Las amenazas reales para la economía del último año de la administración macrista son dos. La primera es el default y la segunda la dimensión que adquiera la caída de la economía real en los próximos meses y el margen de posibilidades para ensayar nuevamente, como en 2017, una corta recuperación preelectoral con impacto psicológico sobre los votantes más desmemoriados.
Las posibilidades de default hoy se mantienen a raya gracias a la asistencia del FMI pero, dados los perfiles de vencimientos de deuda y sus proyecciones de refinanciación, dependen fundamentalmente de dos componentes: el nivel de fuga de capitales previo a las elecciones y de cuánto logre reducirse efectivamente el déficit de la cuenta corriente del balance de pagos.
Cualquiera sea el caso, si se repasan los números, una tarea ardua que obliga a muchos supuestos, las cuentas son muy finitas y su resultado final depende de factores sobre los que el gobierno tiene escaso control. El dato más fuerte queda para 2020. Los economistas de distintas tendencias y los mercados –vía las tasas que pagan los bonos de deuda con vencimiento hasta 2019, que no tienen rendimientos de default, y las que pagan los que vencen a partir de 2020, que sí los tienen– ya prevén que algún tipo de renegociación será inevitable en el primer año de un futuro gobierno, aunque todavía no aparezca claro con qué nivel de ruptura.
Esta amenaza será el núcleo de la pesada herencia del macrismo, quien tomó deuda desaforadamente afirmando que era irrelevante, deuda que pesará sobre los grados de libertad de la futura política económica. La incertidumbre, entonces, reside en si el inevitable desenlace podrá patearse a 2020 o no. La voluntad política del exterior es que pase a 2020. La apuesta del capital financiero global es que el gobierno no cambie de signo. La contratendencia es que para los inversores internacionales el default abre una ventana de oportunidad, pues durante el proceso se derrumban los precios de los activos locales, es decir de las empresas.
La segunda amenaza reside en la profundidad de la recesión. Aquí el libreto oficial es conocido. La recesión fue un efecto buscado, pero siempre se la entendió como un proceso acotado, de ajuste. Incluso los números oficiales, como los incluidos en el programa financiero que el Ministerio de Hacienda presentó esta semana, prevén una continuidad en la caída de los principales componentes de la demanda. Para 2019 el gobierno espera una baja de apenas el 0,9 por ciento en el consumo privado, del 4,6 en el consumo público y del 10,5 por ciento en la inversión. Toda la esperanza está puesta en “el crecimiento liderado por las exportaciones”, para las que se proyecta una expansión del 16,3 por ciento. Para alcanzar estos números los técnicos de Hacienda extrapolaron dos datos puntuales y sumaron una creencia y una potencialidad. Los datos son el comportamiento de las ventas al exterior 2018 de carnes y de derivados del litio, que registraron una expansión, aunque no por razones vinculadas directamente al manejo de la macroeconomía. La creencia es el impacto de la mejora del tipo de cambio sobre las exportaciones, que no existe, y la potencialidad es el crecimiento real de la producción agrícola tras un año de sequía. En pocas palabras, si aumentan las exportaciones será sólo por dos razones, por el aumento de los saldos exportables derivados de la recesión y por la mejora en las cantidades producidas por el sector agrícola. No parece ser suficiente para “liderar” el crecimiento.
Sin embargo el escenario completo es que la inmensa capacidad instalada ociosa puede convertirse en un activo para empujar la oferta rápidamente ante el menor estímulo a la demanda interna. La contratendencia es el impacto de los aumentos tarifarios que restan proporcionalmente al poder adquisitivo del salario al tiempo que retroalimentan la inflación. La escasa caída del consumo privado que prevé el documento de Hacienda revela que la voluntad política es que esta contracción se revierta cerca de las elecciones nacionales, pues se descuenta una caída mayor en los próximos meses.
Como seguramente advirtió el lector, el equilibrio entre variables opuestas es complicado. Las alternativas reales no son muchas. Si se sueltan tarifas deben contenerse los restantes precios relativos, salarios y dólar. Pero como el salario tiene que moverse hacia arriba para que no se pierdan las elecciones sólo queda una variable: el tipo de cambio. La voluntad oficial seguramente será contener el precio del dólar, pero otra vez ya no se dispone de los recursos que se tenían en 2017, ni para tomar deuda ni sobre los grados de libertad de la política económica, ahora manejada por el FMI. Luego, los bancos y fondos de inversión seguramente serán los primeros en adelantarse a un escenario de potencial default, lo que redoblará las presiones sobre el tipo de cambio. Los titulares de depósitos en dólares en el sistema deberán estar muy atentos.
A diferencia de otros momentos del gobierno macrista cualquier predicción para los próximos meses contiene un elevado nivel de incertidumbre. Una incertidumbre negativa, pero incertidumbre al fin. Tanto, que en la evolución de los hechos puede pesar más la geopolítica que las variables reales, aunque visto desde el exterior el modelo de Cambiemos haya demostrado ser un verdadero barril sin fondo. A modo de ejemplo, nunca el FMI estuvo tan expuesto al devenir de la economía de un solo país, lo que configura un escenario de doble dependencia