Ese día, vimos llegar una ambulancia seguida por dos autos nuevos. En seguida imaginamos que eran de Santiago. Tomaron por el camino que bordeaba la caleta y llevaba hasta la ballenera. Los vimos –desde el otro extremo de esa boca abierta al Pacífico en donde se encuentran nuestras casas– abrir las puertas y descender de los vehículos. Lo primero que hicieron fue levantar sus manos para taparse las narices y las bocas. Es el gesto ine- vitable, automático, que todos los recién llegados hacen. Usted también lo hizo, nadie escapa a esa reacción. Eran varios hombres y algunas mujeres, casi todos –salvo uno que vestía un traje oscuro– con guardapolvos blancos y maletines, y cajas que cargaron en un carrito que llevaron a tiro.
Avanzaron unos pasos por la explanada de cemento hasta que una de las mujeres de la comitiva frenó de pronto, arqueó su cuerpo hacia adelante y vomitó con violencia. Las mujeres a su lado se apartaron, en un acto reflejo, quizá de asco, quizá para no mancharse. Todos detuvieron su marcha, sin quitarse las manos de las caras. Uno de los hombres de blanco se acercó y la contuvo, puso una de sus manos sobre la espalda encorvada de la mujer y con la otra le dio un pañuelo, que sacó del bolsillo de su guardapolvo, para que se limpiara. No pudimos ver el gesto de aquél, por la distancia, pero imaginamos que habrá fruncido el morro cuando, al apartar la mano para agarrar el pañuelo, el olor se le metió para adentro por los agujeros de su cara. La mujer se quedó unos momentos inmóvil, se limpió la cara con el pañuelo que guardó hecho un bollo en un bolsillo de su guardapolvo. Se incorporó luego y asintió con la cabeza, seguramente para confirmar que se encontraba en condiciones de seguir. Entonces, los vimos subir por el camino y luego por la rampa que lleva hasta el edificio.
Porque, antes de continuar, le tengo que decir que este olor, que todo lo impregna, no es el olor propio de Quintay; llegó mucho después, con los de la ballenera. Porque Quintay éramos los pescadores de redes y botes y casas de madera de colores fuertes al borde de la caleta. Y también las colas de las ballenas emergiendo erguidas a lo lejos, que las guaguas recibían con júbilo, y miraban con admiración, subidas a las piedras negras de la costa. No los que vinieron para trabajar en la ballenera porque de los del pueblo nadie había aceptado, nadie quiso; no los edificios cuadrados, lisos, enormes y la monstruosa rampa de cemento. Eso no es Quintay.
Desde que ellos llegaron está este olor por todas partes, sólido, como si el aire fuera una grasa cuajada en la que hay que bracear para internarse y atravesarla hasta montarse en el bote y salir de pesca mar adentro, lejos de los buques balleneros, en busca algún sitio en donde al fin se pueda respirar. Pero, claro, cuando acaba la jornada hay que regresar con el sustento para la familia, volver a internarse en el olor denso y fétido para llegar a las casas. Y, ya sentados a la mesa, quemar azúcar en los calentadores, para que la comida no asquee, porque si no, no hay manera de llevarse algo a la boca sin hacer una arcada.
Es que este olor todo lo apesta, y esos no quedan a salvo. A decir verdad, la llevan peor que nosotros, porque aunque se bañen y refrieguen y perfumen, y laven y asoleen sus ropas, no hay manera de que los paisanos de Valparaíso, cuando los que trabajan en la ballenera van a hacer las compras para el mes, no arruguen las caras y se hagan a un lado, y hasta comenten unos con otros por lo bajo, aunque no tanto como para que ellos no lleguen a escuchar: Son los apestosos de Quintay.
Mil llegaron, puros hombres nomás; y tienen fútbol y cine y luz eléctrica, que nosotros no, nada de eso. Por eso no les importa demasiado el olor. Y porque además ganan mucha plata, y pueden invitar tragos y cenas, y hasta hacerles regalos a las señoritas porteñas, que al tiro dejan de fruncir sus narices y sonríen sin más. Aunque ellos –en el fondo, o quizá no tan en el fondo-, saben que salen y toman y se aturden para olvidar el momento en que salta hacia arriba y hacia ellos la sangre que los baña por completo, una sangre espesa que se les escurre por la cara, por las manos, por la ropa, mientras oyen el grito desgarrador de la cría que merodea reclamando por su madre. Toman y ríen y bailan en el Club Social, y escuchan cantar a Antonio Prieto, y apoyan sus cabezas en los hombros de las muchachas, reloj no marques las horas, mucho pisco de por medio, para que nunca amanezca, hasta caer rendidos con la intención de sofocar las pesadillas que todos ellos tienen, idénticas, como calcadas, ¿vio?, repetidas una y otra vez hasta el hartazgo, todas y cada una de las noches.
Reciben, en la espalda, el golpe seco del arpón que les entra en el espinazo; sienten expandirse la estrella de puntas afiladas que se clavan en la carne, bien adentro; sienten también cómo se abre el contenedor de ácido sulfúrico para permitir que el ácido se derrame y se esparza por las entrañas hasta provocar la explosión de la granada que está en la punta del maldito artefacto. Y despiertan a puro alarido, empapados de sudor, boqueando como si el aire todo se les hubiera escapado de golpe de los pulmones.
De día es también para ellos siempre lo mismo: atar al barco la cola de cada ballena y arrastrarlas luego hasta las boyas. Y, como son tantas las capturadas que no dan abasto, llenarlas de aire, con el compresor, inflándolas e inflándolas para que floten a la espera de ser faenadas al día siguiente, o al siguiente. La caleta queda entonces llena de cuerpos flotantes a los que la luna alumbra y las olas mecen: la muerte a flor de agua, radiante, luminosa. Nuestras guaguas no aguantan la curiosidad y, cuando nos descuidamos, espían, a escondidas, haciendo apenas a un lado las gruesas cortinas que nuestras mujeres han puesto en las ventanas para no ver eso todo el tiempo.
Después, cuando amanece, las pobres bestias son amarradas a un cable de acero que está unido a un huinche y se las arrastra y se las sube por la monumental rampa anexa al muelle hasta la plataforma de descuartizamiento. Una vez allí, al clavarle los azadones para comenzar la faena, sale al exterior un chorro de aire hediondo que todo lo invade. Y, aunque nadie lo admita, créame que es como si se abriera el infierno y ya no se pudiera volver a estar a salvo nunca más.
Caminan, y por momentos corren, esos, los de la ballenera, con sus zapatos de clavos, sobre la carne resbalosa y mansa. Parece, ciertas veces, un juego que a algunos hasta les despierta risas, unas risas amargas que dejan ver los huecos oscuros donde les faltan los dientes. Porque eso les empezó a pasar: los dientes se les empezaron a caer. Sin explicación, sin causa, como quien dice.
Primero fue un hombre, después otro, y otro. Y otro más. Hasta que fueron muchos, y finalmente todos, sin importar edad, condición física ni ocupación dentro de la ballenera: desde los operarios hasta los jefes. Así que trajeron un médico de Valparaíso que los revisó y les recetó unas vitaminas, según contaron. Todos las tomaban puntualmente esperando que la desgracia terminara. Pero, un tiempo después, todo seguía igual: los dientes continuaban cayéndose, ajenos a todo tratamiento.
Entonces vino aquella comitiva desde Santiago, que llegó con médicos y enfermeras y jeringas, para sacarle sangre a todo el mundo. Y pasó lo de aquella mujer, claro, la que había vomitado, eso que ya le expliqué. Lo que no le dije es la pobre siguió sintiéndose mal todo el día, según después algunos contaron. Y que, de golpe, empezó a gritar cosas que nadie –por allí– quería escuchar. No hubo manera de hacerla callar, hasta que bajaron de la ballenera a la caleta y subieron a los autos y se fueron para ya no volver.
Unos cuantos días más tarde llegaron los resultados de las pruebas y análisis, en sobres blancos escritos a máquina, que los encargados de la ballenera leyeron y releyeron sin conseguir que algo de todo ese asunto se aclarara.
Después trajeron a un sacerdote, que vino con cruces, incienso y agua bendita. Pero no pasó de la entrada, hizo unos ademanes, ahí nomás, junto a la camioneta de la diócesis que lo había traído, y al rato regresó, rapidito, para Valparaíso, blanco como un papel, según contaron. Y fue entonces cuando algunos empezaron a tener miedo. Y el miedo empezó a correr entre ellos como una peste imparable.
Y lo bien que hacen, digo yo. Lo bien que hacen, ¿no le parece? Por eso no hablan, ¿sabe?; ellos no le van a contar nada. Nosotros, en cambio, los de Quintay, los que siempre y por generaciones vivimos en Quintay, no tenemos miedo; tenemos asco, y tristeza. Y todos los dientes… A la espera de que algún día la pesadilla se termine y podamos sacar las cortinas, abrir las ventanas y las puertas, salir a mirar el mar desde las piedras negras de la caleta. Y volver a sonreír, claro, sin taparnos la boca con la mano, como ellos hacen.