La paradoja, el salto mortal de una orilla a la otra, quizá sea el sino poético de Gonzalo Rojas (1916-2011). “La dualidad tiene otro nombre menos neutro y más sancionado: la contradicción. Suele entenderse de manera negativa, en tanto que en poesía es el más alto designio al que aspiran los poetas en su voluntad de inscribir lo viviente en sus versos”, advierte la escritora y crítica literaria Fabienne Bradu, autora de El volcán y el sosiego (Fondo de Cultura Económica), magnífica biografía del poeta chileno en la que adopta como método y ética la consigna de Lytton Stracey: “No impongo nada; no propongo nada: expongo”. La biógrafa –nacida en París en 1954 y radicada en México desde 1979– narra como si estuviera respirando a metros del niño de Lebu que se queda huérfano –su padre murió cuando él tenía cuatro años– y se traslada con su madre y hermanos a Concepción, tan cerca del joven que empieza a escribir sus primeros poemas o del poeta que, durante su viaje a China, en abril de 1959, se encuentra con Mao Tse-tung. La proximidad se intensifica, según pasan los años, cuando Rojas inicia un recorrido de reconocimientos que desembocan en el Premio Cervantes. Bradu comparte agudos análisis en torno a la obra del autor de Oscuro. “Rojas no solamente aguantó ‘la violenta descarga eléctrica de las contradicciones’ a lo largo de su vida, sino que su poesía electriza mediante procedimientos lingüísticos a un tiempo cegadores e invisibles: el ritmo y la sonoridad fondean antes que el sentido”, plantea la biógrafa en la entrevista con PáginaI12.
–¿Cómo se constituye Gonzalo Rojas como poeta? ¿Qué es lo que hace que su poesía sea tan singular?
–El pertenece a la Generación del 38 y para esa generación hubo un momento clave que fue la salida de Residencia en la tierra de Pablo Neruda, que a Gonzalo Rojas le produjo una especie de shock. Un año antes había leído la antología de poesía chilena de Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita, había pasado por Vicente Huidobro, por todos los nuevos poetas, pero el gran asombro poético viene con Residencia en la tierra. El encuentra su voz cuando se desprende de esas tertulias en torno a Huidobro y le llega el amor. Cuando se va con María Mackenzie al norte, ahí creo que se desprende de una cultura muy libresca, que había conocido antes por su paso por el movimiento surrealista chileno La Mandrágora, que no le satisfizo para nada. En ese momento escribió sus peores poemas, pero esa influencia surrealista creo que le marcó mucho más éticamente que poéticamente. Gonzalo Rojas es un descendiente del romanticismo, del surrealismo y de las vanguardias. Yo creo que hay una trampa en Gonzalo: es un poeta erudito que lo esconde muy bien. Sus lecturas fueron muy amplias, mucho más allá de las fronteras de América latina, pero no hizo alarde de esas influencias, más bien las digiere, las canibaliza y las vuelve a sacar rebautizándolas. A él no le gustaba cuando un movimiento, una tendencia, una poética, le imponían palabras. Él siempre rebautizaba las cosas para hacerlas suyas.
–En la biografía explora a fondo la cuestión de la relación con Nicanor Parra. Una de las objeciones de Rojas es que los antipoemas caían en la frivolidad. ¿Por qué fue un vínculo conflictivo?
–Desgraciadamente en Chile han convertido estas divergencias poéticas en rivalidades personales. Desde el inicio de los antipoemas hay una divergencia en la concepción de la poesía. Gonzalo Rojas es mucho más descendiente de la tradición romántica y surrealista, que concebía la poesía como un cruce entre la realidad y lo sagrado, cosa que para nada toca la antipoesía. Esta divergencia entre los dos se acentúa a lo largo de los años, atizada por los partidarios de un lado y del otro, que a veces parecen hooligans (risas). Yo creo que Parra fue cavando más esa brecha de la antipoesía y los artefactos por su incapacidad de escribir otra poesía. Esta declaración, que la hice antes en Chile, provocó un escándalo porque Parra está endiosado, cualquier chiste parecen las palabras de un oráculo, ¿no? Luego intervienen las posiciones políticas. Cuando Parra muestra públicamente cierta adhesión simultánea a la Revolución cubana y a Estados Unidos, esta simultaneidad coincidió con el momento de mayor compromiso político, no solamente de Gonzalo Rojas, sino de muchos escritores chilenos. Y ahí hubo una condena a Parra: no se puede estar con Dios y con diablo al mismo tiempo.
–Rojas se definía como un “anarca”, en el sentido de Ernst Jünger, ¿no?
–Sí, yo creo que era un “anarca”. Pero justo después del triunfo de la Revolución cubana estuvo comprometido, sin afiliación política partidaria, pero sí con una marcada tendencia de apoyo a la tentativa de Salvador Allende de llegar a la presidencia. Después del golpe, formó parte del exilio, cosa que Parra no, incluso Parra tuvo posiciones que no son muy loables…
–¿A qué se refiere?
–Por ejemplo a su sobrino Ángel Parra, hijo de Violeta Parra que estaba perseguido luego del golpe, no lo quiso acoger ni ayudar en su casa. Ángel pensaba que encontraría cobijo… para mis ojos éticos no es un comportamiento muy digno. Pero Parra será tarea del biógrafo de Parra, ¿no?
–¿Por qué cree que Rojas quedó tan desamparado en el exilio?
–No la pasó bien cuando en un primer momento de su exilio fue a Alemania Oriental, porque se daba cuenta de que los privilegios que gozaba ahí eran a costillas de los habitantes y no era su estilo no hacer nada. Nunca escribió su obra poética en momentos de reposo, sino más bien de mayor energía, como si la energía fuera potencialmente favorable a la escritura. Esa situación no le gustó, sacó el poema “Domicilio en el Báltico” y ahí fue cuando la izquierda chilena en el exilio consideró ese poema como una manera de escupir la mano que lo estaba ayudando. En esa época lo que más se esperaba de un chileno en el exilio era que tocara el charango, cantara canciones de protesta y llorara mucho, pero Gonzalo no tenía ese carácter. Su posición como intelectual latinoamericano se parece más a la de Octavio Paz, que era condenado por izquierda y por derecha.