A Erskine Caldwell

Cada vez que Juan Gómez salía de una chacra, después de atravesar las tranqueras, suspiraba profundamente, se encogía de hombros y caminaba un centenar de metros. Buscaba una sombra y se tendía boca arriba, con las manos bajo la nuca; silbaba entre dientes durante unos segundos, observaba el vuelo de alguna bandada de cotorras y al cabo murmuraba, suavemente:

–Puta madre.

Poco a poco comprendía que la vida era aún más amarga que lo que ya sabía. Hacía una semana que deambulaba en busca de trabajo. Le habían dicho que en la zona de Quitilipi se necesitaban braceros, pero ahora que veía que en todas las chacras la cosecha estaba avanzada se daba cuenta de la inutilidad de su peregrinaje. Ya no era como en las épocas que solía recordar el manco Nepomuceno, quien gustaba repetir que no había mejor tiempo que el tiempo de cosecha, cuando el Chaco parecía vestirse de blanco y todo el mundo se lanzaba a la recolección del algodón.

Cada vez se plantaba menos, en las chacras todos se quejaban del gobierno (que escamoteaba créditos y permitía la importación de esas fibras que tiraban abajo los precios locales, según había escuchado) y, naturalmente, había menos tierra cultivada, menos que recolectar, menos trabajo, menos dinero. Para colmo, un año había sequía y al siguiente inundaciones. Todo andaba mal.

Después se levantaba lentamente, se sacudía el polvo del pantalón y volvía a caminar sintiendo cómo la tierra arenosa se le metía entre los dedos de los pies, filtrada por los pequeños agujeros de las alpargatas. Cada tanto, receloso, revisaba su atadito y comprobaba que le quedaban unos pocos panes a pesar de que casi no comía; entonces continuaba su andar, imperturbable, ofreciéndose aquí y allá, esperando que por su silencio y su mansedumbre alguien le encargara cualquier tarea, anheloso de juntar unas monedas, hasta que al cabo de cada jornada, mientras masticaba parsimoniosamente un trozo de pan, pensaba, optimista, que todo cambiaría porque era tiempo de cosecha; y después se acostaba en el suelo, debajo de un árbol, y se dormía profundamente.

Al terminar la octava mañana de marcha, salió –nuevamente decepcionado– de una chacra llamada La Rosita y anduvo media legua rumbo al norte, como dirigiéndose hacia Pampa del Indio, hasta que divisó, a un centenar de metros, un almacén que daba al camino. Era una casona vieja, cuadrada y chata, con un enorme lapacho a cada lado y un antiguo y destartalado surtidor de nafta de manija en el frente. Sintió sed y apuró el paso. La noche anterior había optado por no comer, para que sus ya menguadas provisiones le duraran otro día. Mientras se acercaba al almacén, decidió que hoy comería un pan entero; y compraría una botella de caña para sentirse animoso cuando volviera a andar. La llevaría envuelta en el atadito y así podría considerarse acompañado cada vez que se detuviera a descansar. Le costaría más de la mitad del dinero que tenía, pero rápidamente se convenció de que merecía obsequiarse esa mínima opulencia; había adelgazado mucho y la cuerda que usaba como cinturón estaba por lo menos dos centímetros más ajustada. Lo peor seguía siendo su tristeza, la falta de conchabo; no el hambre, todavía.

Sacó un pan que parecía de piedra, lo escupió y lo lamió para que se ablandara y después logró arrancarle un pedazo. El sol, que caía a pique, lo abrasaba y tuvo que frotarse la cara con la manga un par de veces: los granitos de arena que traía el viento norte se le adherían a la piel transpirada y podía morderlos al morder el pan. Calculó que la lluvia caería en cualquier momento, luego de que se aquietaran las ráfagas más calientes y se terminara de encapotar el cielo. Después la humedad sería insoportable, pero prefirió pensar que caminaría sintiendo el exquisito olor de la tierra mojada y mirando el renovado verdor del monte.

Durante los últimos metros recordó todas las chacras a las que había entrado, donde los braceros trabajaban febrilmente, sumergidos en el silencio denso del verano chaqueño, con sus sombreros calados hasta las orejas y los infaltables pañuelos mojados alrededor del cuello. Se miró las manos y las sintió endurecidas, ávidas por volver a recoger algodón, mientras desde adentro le crecía una oleada, mezcla de envidia y de rabia, como un cosquilleo, una súbita urgencia por hundir los dedos él también entre los capullos para arrancarlos, por ver sangrar nuevamente los callos de sus yemas.

–Güenas –dijo, al entrar.

Se dirigió al mostrador, que estaba a unos cuatro metros de la puerta, en una semipenumbra engañosa a la que le costó acostumbrarse. El piso era de ladrillos. Había tres pequeñas mesas cuadradas, dos de las cuales estaban ocupadas: en una, un moreno de hombros anchos y brazos capaces de levantar un tractor dormitaba una siesta o una borrachera; en la otra, tres paisanos que parecían hermanos mellizos –con idénticos bigotitos finos, apenas del ancho de sus narices, y los chambergos encasquetados bajo los cuales sobresalían matas de pelos ensortijados– conversaban inanimadamente, con un murmullo de palomas.

–Qué andás buscando –le preguntó la mujer que estaba del otro lado del mostrador, apoyada sobre sus codos. Tendría unos cuarenta años, pechos como mamones maduros y unas manazas que parecían dos gordas arañas pollito.

–Caña –respondió Juan Gómez–. Una botella.

La mujer giró y al volverse tenía la botella en la mano, como si ésta hubiese estado suspendida en el aire.

–Son trreciento.

Juan Gómez buscó en sus bolsillos, contó tres billetes, los desarrugó y los depositó sobre el mostrador. Ella los tomó sin contarlos y los guardó entre sus pechos.

–Si m’empresta un vaso, patrona, le viá tomá un poco.

Ella continuó mirándolo, como si no hubiera escuchado.

–Un vaso –repitió él–, déme un vaso.

–No, ahora te vas.

–Pero emprésteme nomá. Por favor. Pa’tomá un poco.

–No, te dije. No te doy nada. Acá no le queremo a ustéden.

–¿Y quién, nojotro?

–Los bracero que vienen de ajuera.  Nuay trabajo ni pa’nojotro, así que no sé pa’qué vienen a buscar. Alpedamente nomá. Y abaratan tóo lo jornale.

–Gúeno, chamiga patrona, pero yo ando buscando nomá. Pa’mis gasto. Y ando solo nomá, y no le molesto a nadien. Y lestoy pidiendo un vaso pa’ tomá la caña que me vendiste, y despué me voy nomá.

–No, andáte ya. Sali d’acá. No les queremo a ustéden.

–Vengo solo, patrona, ya le dije. Y no m’eche así que no soy perro.

–¡Salí, carajo!

Juan Gómez la miró fijamente, achicando sus ojos hasta que se convirtieron en dos pequeños tajos oscuros, llenos de odio. Observó que los parroquianos estaban en completo silencio, atentos a su diálogo con la mujer, mientras la temperatura parecía haber aumentado un par de grados. Antes de que pudiera replicar –o de que se decidiera a hacerlo, ya que algo, dentro de él, le recomendaba que se mantuviera en calma–, apareció un hombre por detrás de la mujer; era mayor que ella, semicalvo y redondo como un paloborracho, y tenía una mirada sin brillo, como la de un muerto, y así de fría. Preguntó qué pasaba y ella se apresuró a responder:

–Este’ stá jodiendo, Pedro. No se quiere dir anque ya le dije que acá no le queremo a los bracero de mierda.

El gordo miró a Juan Gómez.

–¿Qué querés? ¿Peliar?

–No, patrón, un vaso nomá le pedí, pa’ tomá mi caña. Tengo sé.

–¿Vó venís de Saespeña?

–De Napenay.

–Igual é. Quién te trajo.

–Nadie –Juan Gómez sonrió, encogiéndose de hombros–. Vine solo nomá.

–Y pánde vas.

–Onde encuentre trabajo.

El gordo lo contempló, despectivo, con su gélida mirada, como permitiendo que el silencio cayera, denso, contundente, sobre las espaldas de los parroquianos; luego murmuró algo, desdeñoso, casi al mismo tiempo que escupía a un costado un gargajo oscuro y compacto y estiraba una mano sudada que tocó el hombro derecho de Juan Gómez y lo hizo retroceder.

–iVeanlón al hijo ‘e puta! –enronqueció, dirigiéndose a los demás–. ¡Busca trabajo que le saca a ustéden, y como si nada! ¡Pa’eso los traen, pa’jodé a la gente d’esto lao! iSe venden como putas y abajan lo jornale además de quitarle’l trabajo!

–No, stá equivocáo –replicó Juan Gómez, tratando de apaciguar al gordo con las manos–. Yo no le quiero quitar nada a nadien. Pa’cada uno lo suyo nomá, la platita que se ganó. Y no me trajieron. Vine nomá.

–A vos te trajo Ramíre, no mienta.

–¿Quién Ramíre? No le conozco.

–Y te mandó pa’burlarte, pa’mortificarle a la gente.

El moreno de hombros anchos, que se había puesto de pie, avanzó hacia Juan Gómez; con ambas manos lo tomó de la camisa, que se rasgó, y le dijo, suavemente y echándole su fétido aliento a la cara:

–Vó sos un hijo ‘e puta.

Juan Gómez retrocedió un paso, mientras sentía que toda su sangre se le concentraba en la cara. Sintió miedo y reprimió una respuesta, mientras comprobaba que su corazón parecía haber perdido el ritmo y golpeaba con fuerza contra sus costillas. Los tres paisanos de la mesa restante se pusieron, también, de pie y se acercaron al mostrador. Juan Gómez retrocedió otro paso, colocándose de modo que nadie quedara a sus espaldas; miró de reojo hacia la puerta por la que se filtraba un rayo de luz caliente y gordo y se arrepintió de haber entrado.

–Le trajo Ramíre n’el camión –aseguró el más menudo de los paisanos–. Yo le vi’sta mafiana cuando Ramíre traj’una camionada ‘e gente de Quitilipi; uno jhindio y demá; y éste venía ahí.

–Qué va’ser de Napenay –dudó otro.

–Y si é m’importa un carajo –terció el moreno, estirando una mano abierta que se estreIIó violentamente contra la cara de Juan Gómez.

Después le lanzó un derechazo a la mandibula, que lo levantó en vilo y lo hizo caer sobre una mesa, a la que volteó en su recorrida hasta el suelo. No tuvo ocasión de incorporarse: un enjambre de piernas lo pateaba en todo el cuerpo, y apenas atinó a cubrirse con los brazos mientras escuchaba su propia voz gritando de dolor e impotencia. La mujer, enfervorizada, azuzaba a los hombres. Juan Gómez, sintiendo que mordía un líquido pegajoso y salado, rodó sobre sí mismo y alcanzó a ver su propia sangre. Logró escabullirse y ponerse de pie. Recibió un fuerte golpe, como si le hubiesen descargado un planazo con una pala, y se abalanzó hacia la puerta. El gordo a quien llamaban Pedro intentó retenerlo, tomándolo de la camisa, pero Juan Gómez, al pasar, le apretó los testículos con toda su fuerza y salió al camino mientras el otro caía, aullando de dolor.

Empezó a correr, seguro de que lo perseguirían. En algún momento miró hacia atrás y pudo comprobarlo: el moreno y dos de los paisanos lo seguían a un centenar de metros; uno empuñaba una escopeta. Juan Gómez se apartó instintivamente del camino y se internó en el monte, apretando la botella de caña contra su pecho. Desesperado, golpeó el pico contra un algarrobo y se lo llevó a la boca; tragó el licor con vehemencia, sin importarle que el vidrio roto le lastimara los labios, como si súbitamente necesitara endulzar su propia sangre, y cuando reemprendió la carrera, siempre asido a la botella, comprobó que estaba llorando.

 

No supo cuánto tiempo anduvo, pero cuando se echó, extenuado, de cara al suelo, sintió que le temblaban las piernas y que sus manos no respondían a las órdenes que su cerebro les enviaba. Sabía que su única alternativa era seguir huyendo, pero su cuerpo, agotado, se resistía a ponerse vertical. Alzó la cabeza y vio que todo se nublaba. La transpiración, la sangre que aún le caía de la ceja izquierda y los melosos restos de caña le empañaban la vista. Dejó el pedazo de botella a un costado y se pasó la manga de la camisa por los ojos. Ya no lloraba. Se incorporó apenas y comprobó que estaba en un abra; apoyó todo su peso sobre uno de los codos y miró en derredor, escuchando atentamente los ruidos del monte, hasta que distinguió un inmenso guayacán y la visión volvió a hacérsele borrosa. Se llevó una mano a los ojos y reaccionó, impresionado, por la sangre que recogió. Entonces oyó los ladridos de los perros.

Se puso de pie de un salto y echó a correr nuevamente, superando al cansancio y al dolor; la maleza lo lastimaba y los arbustos espinosos le abrían tajos en los brazos y en la cara, le rasgaban los pantalones y los restos de la camisa. Pero el miedo que sentía era superior a todo eso, acaso porque el miedo es un dolor más intenso que el dolor. No anduvo mucho, sin embargo; los ladridos de los perros, frenéticos, perentorios, se escuchaban cada vez más nítidos. Y él sabía lo que era un perro en el monte, su olfato, su tenacidad.

Acezante, se detuvo junto a un quebracho colorado de más de un metro de diámetro y se dejó caer pesadamente. Su corazón latía produciendo ruidos secos, aturdiéndolo, y su jadeo le resecaba la boca; sus piernas eran como las cenizas de un cigarro, a las que se podría llevar el viento; su mandibula enloqueció súbitamente, con un castañeteo furioso que no pudo controlar hasta que, de pronto, se le endureció acalambrándole la lengua.

Los ladridos volvieron a sacudirlo, aterradoramente cercanos, pero ya no tenía fuerzas para seguir huyendo. Ni siquiera intentó levantarse; tomó lo que quedaba de la botella, abierta como una corona de vidrio, y sorbió un breve trago. Lamió hasta la última gota sin importarle que las astillas del vidrio lo hirieran dentro y alrededor de la boca.

–¡Por aquí! –gritó una voz, tan cerca que le pareció que retumbaba en sus oídos.

–¡Seguile al perro, Pedro! –urgió otra voz, apenas más lejana.

Juan Gómez se pasó una mano por el pelo, a la vez que dejaba escapar un sollozo entrecortado. Cerró los ojos y se recostó contra el árbol, mientras se preguntaba cómo había llegado a esa situación, tan luego en tiempo de cosecha, cuando todo en el Chaco era mejor. Pero un segundo después, cuando vio aparecer a los perros que se abalanzaron sobre él, advirtió que jamás llegaría a saberlo.