Pocas películas pueden atribuirse la creación de un universo capaz de traspasar los límites de la pantalla. Mucho menos el hecho de que su banda sonora se haya convertido en la música oficial de uno de los deportes más populares del mundo. Porque hablar de Rocky es hablar, indefectiblemente, del carácter icónico de este paladín de la clase obrera que hace cuarenta y dos años crece a través de sus películas. Crece en edad, desde ya, pero también en complejidad emocional, modificando sus preocupaciones y motivaciones acorde al inexorable avance del tiempo. En mayor o menor medida, la saga ideada por Sylvester Stallone es un extenso melodrama familiar en el que el boxeo oficia como canalizador de las expectativas internas de ese pugilista solitario y bonachón, de ese hombre que desde la seminal Rocky (1976) piensa tanto en el presente como en el futuro de su gente. Con esa nobleza como norte ético inquebrantable, tres años atrás llegó a las salas Creed, en la que cruzaba caminos con Adonis Creed, el hijo de su rival y posterior amigo Apollo. Ahora, en Creed II: defendiendo el legado, el asunto se vuelca a las vicisitudes familiares y deportivas de un Adonis campeón. Rocky, vigía espiritual de su discípulo, observa a prudente distancia, en lo que podría significar el cuelgue definitivo de los guantes.
Es curioso que la primera escena de Creed II no muestre a su protagonista sino a su némesis. La cámara panea trofeos oxidados y fotos descoloridas ubicados en un ambiente gris. Allí, desterrado y condenado al olvido desde su derrota ante Rocky en el mismísimo corazón de la Unión Soviética, vive esa máquina roja llamada Ivan Drago (Dolph Lundgren). Un Drago ávido de revancha que entrena a su hijo con rigor militar con la idea de cruzarlo con Adonis (Michael B. Jordan), en lo que sería una pelea cargada por el peso de la historia, en tanto Drago mató a Apollo en Rocky IV. El hijo de la víctima contra el hijo del victimario, un padre putativo contra un padre sanguíneo: la importancia del legado en su máxima expresión. La propuesta oficial encuentra a Adonis coronado en la categoría de los pesos pesados y consolidado con su pareja Bianca (Tessa Thompson). A todas luces no es un buen momento para enfrentar a esa mole silenciosa e inamovible. La sed de venganza siempre fue mala consejera en la saga, y aquí no es la excepción. Rocky, que, como se dijo, ha madurado junto a sus películas, lo sabe y desiste de entrenarlo. El resultado es una paliza inmisericorde al buenazo de Adonis.
Que Rocky se corra del centro de la escena implica un protagonismo mayor de Adonis. Luego de esa derrota, la película centra su atención en la recuperación de ese boxeador tironeado entre la sed de revancha y las responsabilidades de una familia, flamante hija incluida. Una historia contada mil veces antes: quien quiera originalidad y sorpresa, que busque en otro lado. A cambio, Creed II ofrece una amabilísimo drama sobre los vínculos y las responsabilidades filiales entreverado con una fábula deportiva de descenso, reconversión y ascenso, que por momentos se empantana por la sencilla razón de que su principal mérito es también su propia trampa. Sucede que Rocky es tan magnético y su presencia, tan poderosa, que a Adonis le es imposible no permanecer bajo su sombra. Aun cuando sus conflictos están bien desarrollados, aun cuando el guión evite subrayados y apueste por un tono lo-fi, manso y tranquilo como río de llanura, resulta muy difícil pensar en Adonis como una criatura particular, emancipada de Rocky.
Pero en el último tercio Stallone vuelve al centro de la escena y, entonces, la película toma un segundo aire para los preparativos de revancha. Otra vez en Rusia, reforzando así los vínculos con Rocky IV. Será el turno de la espiral ascendente de Adonis, ilustrada con la esperada secuencia de montaje de entrenamiento, quizá la más polvorienta y sudorosa de la saga y, por qué no, de todas las películas de boxeo. Quedará una pelea donde los golpes se sienten y los cuerpos transmiten la dolorosa sensación de progresiva destrucción, filmada con muy buen pulso por Steven Caple Jr. Desde ya que aquí no se adelantará el resultado final, pero no hay que ser un genio para saber quién gana. Se sugiere prestar atención a cómo termina ese combate y al plano final. Dos momentos que, con sutileza, clausuran una etapa saldando cuentas con un pasado que se va para no volver.