En reiteradas oportunidades recurrí a Página/12 para dar a conocer algunos de los datos que obteníamos en el Programa las Víctimas contra las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.
En esta oportunidad, nuevamente surgen números significativos; se han manifestado (mediante llamados telefónicos a los números 137 –un clásico del programa– y el 0800-122-1717, dedicado a atender llamados referentes a abuso sexual contra niños y niñas) las voces de la comunidad saturadas por las noticias referidas a violaciones.
A partir del 12 de diciembre y días subsiguientes –cuando el “caso Thelma” ocupó el interés nacional– los llamados se superpusieron con ritmo de muchedumbre. No había intervalo entre cada uno de ellos, uno detrás del otro centenares de mujeres contando su propia experiencia de abuso y violación. Necesitaban ser escuchadas. Y las profesionales que las atendían las escucharon largamente, las orientaron y aportaron respuesta a cada una de ellas. En muchas oportunidades sobrevolaba la fantasía que con esa “denuncia” se habría logrado localizar al “violador”. En realidad una denuncia se organiza de otro modo y no era posible denominar, legalmente “violador” al violador que la víctima describía porque había que esperar la sentencia: “La hegemonía del poder jurídico, de las leyes reguladoras y prohibitivas, se infiltra en la sociedad civil, en las formas culturales de vida y las teorías de la organización y el desarrollo psíquico”(Judith Butler, Sujetos del deseo, 2012). Pero la voz pudo tomar la palabra del recuerdo añejado que no había podido expresarse anteriormente.
En ese momento los diseños estadísticos mostraron un pico, una línea que superaba por mucho la recta de las estadísticas habituales de las llamadas telefónicas.
Transcurrieron los días y de pronto, entre los días 2 y 3 de enero, volvieron a arreciar, en catarata, los llamados recordando las propias historias de violaciones según la narración de aquellas voces entre dolientes y enfurecidas.
¿Qué había sucedido? Los medios de comunicación informaron de dos ataques de violación en banda. Ya no se trataba de una supuesta identificación recortada con la que dio en conocerse como el “caso Thelma”, sino en ambas circunstancias el horror había sido múltiple y las víctimas dos adolescentes.
La exhibición de un delito que históricamente quedaba en silencio sacudió nuevamente la subjetividad de las mujeres que ahora asumen como problema personal y propio cualquier información que instale la noticia de un abuso y de una violación. Ya no se trata de algo que le sucedió a alguien, el “Yo también”(ME TOO) que se hizo famoso en otras latitudes ha sentado sus reales entre nosotras y encuentra, en la escucha que le ofrecen las instituciones sensibles y comprometidas, el espacio para instalar la propia alarma para escucharse, contándole a una desconocida, que ella ha transitado por ese horror que ya no será silencio, sino palabra resguardada en una historia tipeada y escrita por quien la escuchó.
El hecho es socialmente significativo. Ahora, cualquier abuso o violación altera, con ritmo de muchedumbre, la habitualidad estadística de las diarias llamadas referidas a violencia sexual. Ahora las mujeres reaccionan ante la información del agravio padecido por otras, como si a todas nos hubiesen agraviado. La conciencia que ha conducido a comprender que existen causas que son comunes a todas las mujeres se ha despertado en el ámbito sensible de la sexualidad corporal y el varón sabe que además de violarnos no logrará silenciar el delito. Porque ante cualquier abuso o violación, se multiplicará la acusación: “También a mí me violaron” y también el haber aprendido a presentarnos ante la ley.