Hay un dicho que reza: “dios hizo al campo y el hombre hizo a la ciudad, entonces el diablo optó por la periferia”. La decisión no fue sólo fue por su empecinada oposición, sino por su sabiduría: es en los bordes de las urbes donde la aventura/ desventura humana muestra sin máscaras aquello que la literatura interroga. Desde hace algún tiempo, la nueva narrativa platense comenzó a encontrar en las orillas, sin tilos ni diagonales, una épica con identidad propia deliberadamente contraria al centro (la Universidad, la Academia) donde los juglares del concepto sólo tienen ojos para aquello que es Catedral. El libro de relatos –titulado provocativamente– Asunción no es París, de Ramón D. Tarruella, se inscribe sin dudas en ese territorio que vislumbró “el desclasado”.
En los once cuentos, el narrador y también editor Tarruella (1973), traza una geografía habitada por hombres solitarios, nocturnos, siempre afiebrados por amores que nunca se concretan, entreverados entre lecturas y humo de marihuana, siempre en las orillas, llámense Tolosa, Villa Elisa, Los Hornos, Olmos o Ringuelet.
Escritos entre 2006 y 2014 –luego de sus novelas Allá arriba, la ciudad y Balbuceos (en noviembre)–, estos relatos publicados por Los Lápices Editora son verdaderas piezas de joyería lingüística a través de las cuales se indaga, en su mayoría, sobre esa clase media ilustrada desplazada del centro por las diversas violencias de la vida. “Lejos de Kiev”, “Techos de zinc”, “Los perros del cementerio”, “Nuria” y el relato que da título al libro muestran a Tarruella como un hábil narrador que sabe detectar en el lenguaje de sus personajes (trabajadores del interior, docentes, bibliotecarios y hasta mozos de un bar de esquina) cómo los sueños de metrópolis se tornan pesadillas de aldeas.
“La elección del escenario surgió sin una búsqueda voluntaria”, afirma Tarruella. “Esos bordes urbanos que se muestran en el libro los elegí porque son la parte de la ciudad que yo transito: los colegios donde di clases, mis lugares de trabajo, las casas en donde viví, y donde jugué al futbol. No hablo de marginalidad sino de bordes. Hoy mismo vivo una de esas fronteras como es el barrio de Los Hornos. Y además, yo llegué desde otro margen, Quilmes, conurbano bonaerense. Desconfío de las metrópolis, de ese centro que todo lo atrapa y que desde allí se sentencia, se legitima. Y eso ocurre también en el campo literario. Tal vez la forma de abordar las historias tenga mucho de esa posición. Estos cuentos me permitieron la posibilidad de ensanchar el uso del lenguaje, porque no narran solamente historias, sino que son una apuesta al lenguaje, probando una y otra forma. Eso, creo, también es jugar con y desde los bordes”.
No es casualidad que la ilustración de la portada del libro, del pintor Gustavo Navas, sea una bicicleta solitaria apoyada sobre la pared de un barrio de casas bajas. Tarruella pedalea desde años las calles no sólo para dar clases, no sólo para hacerse de historias secretas y esotéricas del Gran La Plata (“Mitos y leyendas platenses” y “Crónicas de una ciudad”), sino además para compartir los libros que edita el sello Mil Botellas, que fundó en 2007. Bernardo Kordon, Héctor Tizón, Carlos Sampayo, Martín Malharro, Miguel Briante, Alberto Vanasco, Roa Bastos, Isidoro Blaisten e Gabriel Báñez son algunos de los “escritores de frontera” que, además de dar forma a un catálogo por fuera de los lineamientos del merado, forman un diario de lectura que constituyen la línea literaria que por la que optó Tarruella.
–¿Cuáles son las razones de esa toma de posición respecto a la literatura?
–Creo que hay una francofilia, una mirada aduladora sobre París y también sobre Europa occidental, que viene ya desde el siglo XIX y que continúa hasta hoy. En el siglo XX se sumó también la admiración recurrente a la cultura estadounidense. Y eso va en paralelo con el porteñismo ilustrado dominante en nuestra literatura. Los amigos, los vínculos, las editoriales porteñas que desde allí operan, todo eso convirtió a Buenos Aires en la gran metrópoli que ni los viejos unitarios hubiesen soñado. Los escritores llamados “del interior” necesitan operar en Buenos Aires para lanzarse y a veces se convierten en más porteños que los mismos porteños. Aprenden rápido la lección. Posiblemente siempre estuvo la necesidad de hacerse de un lugar en una metrópoli dominante para legitimarse.
–En el cuento que da título al libro se desliza una crítica no sólo a la Academia y sus caprichosas formas de legitimación, sino a la clase media platense...
–El personaje femenino del cuento es eso, la demostración de ciertos tópicos de la clase media, algo que en La Plata se ve y mucho. Ese personaje que estudia Letras y va al Colegio Nacional, epicentro del progresismo platense. Y se encuentra con otro personaje que habita en los márgenes. El encuentro entre ambos está condicionado sin dudas por el lugar de donde provienen y hacia donde van. Lo que debería ser un encuentro, no lo es. Tienen tantos “trips en el bocho” que el joven de las orillas se ve impedido de avanzar sobre la chica y sobre otras tantas cosas.
–La crítica también se traslada a Cortázar, hacia lo que representó el primer Cortázar. ¿Por qué?
–El problema tal vez no sea Cortázar sino los émulos y cierto afrancesamiento que él representó. Cortázar sigue siendo un cuentista poderoso, contundente. Pero no hay que perder de vista que él representó ese costado cool de la literatura (París, el jazz, la “r” estirada y que hoy podría compararse con los que hablan con una “elle” forzada) y que tanto atravesó a nuestra literatura. En contraposición, por ejemplo, está Roa Bastos, otro escritor poderoso, sin glamour y con mucho menos prensa. El paraguayo tiene tanta potencia narrativa como Cortázar y sus indagaciones me interesan más que los problemas cortazianos. Roa Bastos mira hacia el interior de nuestro continente, está todo el tiempo preguntándose sobre el origen de una tragedia, la de su país. En relación a Paraguay, la referencia a Asunción en el título del libro, tiene un perfil autobiográfico: toda la familia de mi madre, con quienes me críe y crecí, son paraguayos. Viví rodeado de la paraguayada. Es una toma de posición. Algo de eso también hay en mi primera novela, Balbuceos (en noviembre).
–En casi todos los cuentos, las historias muestran situaciones deseantes entre los personajes, pero esos deseos nunca se concretan, están demorados...
–Sí, es cierto, hay un deseo que no se proyecta. Los personajes deambulan por la vida, por una misma ciudad, mirando a su entorno, mirando al otro como buscando lo que él o ella no tienen. Pasan por la vida con la frustración a cuestas y sin un deseo, contemplando al mundo sin encontrarse en él. La falta de amor, o no saber cómo encontrarlo, los llevó a perder el rumbo. Tal vez sea la contracara del amor lo que se muestra, lo contrario a lo que dice Silvio Rodríguez, “que será de nosotros cuando triunfe el amor”.
–¿Cómo se posiciona el sello Mil Botellas frente al centro, a lo legitimizado por las editoriales grandes?
–La editorial fue pensada como la posibilidad de darle al lector un catálogo por fuera de los autores canónicos. Mil Botellas publica autores que están en los bordes, más allá que puedan ser autores consagrados. Ya editamos 28 títulos, entre rescates y escritores nuevos. Hasta los ensayos de Tizón, Un escritor de frontera, le editorial venía editando narrativa de ficción. Ahora con el jujeño se abrió esa colección y posiblemente tengamos otros libros de no-ficción.