Son muchos los símbolos que encierra la figura de Rosa Luxemburgo, su solo nombre implica un abanico de banderas que, a pesar de los cien años transcurridos desde su asesinato, el 15 de enero de 1919, siguen vigentes. Banderas que no han alcanzado la victoria y, sin embargo, no fueron arriadas. En el panteón de los grandes personajes revolucionarios de principios del siglo XX, ella siempre tuvo su espacio, por derecho y peso propio, mucho antes de la gran ola feminista, como una precursora de la lucha de los derechos de la mujer, pero trascendiendo ese rol del que en gran medida es una pionera, eran los tiempos en los que todavía multitudes plurales podían imaginar un futuro sin capitalismo, podían entregar su vida a causas tan impersonales y colectivas como el sueño revolucionario.
Nacida en Polonia en 1871, amó su tierra dominada por el Imperio Ruso, pero no adhirió a los movimientos nacionalistas polacos porque desde muy joven se convenció de que la única libertad posible para su pueblo era el socialismo. Esta idea la atravesó por completo. Su pequeña figura contrastaba con su energía de torbellino. Un dirigente socialista que la conoció hizo de ella una descripción notable: “Rosa era pequeña, con una cabeza grande y rasgos típicamente judíos, con una gran nariz, un andar difícil, a veces irregular debido a una ligera cojera. La primera impresión era poco favorable, pero bastaba pasar un momento con ella para comprobar qué vida y qué energía había en esa mujer, qué gran inteligencia poseía, cuál era su nivel intelectual”.
Luego de ser arrestada comprendió que debía ir a Alemania, en donde estaba el Partido Socialista más grande del mundo y pronto se convirtió en una referente y una polemista excepcional.
El momento histórico que le tocó vivir estaba atravesado por dos ideas, dos concepciones de organización social en disputa. Los que creían que “la patria”, la nacionalidad, estaba por encima de cualquier otra instancia colectiva, y los que veían la lucha de clases como el motor de la historia, la identidad clasista por encima de las nacionalidades. En ningún otro país como en Alemania en 1914 esta contradicción se puso en máxima tensión. Rosa Luxemburgo, junto a su camarada Carl Liebknecht, defendió en dramática minoría su oposición a que la socialdemocracia aprobara los créditos que metieron a Alemania en la Primera Guerra Mundial. El socialismo estaba votando a favor de que trabajadores alemanes se enfrentaran a muerte con trabajadores franceses. El sinsentido de esa votación de guerra fue una tragedia que tuvo a Rosa como una gran protagonista. Su oposición no fue simplemente por “pacifismo”, ella no era una militante de la paz, como se ha repetido en muchísimas oportunidades. Simplemente no era esa la guerra que los trabajadores tenían que luchar, una guerra imperialista según su forma de ver, que beneficiaba a los grandes consorcios económicos. Rosa quería otras guerras, portando otras banderas. Marx y Engels habían escrito en el Manifiesto Comunista: “Proletarios del mundo, únanse”.
Estas posiciones políticas le valieron pasar toda la Primera Guerra Mundial en la cárcel. Pero allí no perdió el tiempo, se dedicó a escribir y conspirar. Tuvo grandes debates con los dirigentes alemanes y hasta discutió fuerte con Lenin y Trotsky, a pesar de que apoyó con pasión la Revolución Rusa de 1917.
Quienes la describen dicen que entre todas sus virtudes no estaba la de ser una gran organizadora. Tal vez porque no creía en la concepción bolchevique del partido de vanguardia. Hizo estudios pormenorizados de economía y escribió La acumulación del capital; en contra de la idea de la socialdemocracia alemana que pretendía llegar al poder por medio de elecciones y construir el socialismo por medio de escaladas reformas escribió ¿Reforma o revolución?. Pero su forma de entender esa revolución se apoyaba en la idea de la inevitabilidad de una insurrección de masas y de huelgas prolongadas. No le gustaba el centralismo bolchevique ruso y peleó por una mayor democracia dentro del socialismo. Estas son polémicas muy de época, debates de un momento histórico muy crítico.
Pero el final de la guerra fue catastrófico para Alemania, la crisis que se abrió mezcló en las calles a trabajadores que paralizaron la industria con soldados que volvían del frente de guerra sumamente decepcionados y tenían armas en sus manos. Ese año 1919 fue insurreccional y Rosa salió en libertad con la convicción de que la Revolución estaba al alcance de las manos.
El káiser Guillermo II, que gobernó Alemania desde 1888, se refugió en Holanda. El mismo día en que Rosa fue liberada, el socialdemócrata Philipp Scheidemann proclamó la república alemana desde un balcón del Reichstag y dio comienzo a lo que se dio en llamar la República de Weimar, y Friederich Ebert ocupó la presidencia, formó un Consejo de Ministros socialdemócratas moderados y pidió al pueblo que abandonara las calles y volviera a la normalidad. El ala mayoritaria del SPD quería la república y las libertades, mientras que los espartaquistas, la facción fundada por Luxemburgo y Liebknecht, querían la revolución proletaria.
Por primera vez se formó un gobierno manejado por socialistas, pero la revuelta y el malestar popular no se apaciguaron. Al mismo tiempo que los espartaquistas creían ver en ese caos la cuna de la revolución, Adolf Hitler hacía sus primeras armas como dirigente político y acusaba a los revolucionarios de ser los culpables de la derrota alemana, los enemigos internos, la alta traición a la patria, el puñal por la espalda.
Rosa sabía que corría un grave peligro, había recibido múltiples avisos y amenazas, pero decidió no huir de Berlín cuando quedó claro que no iba a haber ninguna revolución después de una muy sangrienta represión. En el hotel Eden, el soldado Runge le destrozó el cráneo y la cara a culatazos; otro militar la remató de un tiro en la nuca. Ataron su cadáver a unos sacos con piedras para que pesara más y no flotara, y la arrojaron a uno de los canales del río Spree, cerca del puente Cornelio. Su cadáver no apareció hasta dos semanas después. Solo unas horas antes mataron a Carl Liebknecht, el único parlamentario que en 1914 había votado en contra de la participación alemana en la Gran Guerra. La investigación policial adujo que Rosa fue asesinada por una turba de masas.
Mujer, polaca, judía, marxista, contraria a la guerra, revolucionaria, levantó banderas que hoy siguen flameando en todos los rincones del planeta, y por eso sigue siendo encantadoramente peligrosa.