M. Night Shyamalan pasó de ser un ilustre desconocido a poco menos que un director canónico luego de Sexto sentido, El protegido y Señales, para luego desbarrar durante una década con películas que, aun capaces de sostener la tensión hasta volverla una sensación física, oscilaron entre el alegato político for dummies (La aldea) y una espiritualidad ecofriendly y solemne (La dama del agua, El fin de los tiempos, Después de la Tierra). Entre medio, ese disparate inexplicable llamado El último maestro del aire. Pero cuando su carrera parecía desbarrancada, Shyamalan dejó atrás la grandilocuencia y filmó Los huéspedes, una comedia de terror (¿o una de terror cómica?) que daba vuelta como una media los tópicos del cine hecho en base a “grabaciones caseras”. Fue un primer paso rumbo a un cine menos ambicioso y de menor presupuesto que continuó con el thriller psicológico Fragmentado, sobre un hombre víctima del “trastorno de personalidad múltiple”. El muchacho no tenía dos o tres identidades; tenía 24. La última de ellas, la Bestia, le sirve al realizador para cruzar a este personaje con el de El protegido y cerrar una trilogía que nunca estuvo pensada como tal.
Como si Shyamalan sufriera el mismo síndrome que el protagonista de Fragmentado, la película parece haber sido dirigida por dos realizadores. El primero es uno plenamente consciente de sus herramientas cinematográficas, alguien que utiliza la potencia de las imágenes y los sonidos para crear una atmósfera incómoda alrededor del encuentro en un mismo psiquiátrico de David (Bruce Willis), Kevin y su galería de personalidades (James McAvoy) y Elijah Price (Samuel Jackson), autodenominado Mr. Glass debido a una enfermedad que convierte sus huesos en piezas más frágiles que una copa de cristal. ¿A quién se le ocurrió juntarlos a todos? Paciencia, porque todo se explicará más adelante. Por ahora se habla de la parte de Glass a cargo de un director que intenta hacer una película que orbita menos alrededor de la viabilidad de lo heroico en el mundo real que de los límites de la cordura, una suerte de mezcla entre el universo de mentes retorcidas de David Fincher –quizá el cineasta contemporáneo más interesado en las mil y un formas posibles de locura– y el de Atrapado sin salida, con la salvedad de que el nosocomio es apenas una locación y no un elemento que contribuye a la alteración de quienes lo habitan.
Glass presenta las coordenadas habituales de las películas psiquiátricas. La más evidente es la idea de un grupo de personajes convencidos de una realidad que el relato abraza para luego empezar a cuestionarla a través de los ojos de un tercero que encarna la mirada menos distorsionada de los hechos, rol a cargo de la doctora Ellie Staple (Sarah Paulson). En este aspecto, igual que Fincher, Shyamalan maneja con maestría el progresivo corrimiento del punto de vista, haciendo que en el espectador crezca la duda sobre qué es real y qué no de todo lo que se ve y se oye. Pero entonces aparece la otra faceta del director, y aquí la cosa empieza a complicarse. Glass deja de preocuparse por el mundo interno de sus personajes para priorizar las marchas y contramarchas de un guión que, nobleza obliga, tiene algunas ideas muy buenas. El problema es que el Shyamalan está muy convencido de esas ideas y por lo tanto se encarga de ponerla en boca de alguno de sus protagonistas, cuestión de que quede bien clarito que es un genio.
Vendrán diálogos graves y sentenciosos sobre el heroísmo, algo que para la época de El protegido –años antes que Marvel y DC explotaran en la pantalla los derechos de sus viñetas– podía ser novedoso, pero que hoy no. Más aun después de la trilogía de Batman a cargo de Christopher Nolan, que abrió la puerta para hacer de los encapotados seres torturados por su pasado y preocupados por cuestiones geopolíticas. Shyamalan debe haber visto toda la filmografía del británico, en tanto replica su tendencia a forzar la espesura y la densidad donde no la hay. Para cuando llegan las vueltas de tuerca que signan su filmografía, y que en este caso se ven venir a mil kilómetros de distancia, Glass adquiere una tonalidad mesiánica, trágica y oscura, acorde a una película que, al igual que sus protagonistas, sufre de delirios de grandeza.