a desarrollar una personalidad, entonces transitaba sin ser reconocida ni encasillada. “No la ubico…”: existía esa expresión desde mil años antes. La vida no la convocaba a manifestarse de manera personal, a hacer cualquier cosa que la distinguiera o destacara, no sentía la suficiente curiosidad por su propia impronta ni por su potencial, se negaba a aceptar la presión de “desarrollar capacidades”, más bien prefería acodarse y observar. Siempre hay un hombre del bar, del café, de la recepción, de los monitores o de las garitas de vigilancia. Son los que ven pasar a cientos de humanos y humanoides por día, los registran mientras hacen otra cosa o los siguen con la mirada, si algo mínimo llama su atención. Lo mínimo puede ser una cojera leve, un peinado reventado, un cuerpo que grita, una carmela extemporánea. A ella le resultaba más fácil seguir a otra, vestirse como otra que hubiera elegido una forma neutra, igual a tantas. La copia, la réplica, los parecidos no la inquietaban. Miraba las cosas sutiles, toda su vida estaba hilvanada por puntos de observación; no esperaba nada de la vida ni de la gente y el mirar le parecía asombroso, captar las manifestaciones vitales, como si cada cosa fuera una “flor de un día” que encuentra su máxima expresión en pocos minutos antes de morir. El amor le parecía una cuestión cultural que no estaba dispuesta a aprender ni a incorporar. Una concesión más. Admiraba la enamorada del muro, que se prendía con facilidad a la materia de otro origen y otra especie. Elegía la falta de distinción, era como el camaleón, se disfrazaba sin esfuerzo, se contagiaba sin temor a perder nada en el camino, adoptaba la voz, la pose, la inflexión, el quiebre de cintura, la rigidez de las piernas imposibles de adelgazar, la escritura de relatos fantásticos que bordeaban la ciencia ficción. Era una mujer que podía hablar de todo, una mujer río, que fluía sin pretensión y se empapaba de todo lo que tocaba en su recorrido. Reflejaba todos los saberes, repetía, replicaba a otros amabilísima, siempre cordial y afable, decía lo que el otro quería escuchar; podría haber sido actriz. Hablar en citas, nunca una opinión personal, propia, y nadie se daba cuenta, porque lo que verificaba era que nadie escuchaba, solo querían volver a escuchar su propia voz. Ella era un eco sonriente y amable, gentil, lo suficientemente neutro como para no molestar ni despertar suspicacias. La gente usaba frases hechas o ironías previsibles que tranquilizaban porque se mostraba que se compartía un código, un parecer. Un lenguaje común. El que eligiera otra cuerda sería distorsivo o incómodo. Nadie sobrevivía fuera de la clasificación.
Se hizo ghost-writer.
El tiempo era el bien más precioso y codiciado. Quien manejara sus días o sus horas con tranquilidad sería un príncipe o una reina porque la gran mayoría sólo podía ocuparse de no perder pie (mientras no descuidase a la familia), atrapados en un sistema de supervivencia que incluía algún recreo y alguna satisfacción ocasional administrada en exceso. Los periodistas que querían escribir libros para afirmar su ascenso y ampliar su despliegue y reconocimiento proponían proyectos a las editoriales pero enseguida, después de haber celebrado y anunciado el nuevo emprendimiento, se daban cuenta de que no podían escribirlos con la suficiente estrategia o audacia porque eso significaba tiempo, y tiempo era lo que no tenían. Entonces las editoriales les proponían confiar su proyecto a un ghost-writer. Un escritor fantasma que haría un libro estupendo, admirable y talentoso en nombre de otro, después de firmar un acuerdo de confidencialidad en el que se comprometía a nunca develar su identidad. Era un pacto que no podía ser explicitado del todo porque resultaba humillante para el que apareciera como autor frente al público, y para el negro, como se lo llama en España y en México al escritor fantasma.
En las editoriales cada vez había más trabajo mínimo burocrático gerencial, planillas que llenar, órdenes de trabajo que pasar por mail a otro sector y duplicarlo a través de una intranet.
En poco tiempo adquirió el lenguaje del periodismo local, incorporó los giros y muletillas, las claves de un “entre nos” de los clichés más populares, los deconstruía y despedazaba para después combatirlos y mantener ese coloquialismo a raya. Era un movimiento de apropiación y de desprendimiento de los vicios que la coda ofrecía. Tenía un oído perfecto que captaba las intenciones del autor que ella iba a sustituir, desde el momento en que escuchaba cuál era el propósito del libro, cuáles sus aficiones y ambiciones, ponía en funcionamiento toda su capacidad de camaleonizarse, zelig de ocasión. La invisibilidad deliberada, no porque hubiera quedado en esa posición a pesar de ella misma sino porque se lo había propuesto activamente.
Hizo de ese propósito un oficio.
El primer libro fue aclamado como un éxito de ventas por el público que aprecia la investigación a fondo que los diarios no se animan a profundizar. Desde la contratapa se lo calificó de exhaustivo y valiente y las críticas reafirmaron sus condiciones alentadoras de búsqueda de la verdad, el libro daba con un tono justo y personal para el investigador: no era el frecuentado, cansador, registro periodístico. Ella había recibido un agradecimiento en la última página, sin destacado especial,entre muchos otros que habían colaborado en su realización. No podían omitirla pero tampoco le daban relevancia. Perfecto.
Escribía, tecleaba, se bajaba un teclado por día, enardecida por su propia capacidad de darle voz a historias que le transmitían, las hacía suyas con una velocidad y facilidad descomunal. Sonreía divertida: fluía sin necesidad de esquematizar el desarrollo de los núcleos o la estructura o los puentes entre capítulo y capítulo. Buscaba contextos para darle profundidad a la trama, investigaba historias paralelas que interactuaban con la central y lograba mayor relieve con notas de color, anécdotas, carne humana. El público quería identificarse con lo que leía, colarse en algún resquicio de esa historia, con empatía. Había que hacerle lugar. Zelig tenía que ser el Verbo. Se zeligueaba, se metía en la piel de otro con seriedad, gracia y diversión. Entonces el resultado era un texto chispeante, por encima de lo standard. Escribía y escribía y surcaba los flejes no transitados y las corrientes encrespadas, lograba enmascarar lo excesivamente plano o superficial, le daba espesor a lo trivial. En la soledad de su cuarto había desplegado un atril y un pizarrón del que había colgado un block enorme con hojas que se daban vuelta y caían en melena sobre el espiral superior; allí había desarrollado la historia en cuadros, escenas en secuencia y munidas de detalles como en un story-board. Iba y venía con las hojas repasando detalles y uniendo personajes y momentos como núcleos a germinar. En unos meses se había transformado en la experta máxima, una especialista a la que se le podía preguntar cualquier detalle del caso y tendría la respuesta, y si no, en un día o dos, podría rastrearla, a tal extremo se imbuía del caso en poco tiempo, al estilo Sam Spade, que día a día iba sumando un detalle, un gesto, una mirada como si hubiera dado con un tesoro valioso, hasta configurar todo el mundo de los personajes. Se sentía una detective ultra profesional. Pero ninguno de los implicados, a los que ella conocía como si fueran culpables de algún crimen oculto y oscuro, sabía de su existencia.
En los medios o en las redes, cada vez que se referían a ella siempre era de refilón. Al negro el anonimato le daba la audacia necesaria para hacer un libro descomunal, y al autor el hecho de que lo escribiera otra persona, aunque fuera un secreto, lo protegía como una mediación; sin decir una palabra que lo explicitara, se habían lanzado los dos, de modos distintos, al máximo arrojo, inconscientes del peligro que la palabra escrita, como gesto liberador y de descubrimiento, podía esconder. Ella profundizaba cada línea de investigación como si en eso le fuera la vida; con denuedo se convirtió en una rastreadora aguda y sutil. Los años que había pasado observando sin ser registrada, años, literalmente, en que su vida transcurría en los mínimos detalles, mirando cosas fútiles, efímeras, insignificantes, le habían regalado una sagacidad para captar rápidamente aquello no tan visible para los demás y una capacidad de discernimiento sin igual. Descartaba todo aquello que la alejaba de su objeto de estudio y disección. No había un minuto que perder. Se levantaba tarde y dedicaba el día a la investigación de campo, visitaba “los lugares de los hechos”, sacaba fotos para que su descripción fuera veraz, entrevistaba gente y chequeaba los datos dos veces; a la noche bajaba la data a sus hojas en el bloc sobre el atril, ahí cuajaban las hipótesis y estructuraba la narrativa. Un rato después, desplegaba su escritura precisa, contundente. Trabajaba hasta las 4 o 5 de la mañana. Gozaba de su trabajo invisible ¡cuán tangibles y materiales eran esas letras que conformaban un libro que sería explosivo! ¿Tenían capacidad de hacer daño? ¿De herir? ¿De condenar? ¿O eran puro entretenimiento y ya nadie las tomaba en serio? ¿Qué sostenían esas palabras?
El tercer libro fue un éxito impresionante. Trataba la historia de una familia de la alta burguesía que había entrado en el negocio del tráfico de drogas para salvarse del derrumbe total. Nadie se había animado a investigarla antes porque la sociedad se distinguía por su pacatería y prefería resguardar ciertos “honores”, referencias o prosapias de una aristocracia inexistente pero lustrosa en un sistema que naufragaba irremediable.
En la facultad un profesor le había enseñado a leer, cómo despanzurrar un texto, un cuento, una novela, un ensayo -lo que fuera-, a revelar la estrategia como si fuera el negativo de una foto. Una pesquisa. Pesquisar un texto, una escritura. La familia en cuestión se había metido en el tráfico de drogas desde que uno de los nietos se había hartado de tanta impotencia y, en lugar de tratar de conseguir un trabajo y pasar a ser uno como tantos otros, se había metido primero a vender flores, y después cualquier tipo de sustancias, hasta que terminó en una red de tráfico. La de sus padres había sido una generación que había heredado mucho campo y lo habían vendido y se la había gastado toda y los hijos habían crecido como niños ricos pero sin el temple necesario para generar riqueza o mantenerla. Una cosa lleva a la otra. Nadie sabe cómo se terminó ahí, no pueden reconstruir la historia. Ahora se echaban la culpa unos a otros o terminaban encontrando como culpable e instigador a un desharrapado, un pobre diablo que los había arrastrado hacia el crimen. De la misma manera en que lord Alfred “Bosie” mandó a la cárcel al ingenuo de Wilde y lo hundió mientras él se salvaba haciéndose la víctima, el sodomizado. Los fuertes siempre le echan la culpa a los más débiles de su propio desastre. Love that dare not speak its name fue condenado y los defensores del sistema se ensañaron sin clemencia con él.
El libro salió a la venta y se agotó en dos semanas. La investigación develaba un escándalo y un fraude. A ella no le importaba nada la realidad o la verdad que subyacía en sus investigaciones o palabras. La tenían sin cuidado. No creía en nada, solo veía el contenido como una masa informe a la que ella le daría una forma atractiva, solo le interesaba alcanzar calidad en el relato.
El negro había sabido manejar el morbo de un público que sospechaba sobre las conexiones que garantizaban la impunidad y las alianzas entre la clase alta y los nuevos ricos y aspiracionales ávidos de inscribirse en la elite dominante y tejer sus alianzas con los políticos voraces sin freno. Los tongos se multiplicaban a diestra y siniestra, no zafaba nadie. Ella le dio un filo que el periodista que firmaba como autor jamás habría imaginado ni logrado; lo hizo narrativo, lo llenó de información y de historias contadas en un tono sombrío. La imprenta no paraba de escupir nuevas ediciones y la editorial, ante la repercusión inesperada, se encaramaba a los principios virtuosos de la libertad de expresión, la audacia de esos tiempos.
El estallido fue brutal. Pero el éxito puso la lupa sobre el libro y muchos colegas empezaron a preguntarse cómo era posible que el Jopito Márquez hubiese escrito un libro con una trama que lo acercaba a una novela social y política, de una complejidad que no se lograba con el trabajo de un editor. Sin dudas, no lo había escrito él. La envidia impulsó la sospecha y alentó la causa moral. Nadie conocía a la colaboradora que figuraba en los agradecimientos. Pero la presión sobre las novedades, lo nuevo, imprimía una velocidad feroz en las noticias y rápidamente una primicia se apoderó de los titulares y enseguida otra más fresca la desplazó y esta incógnita quedó en un cuarto plano casi inadvertido.
Mientras tanto, alguien que la seguía de cerca sin que ella desconfiara le pidió que la ayudara a corregir una novela que necesitaba “la mirada de otro”. Ella la leyó en unos pocos días y se encontraron a conversar en un café tranquilo; había señalado en el papel los problemas que veía y en los márgenes había soltado posibilidades para repararlos. La autora no podía dejar de sonreír embobada, estaba impactada por su talento. Se levantó y la besó en el cachete sin darle tiempo a que ella también se pusiera de pie, pegaba saltitos alrededor de la mesa mientras abrazaba las hojas A4 anotadas. Le pagó el dinero acordado y le dijo: “¡Trabajo sobre esto y te aviso!”. Ella quedó contenta también porque había afrontado una problemática –la ficción– a la que no estaba acostumbrada. Dos semanas después, reapareció la autora con una sonrisa para proponer otro trato: ¿podría ella leer esta versión? En cuanto empezó a leerla se abalanzó con el lápiz sobre el papel para intervenir la torpeza flagrante; se pasó una tarde entera con las primeras dos páginas, suprimiendo e inventando, y así siguió, frase a frase, hasta que la reescribió entera. Quedó extenuada pero satisfecha, sentía que había quedado muy bien. Ya no podía discernir cuál era la historia inicial de la que había partido, pero ahora fluía y podía releerla con interés.
Cuando se encontraron, la autora se desparramó por la mesa con un elogio atrás de otro, sin poder disimular su alegría: había interpretado a las mil maravillas lo que ella quería hacer, no tenía cómo agradecerle. Le pagó más de lo que habían acordado y ella lo aceptó con gusto. Lo que no sabía el negro es que esa novela ganaría un premio muy codiciado que, además de significar una suma abultada, proyectaba a la ganadora a un circuito internacional, invitaciones a encuentros de escritores en lugares exclusivos, viajes para presentar el libro en otros países. Una vida nueva. Pronto la vio circulando en todos los programas respondiendo preguntas en entrevistas con afectación ensayada. Le causó sorpresa y gracia y también se alegró de que unos supuestos expertos hubieran destacado su forma de escribir. Hablaban de “extraordinaria tensión de la sintaxis”, “magnífica conjunción de audacia y estrategia de sustracción”, “una capacidad de modulación rítmica gracias a la cual cada frase tiene la extensión que le corresponde”.
También se alegró de que la autora hubiera ganado el premio. Compró el libro y vio que no figuraba en los agradecimientos generales.
No supo nada de ella, hasta que un día la llamaron de una revista literaria que recién aparecía, unos jóvenes entusiastas, lectores implacables que también escribían ficción. Le preguntaron si conocía a tal autora, si la había tratado en alguna ocasión; ella contestó que sí, que había leído una versión inicial de la novela ganadora, hacía tiempo. Le preguntaron si había leído la última versión y ella dijo que no, que había comprado el libro pero todavía no lo había leído. Y enseguida se excusó, estaba saliendo cuando la llamaron, estaba llegando tarde.
Al poco tiempo fue a la editorial porque requerían sus servicios para un personaje mediático. Llegó un rato antes a la reunión para conversar con el editor a cargo, pero antes de que entraran en el tema específico, este le contó que alguien, un desconocido, había rastreado los libros escritos por ella como ghost-writer y de inmediato hizo circular la sospecha de que la novela ganadora del premio había sido escrita por la misma persona. Aparecía una frase muy inusual en cada uno de esos libros, una expresión totalmente infrecuente usada de la misma manera. Sospechaban que el negro la hubiera sembrado deliberadamente como una marca de agua. Tanta invisibilidad podía ser insoportable, inaudita. La expresión extremadamente singular –“sin igual dispendio de inutilidades”– aparecía en todos los textos. El negro sonrió. Era cierto, ella usaba esa expresión.