“El delito nos recuerda que como ciudadanos hacemos muy mal los deberes. Además del miedo a perder nuestros bienes y la propia vida, tenemos temor a mirar de frente las exclusiones y la pobreza que origina el sistema del cual formamos parte”, afirma Matías Bruno, sociólogo y coordinador del equipo de investigación que realizó el informe “Las voces de las y los adolescentes privados de su libertad en Argentina” presentado de manera reciente por el Centro de Estudios de Población (Cenep) y Unicef. Sucede que los seres humanos suelen correr de la vista lo indeseable, suprimen cualquier tipo de contacto con el delito, pretenden los márgenes bien desplazados, cuánto más desplazados mejor. En este afán las sociedades crearon instituciones modernas de confinamiento, las cárceles para adultos y los centros de detención para jóvenes. El propósito es claro: corregir los “desvíos” de criaturas violentas que, expulsadas del sistema y una vez apresadas, deben pagar por sus culpas. No obstante, aunque la idea aparezca con insistencia: aumentar los castigos no garantiza una mejor reinserción social. En el estudio se relevaron datos de 22 centros cerrados correspondientes a 6 provincias (Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Jujuy) y a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Además, se realizaron más de 500 encuestas y 24 entrevistas en profundidad, con el objetivo de incluir las voces de los adolescentes de diferentes latitudes del país. ¿Cómo viven el encierro? ¿Cómo continúan la educación primaria? ¿Cómo se preparan para el tan anhelado “retorno a la sociedad”? ¿Cuál debería ser el rol del Estado? ¿Qué papel desempeña efectivamente? En este diálogo, Bruno ensaya algunas respuestas. 

–¿De qué hablamos cuando hablamos de adolescentes privados de su libertad?

–Son hombres y mujeres que tienen entre 16 y 18 años, la edad que establece la ley argentina a partir de la cual se puede privar de la libertad a un ser humano. Sin embargo, para ser justos, la expresión “privar de libertad” es una fórmula muy correcta y diplomática para traducir escenas de encierro y prisión. Si bien toda la sociedad sabe qué es una cárcel, cuantitativamente muy pocas personas han accedido a una. Las prisiones son instituciones colectivas que cuentan con pautas, normas y rutinas específicas con voces de mando y jerarquías. En el caso de los adolescentes, el agravante es que se encuentran en un período de desarrollo diferente al de los adultos. 

–De modo que tienen necesidades específicas que los centros deberían contemplar…

–Exacto. El derecho a ser escuchados y, sobre todo, a recibir educación. Al momento de ser apresados, el 24% de los adolescentes aún cursaba el colegio primario, mientras un 78% había afrontado experiencias de abandono escolar. Frente a esta realidad, los centros cerrados ofrecen programas educativos especiales (en algunos casos multigrados: se imparten contenidos mixtos para distintos niveles) que para ser validados fuera de las cárceles conllevan procesos de gestión muy prolongados y engorrosos. Por otra parte, también es cierto que algunas veces la sociedad demanda a estas instituciones que satisfagan todas las deudas que el Estado contrajo con estos jóvenes y jamás cumplió. Un pedido imposible: en tres o cuatro meses de encierro no se puede llenar tanto vacío ni tampoco recuperar tanto tiempo perdido. 

–De manera que el Estado se ausenta durante las trayectorias previas al encierro pero, luego, una vez que los jóvenes fueron encarcelados el aparato represivo se despacha con todo su peso…

–Tal cual. Según nuestra investigación, el 28% vivió alguna vez en la calle y el 60% ejerció trabajo infantil. Un porcentaje similar asegura que vivía en hogares donde no se recibían los planes de ayuda estatal, con lo cual, se contradice esa idea que vincula de manera errónea a las familias “planeras” con la delincuencia. El Estado, en este marco, aparece en escena para castigar, por eso, me cuesta pensar en un “Estado ausente”. Más bien, tiendo a creer que está presente pero falla y que esos errores pueden ser reparados. Como resultado, el delito suele ser la carta de presentación de estos pibes y opera como síntesis final de un montón de problemas que afrontaron y configuraron sus trayectorias de vida. Estamos acostumbrados a ver el producto, pero no el proceso que tuvieron que atravesar.

–¿Cómo hicieron la investigación? ¿Qué datos relevaron? 

–Relevamos datos de 22 centros cerrados correspondientes a 6 provincias (Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Jujuy) y a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Realizamos 508 encuestas autoadministradas (en grupos reducidos de hasta 12 jóvenes) y 24 entrevistas en profundidad, con el objetivo de incluir las voces de los adolescentes privados de libertad en diferentes latitudes del país. La predisposición fue muy buena, de hecho, nos sorprendió. Antes de cada encuesta les explicábamos de qué se trataba, qué pretendíamos hacer; les avisábamos que no estaban obligados a brindar información, que podían responder por la mitad y que, sobre todo, no iban a obtener ningún beneficio ni perjuicio porque eran anónimas. La carga de respuestas en una base de datos, en un segundo momento, nos permitiría generar estadísticas. 

–¿Por qué piensa que los jóvenes querían participar de su propuesta? Podrían haber pensado que se trataba de un nuevo interrogatorio en forma de encuesta…

–Porque les explicábamos por qué lo hacíamos y qué necesitábamos. Procuramos ser lo más transparentes posible. Además, planificamos nuestras visitas en días en que no se sintieran perturbados ni lo vieran como una carga. Evitamos ir los días de visitas familiares y también esquivamos los fines de semana. En la mayoría de los casos, al principio, advertimos que los jóvenes se incomodaban con la propuesta porque nunca habían completado un formulario en sus vidas. Incluso, en las instancias judiciales son los adultos quienes hablan y escriben por ellos. Esto se vincula con el propio título del informe: las voces son individuales, es un atributo propio e intransferible que los identifica y los ubica frente a un mundo acostumbrado a darle la espalda a la pobreza. Luego, afortunadamente, se soltaban y tanto ellos como nosotros entrábamos en confianza. El objetivo del trabajo fue saber qué opinaban los protagonistas respecto al propio lugar que habitan y que en todo momento transforman. 

–¿Qué advirtieron?

–Como había preguntas abiertas y cerradas nos entregaron desde justificaciones simples y concisas hasta dibujos y propuestas de cambio. El consumo problemático de drogas y los trastornos psiquiátricos, por ejemplo, representan conflictos que según nuestro estudio deberían ser tratados con mayor especificidad en los centros. El 50% de los encuestados probó cocaína y un porcentaje muy elevado afirmó haber consumido pastillas psicotrópicas mezcladas con alcohol. Como había muchos que tenían ganas de seguir expresando lo que sentían organizamos entrevistas en profundidad, sin presencia del personal de los centros, con la pretensión de representar la diversidad que observábamos y que identifica a estos espacios en las diferentes regiones. 

–¿De qué manera los jóvenes pasan las horas de encierro? ¿Cómo es la relación con la policía?

–A diferencia de las cárceles para adultos, en los centros de adolescentes la policía solo puede proteger los perímetros. Por ello, una vez adentro de la institución éramos acompañados y guiados por personal técnico (psicólogos, trabajadores sociales, maestros y profesores, talleristas, etc.) que nos llevaban a través de los dormitorios (en algunos casos, habitáculos de 3x1.5 metros, con camas de cemento y puertas ciegas) y también a recorrer los espacios comunes (por ejemplo, los salones de usos múltiples) donde los jóvenes realizan talleres, practican juegos de mesa, miran la televisión y escuchan música, siempre rodeados de rejas. Realizan talleres de herrería, carpintería, panadería y diferentes artes; aunque los más solicitados –y que hasta el momento no hay– son las prácticas boxeo y de mecánica automotriz, muy a tono con las necesidades de varones que se crían bajo ciertas reglas de masculinidad. Los hombres llevan un arma en su jean porque la consiguen con facilidad pero también porque confiere cierto status. El problema no es el revólver, sino comprender por qué la gente se encuentra en la necesidad de apretar un gatillo.

–La prevalencia de hombres entre los reclusos es abrumadora: 9 de cada 10 son varones ¿Qué hay de las mujeres?

–El estudio no presenta datos discriminados según sexo porque la cantidad de casos no habilitaba a que las cifras fueran estadísticamente representativas. No obstante, por la escasa cantidad de mujeres que hay privadas de libertad en Argentina, lo que pudimos ver, escuchar y cuantificar acerca de ellas resultó suficiente para saber que tienen trayectorias de vida afectadas por vínculos violentos con varones, con familiares, con el barrio. La violencia física entre mujeres –motivo de infracción penal en algunos casos– es un dato que aparece con fuerza y que merece mayor atención en futuros estudios.

Entre los registros que realizamos afrontamos un caso muy curioso. En uno de los centros que visitamos (en donde también se cumplían otro tipo de penas) había una sola chica privada de su libertad y estaba custodiada por una policía. La postal fue muy interesante: al llegar vimos que estaba jugando a las cartas con su custodia. En otra ocasión, cuando llegamos a otra institución, había desaparecido un encendedor en medio de las actividades de un taller de costura y ello, por supuesto, trajo muchos problemas. De modo que, como investigadores, tratamos de que nuestra mirada no sea invasiva y preferimos brindar un espacio a los propios actores para que pudieran resolver el conflicto y volvimos más tarde. 

–Ya que lo menciona, ¿cómo debe ser la aproximación de los investigadores? Convengamos que muchos están más acostumbrados al confort de los escritorios y los congresos…

–Te lo puedo contestar con una anécdota. En una de las visitas a un centro de hombres, nos asignaron un pabellón y compartimos un espacio muy pequeño junto a 12 jóvenes. Como no había suficiente espacio en las mesas nos sentamos en el piso. Todo iba muy normal mientras nos presentábamos, conversábamos y les proponíamos nuestra encuesta y la posterior posibilidad de entrevistas en profundidad. Sin embargo, en el medio del encuentro se largó a llover torrencialmente y se cortó la luz en todo el complejo. Nos quedamos tranquilos, seguimos con el trabajo y nos fuimos, después de una hora, a los abrazos con los pibes. Incluso, nos fuimos con más tarea que la habitual: nos dejaban mensajes de amor para las chicas que estaban en otros centros y que ellos sabían que luego visitaríamos. No teníamos motivo para tener miedo y ellos no tenían desconfianza de nosotros porque sabían que no íbamos a sacarles información que ellos quisieran proteger ni brindarles nada que ellos necesitaran de manera desesperada. En definitiva, pienso que hay que estar preparado para todo, desprenderse de los prejuicios y, sobre todo, aprender a escuchar lo que tienen para decir.   

–Recién mencionaba que al interior de los centros no hay policías sino personal técnico. Cuénteme al respecto. 

–En general, es gente con una vocación enorme. Personas que ponen el cuerpo a la situación, que trabajan con pasión y que, incluso, aportan plata de sus bolsillos para resolver necesidades que el Estado no satisface. Con los talleristas sucede algo muy especial: los jóvenes tienden a expresarse con mayor libertad que frente al resto del personal que, algunas veces, tiende a sostener una mirada más inquisidora. 

–Las prácticas manuales que realizan en los talleres, en este sentido, pueden servir para mejorar las condiciones de los jóvenes al momento de la reinserción social…

–Sí, por supuesto. Sin embargo, hay que hacer una salvedad: creer que por enseñarle a ser grullas con papel a un adolescente le vamos a salvar la vida laboral de cara al futuro es un engaño. Es cierto que las manualidades sirven por su fin terapéutico, sin embargo, no tienen mucho que ver con sus tareas laborales previas. Nuestro informe muestra que antes de ser apresados, mayormente, los jóvenes se dedicaban a tareas de albañilería y construcción, mecánica y jardinería. Como muchos trabajaban, en esta línea, es posible afirmar que el delito no es la única fuente de ingresos sino que existe una alternancia, con lo cual el argumento de que el mercado de trabajo los expulsa es demasiado simplista. Por otro lado, un aumento del punitivismo ejercido en los centros no se traduce en un beneficio de las condiciones al momento de la reinserción social, por el simple hecho de que el castigo no es un estímulo suficiente para abandonar la carrera delictiva. El encierro no garantiza que las personas eviten cometer delitos una vez que estén en libertad. 

–Ante esta realidad, ¿qué se puede hacer?

–La mejor política de seguridad es la educación. El encierro es un placebo para la sociedad, es la tranquilidad de saber que los delincuentes no están en la calle. Los centros están llenos de personas con buenas intenciones, pero los recursos son escasos (logísticos, edilicios, organizativos, etc.) y, por ello, se requiere de un Estado fuerte, interventor y capaz de promover políticas públicas sostenidas en el tiempo. 

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