Lo conocí mientras caminábamos por la calle Corrientes que es lo mismo que decir que nos conocimos en casa. Esa noche su conversación torrencial culminó con la entrega de un regalo: Primavera negra de Henry Miller. Años después, desde España, me escribía “pienso más en Miller que en Miller”. Parecía lo mismo, salvo que uno se pronunciaba en inglés y el otro en francés, la diferencia estaba en los nombres de pila, el del escritor (Henry) y el del psicoanalista (Jean Jacques): dos fuerzas que lo arrasaron pero donde yo sospechaba, ya desde su primer libro, Nanina, que la más definitiva fue la primera.
De ser más colonizada diría que esa novela que Germán García publicó a los veinte años es nuestro Demian o nuestro El gran Meaulnes pero prefiero considerarlo un Raucho o una Juvenilia para atorrantes, aunque mucho más letrada puesto que fue escrita en una ciudad cuyos bares y librerías ofrecían más lecturas críticas que la universidad y más maestros que profesores.
Germán García nunca hizo literatura del yo, a menos que se acuse de lo mismo al coronel Mansilla y el General Sarmiento en lugar de reconocer en todos una historia personal de sus lecturas y, en el caso de Germán, una ficción de origen: “¿de dónde viene”, le preguntó Jacques Lacan durante su visita al estudio de la calle Lile. “De la literatura”, respondió y el otro hizo uno de esos enigmáticos gestos que fijaban como los de un chamán.
Es cierto que muchos lo encontraban agresivo en nombre del progresismo light y del psicoanálisis analgésico. Sin embargo, su agresividad consistía menos en los desplantes de un soberbio que en la impaciencia amarga del que no se da tregua y pocas veces encuentra a un otro de su alegría elocuente, en lugar de rencorosos hambrientos de reconocimiento.
Yo tenía veinte años y lo recuerdo leyéndome desde aproximadamente las diez de la noche hasta las nueve de la mañana su novela Coche rojo. Es que siempre fue medio Pepe Ingenieros, de amanecerse en un bar conspirando y seguirla en su departamento de la calle Paseo Colón –quedaba en el edificio Marconetti, demolido poco antes de su muerte a la manera de una herida en la ciudad que recordaría su partida– e ir haciendo al mismo tiempo unas obras completas capaces de llenar una biblioteca entera.
Bandera
Publiqué en Literal, la revista que Germán García había fundado con Luis Gusmán –más otros nombres que se alternaban por períodos–, lo primero que escribí como ficción era un texto llamado La asunción. Lo firmaba “Cristina Forero”. Me gustaba esa revista que hacía suyo el axioma de que en literatura la sangre sólo sirve para hacer morcillas, alejándose del almabellismo de la literatura comprometida. Mientras tanto hice un curso sobre Lacan con Germán García. Si mal no recuerdo, el primero que armó. Mi aplicación era intermitente. Cuando me distanciaba él me mostraba en medio del café La Paz, delante de todos, una propaganda de la película Kaspar Hauser: en lugar de ponerme el bonete de burro me identificaba con un hombre de los bosques, pre alfabeto y que aún comía en cuatro patas.
Recuerdo su manera de enseñar concentrando todo en el mismo gesto: leer, pensar, enseñar, publicar. Cuando la sangre se derramó cada vez con más fuerza de las morcillas para dejar de ser metáfora, llovieron sobre los lacaneanos ciertas acusaciones: la de sustraer los cuerpos a la política para invertirlos en instituciones obedientes, colonizadas por el barroco e irresponsable buceo en el inconsciente, de interpretar la historia en términos burgueses e inocuos (¿cómplices de los verdugos?) del complejo de Edipo. Ojalá el lacanismo estudioso hubiera tenido la capacidad de sustraer cuerpos a la muerte para ponerlos a reflexionar sobre el goce.
Los grupos de estudio de las obras de Lacan que hizo Germán García, al principio, en unas oficinas de Fogwill, fueron de los tantos actos de resistencia civil durante la dictadura. Allí se podía interrogar lo que la política había puesto entre paréntesis –su vínculo con la subjetividad y el deseo. Pasaron por ahí Eduardo Grüner, Omar Chaban, Emeterio Cerro, Eduardo Fernández, destinos bifurcados con la memoria de esa voz siempre firme aunque en las clases a veces se infiltraran policías.
Personal
En la edad de las rebeliones a repetición, yo solía llamarlo “máistro” por pudor de confesar que lo consideraba uno y no me habría atrevido a imaginar que él guardaba para mí el regalo de un legado, si su gesto hubiera sido menos “literal” (nada que ver con la revista): antes de irse a España me dejó una biblioteca de roble macizo que había restaurado él mismo, las obras completas de Sigmund Freud, un diván y un espejo. Sin embargo, no fui psicoanalista. Pasaron los años. No conservo esos objetos pero a los tomos de Freud sí: aún leo en sus subrayados de birome una pedagogía que no cesa.
Oscar Masotta cultivaba un dandismo irónico –no el del hermoso Brummell que se tomaba en serio la obligación de salir a la calle llevando en la mano un libro o un melón como dictado de la moda– y en un texto llamado Roberto Arlt, yo mismo habla de su debilidad por la ropa inglesa clásica y evoca una fotografía suya en la que usa un traje de franela a rayas “que cruzaba mucho más de lo normal”, comprado de segunda mano y perfección obra de Anselmo Spinelli –entonces pretendía emular el look de Marcelo Sánchez Sorondo, un profesor del secundario. Pero en Barcelona, Masotta parecía haberse aggiornado y como si se tratara de una suerte de iniciación, cuando Germán llegó a España le regaló unos dólares para que se comprara vaqueros en París. Pero Germán fue y se compró libros. Me lo contaba mientras me daba dólares para que yo también me fuera a París a comprarme ropa “esos tapados livianos que usan las francesas”. Parodia de un gesto que se desobedece, yo me compré una muñeca. Alguna vez Germán me había mandado una carta en la que me contaba su encuentro con la hija del psiquiatra Gregorio Bermann a quien había imaginado como una hija (“las hijas andan por el mundo y alguna vez pensé que una amiga llamada Cristina era una hija ¿hija de que sueño, de qué insistencia?”)· No me gustó aunque reconocía uno de sus habituales procedimientos de seducción –que no ocultaba, más bien detallaba entre risotadas–: hacer una declaración sentimental pero poniendo adelante el nombre de otra mujer para hacer rabiar. Tal vez simplemente estaba eludiendo la palabra “discípula”, él que multiplicaba los maestros siempre para decir lo que quería.
Hace unos días, luego de su muerte, Susana Kesselman me contó que había conocido a Germán durante un congreso en Milán y que lo había acompañado a comprarse vaqueros. Me sorprendí ¿serían los mismos pedidos por Masotta? Ese azar me parece una metáfora de la transmisión: algo se pasa pero cambia en el camino, se cumple torcido, en otro tiempo como la verdad en el cuento Emma Zunz.
No fui psicoanalista pero Germán García me enseñó a pensar. Recuerdo el momento exacto, sus circunstancias ¿Un mito? Cómo no. Fue mientras escribía una nota sobre el libro Personas en la sala, de Norah Lange, para una revista que tenía el jocoso nombre de Pluma y Pincel. Por primera vez abandoné las convenciones de la reseña, un método monográfico caprichoso que se tambaleaba entre el gusto y una cierta ideología de izquierda. Asocié una escena con otra, leí lo que no era evidente, tartamudeé una hipótesis, es decir pensé.
Cuando escribí una especie de teoría del bar e hice la biografía de algunos nombres propios (Black out), no lo incluí sin pensarlo en esa serie aunque el bar fuera nuestro escenario común. Ya haría su retrato en otro momento, como si los dos tuviéramos tiempo…
Hay cosas que siempre se comprenden demasiado tarde: el decía que mi relato El loro de Forero bien podía ser una novela. Yo me enojaba ¡cómo se enganchan los analistas cuando a una le salta el padre! Ahora veo que ese relato está entero en Black out y que estiré un padre por casi quinientas páginas para darle el gusto a Germán García que no figura en el libro.
Ultimamente, riéndonos de nuestros 70 años más que cumplidos, él insistía con un chiste: “primero nos creíamos inmortales, después empezaron a matarnos, ahora nos morimos solos”. Decía que le temía a la propia muerte, yo que temía la muerte de los amigos. Ninguno de los dos sabía del todo lo que quería decir: ni él era tan egoísta ni yo tan generosa. El visitó a Raúl Sciarretta en su lecho de muerte cuando tantos lo habían olvidado, acompañó los últimos años de Ricardo Zelarayán, los de la enfermedad de Ricardo Piglia y con una locuacidad que podía generar el sueño de que el diálogo entre ambos poco había cambiado –para Germán siempre era su turno – y cuando Piglia murió, su propio dolor lo dejó mudo, lo que era mucho decir. Mi temor no era generoso: que los amigos me sobrevivieran para protegerme, tal vez, cuando ya no me saltara un padre. El duelo de la amistad, menos espamentoso que el del amor, amenaza con ser eterno. Sin apego y sin reciprocidad –la amistad no es una inversión–, entre nosotros cada certeza provisoria, cada intriga pactada solía culminar con la risa, la risa de vivir sumergidos en las batallas de los géneros, en los argumentos alocados que el deseo suele escribir sin nosotros, hasta desternillarnos de risa y eso siempre pesará más que el hecho de que, al pensar en la muerte, lo que se dice en la muerte, a los dos se nos había cumplido lo que más temíamos.