Contra los vidrios de la puerta se recorta la silueta de un gato. Las luces de la calle se encienden; el gato, blanco y negro, se deja ver con más nitidez. En un rato, el animal seguirá por la casa a la artista Mariela Scafati, que investiga el color y el modo en que las personas nos vinculamos con los colores, en clave personal y política. El pelaje felino resulta, por casualidad, una muestra de lo fascinantes y misteriosos que son los mundos cromáticos: el negro resulta de la unión del rojo, el azul y el amarillo (hagan la prueba de mezclar pintura de esos tres colores) y el blanco es utilizado para modificar el valor de los colores, aclarándolos. La física dice que los colores son atributos que vemos en un cuerpo según el modo en que absorbe la luz. Pero no existen en sí mismos sino a través del ojo que los percibe. Así que hablar de colores, es hablar de cosas imaginarias.
Difícil saber si Damara Alves alguna vez, aunque sea de pequeña, se manchó con témperas, imaginó colores, se preguntó por qué un gato es blanco y negro. Lo que es seguro es que la nueva ministra de Mujer, Familia y Derechos Humanos de Brasil, pastora evangélica que se ha declarado “terriblemente cristiana” aunque sea parte de un Estado laico, no tiene ningún interés en acompañar la diversidad de rojos, azules, verdes, amarillos, violetas y anaranjados que estallan en los paisajes de su país. Y en las calles donde se expresa una ciudadanía que en las últimas décadas conquistó derechos celebrados con banderas color arco iris. Por el contrario, la ministra designada por el ultraconservador Jair Bolsonaro, acompaña la retórica apelmazada del gobierno del que es parte. “Atención, atención. Comienza una nueva era. Los niños visten de azul, las niñas de rosa”, proclamó ante un grupo de seguidores en la sede ministerial en Brasilia nada más concluir la ceremonia en la que asumió.
Ella habló con tono infantil y recibió como respuesta un “eso, eso” casi gutural por parte de sus seguidores. Nada de esta puesta en escena es inocente: Alves defiende el retorno de la restauración conservadora, del orden patriarcal, de la infancia dividida por cintas celestes y rosas para que lxs niñxs puedan ser claramente diferenciadxs mientras juegan sin mancharse bajo la implacable y panóptica mirada adulta. Lxs niñxs que tienen papá y mamá, claro. Lxs que pueden comprar elegantes ropitas en tiendas de moda y no esa gente morena que, por más que use colores estridentes y sea el orgulloso origen de esa nación, está condenada al barro oscuro. Alves busca el disciplinamiento desde edad temprana. Con sus modales de madre ricachona de telenovela, le habla a esxs adultxs que, en su imaginario, considera niñxs revoltosxs a lxs que reeducar luego de tantos años de libertinaje rojo, tan incómodo como el color de las sillas que Bolsonaro mandó a la hoguera porque en la residencia presidencial ya no hay lugar para estridencias coloradas. Raza, clase y género como intersecciones de una riquísima complejidad que la ministra reduce al binarismo, claramente detectado y normativizado a través de ropitas rosas y celestes.
Las respuestas no se hicieron esperar: Caetano Veloso, por ejemplo, subió a Twitter una foto con una remera magenta (es color pariente del rosa pero tiene una historia más warrior que ya contaremos) y el hashtag “el color no tiene género”. Y la activista Nina Lemos publicó una nota en donde afirma: “Esta idea existía hace setenta años. Es una vuelta conservadora inusitada. ¿Rosa? ¿Azul? ¿Tanto problema en el mundo y están preocupados por eso? ¿Por qué? ¡Ah, porque niña tiene que actuar como niña! No puede usar el pelo corto, tiene que ser largo y bien peinado. Y los niños, ellos no lloran. ¡El hombre no llora!”.
El color demuestra, entonces, que no es inocente. ¿De dónde salió la idea tan estereotipada que pontificó la ministra Alves?, se preguntan mientras tanto lxs gatxs de lxs artistas y nosotrxs, ya que estamos. No es una idea remota: es bastante actual, entronizada en el siglo XX gracias, cuando no, a la mano poco invisible del mercado. Y se puede rastrear en fotografías o recortes de revistas, esos pequeños objetos que tan elocuentes resultan vistos en retrospectiva.
Pelo largo hasta los hombros, vestidito blanco, zapatos de charol con presilla. Así posó el niñito Franklin Roosevelt en 1884, cuando tenía apenas dos años y ni soñaba con ser presidente de Estados Unidos. Si bien el concepto de infancia ya existía por esa época, no había ninguna necesidad de diferenciar a lxs niñxs por género. Así que no existían los cortes de pelo ni los rosas ni los celestes: la ropa era blanca para todxs y podía ser heredada de generación en generación. La historiadora especializada en vestimenta por la Universidad de Maryland, Jo Paoletti, publicó en 2012 el libro Rosa y celeste donde cuenta que las cosas venían bien hasta que las familias empezaron a pensar “y si visto a mi retoño sin que se note si es nene o nena ¿no lo transformaré en pervertido?”. El cambio no fue drástico, sin embargo, hasta las vísperas de la Primera Guerra Mundial. Las revistas de moda de la época empezaron a aconsejar que niños y niñas se vistieran de color pastel, pero al revés de lo que ahora conocemos: ¡rosa los varones y celeste, las nenas! La explicación era que el rosa deviene del rojo, un color poderoso, vivaz y masculino y el celeste, del azul que es un color más calmo, para mantener a las nenas tomando el té con sus muñecas.
El movimiento feminista de mediados de los sesenta hizo estallar estas convenciones y los figurines se cubrieron de ropa más cómoda, unisex, y sin colores predeterminados. Pero a mediados de los ochenta, la explosión de las ecografías –dice Paoletti– le dio una excusa genial al mercado para multiplicar merchandising rosa y celeste. Y es que las familias podían saber a priori el sexo biológico de sus hijxs y así esperarlos con toda una batería de cunitas, sábanas, juguetes y decoración que determinaba una nueva segmentación de mercado. Y que surgió por capricho suyo.
María Elena Walsh también ligó la distinción entre géneros con el momento del nacimiento: “Este negocio de los colores distintivos fue invento de una partera italiana, allá por 1919”, apunta en un artículo que escribió para Clarín en 1979, en plena dictadura militar. El color, observa Walsh, se derrama sobre la juguetería doméstica que se le impone a las nenas: ajuares, lavarropas, cocinas, aspiradoras, accesorios de belleza o peluquería, todos muy rosados envueltos en cajas ídem. Mientras tanto, los juguetes para varones ofrecen aventuras azules y celestes por fuera de la casa: granjas, tren eléctrico, robots, microscopios, telescopios, equipos de química, juegos de ingenio y todo lo que, en fin, estimula las facultades mentales. “¿A la nena no le gustan los animales de granja ni los trenes? ¿No sueña con manejar un coche? ¿No siente curiosidad por el microcosmos o el espacio?”, pregunta María Elena con pavorosa vigencia.
El color es sinónimo de ideología y también, de status en la clase social porque compra más (y exhibe más) quien puede hacerlo. Pero desde el inicio de los tiempos los pigmentos se rebelaron a su manera. Por ejemplo, preservando las dimensiones mágicas que tuvieron desde la prehistoria. Según Ana Von Rebeur, autora de La ciencia del color (historias y pasiones en torno a los pigmentos), el color era talismán para ahuyentar la muerte. “Durante siglos los bebés fallecían antes del año de edad. Entonces se buscó preservar esas vidas creando supersticiones, como lo eran vestir a los niños de rojo y a las niñas, de azul. Los colores protectores eran los más caros. Es que antes de ser sintéticos, como ahora, los pigmentos eran naturales y no siempre de fácil extracción. Pero también eran los que daban más jerarquía; por eso el rojo y el azul, que sólo se obtenían de minerales y plantas muy específicos, eran tan buscados”, cuenta la investigadora, periodista y dibujante.
Para las culturas orientales, el blanco no es el color níveo que usan las novias sino el color del duelo: en definitiva, los huesos son blancos. En esta tensión entre las manifestaciones sociales locales y las globalizadas, la fotógrafa surcoreana Jeong Mee Yoon creó el Blue Pink Project, fotografiando a niños y niñas de todo el mundo junto a sus juguetes y sus objetos predilectos. El rosa arrasa, sí, en las nenas más chicas. “Tal vez sea la influencia de los anuncios comerciales Barbie y Hello Kitty, que se han convertido en una tendencia moderna. Las chicas se entrenan de forma subconsciente para usar el color rosa y lucir femeninas”, comenta la artista en su blog. También apunta que esta distinción se diluye cuando las nenas crecen. En su libro Psicología del color, Eva Heller dice que sólo a un cinco por ciento de las mujeres adultas les gusta este color.
Esta historia adquiere características peculiares cuando tiñe la bandera del orgullo trans. Fue creada por la activista Monica Helms, oriunda de Arizona y veterana de la marina estadounidense décadas antes de iniciar su transición. Más de una vez Helms explicó que las dos franjas superiores e inferiores son celestes, luego siguen dos color rosa –sí, aluden al blue boy y al pink girl) y en el medio una blanca “para quienes son intersex, se encuentran en transición o se consideran de un género neutral o indefinido”. Esta bandera, creada en 1999, recibió críticas por consolidar la masculinidad y la feminidad como paradigmas estancos de las complejísimas y diversas construcciones identitarias. Un año antes, Michael Page había desplegado la bandera del orgullo bisexual: magenta y azul con una línea violeta en el medio; surge de la unión de los otros dos colores.
El gato blanco y negro que apareció allá arriba en esta nota no se ha ido. Lleva una chapita con su nombre en letras rojas. Se llama “Zaffaroni”. Y sigue dando vueltas por la casa, en esa esquina de Boedo que alguna vez fue un criadero de corales. Así lo atestiguan unas vitrinas añosas que, como el fondo abisal de los océanos, cobijan corales de todas las formas y tamaños en una de las habitaciones. Mariela Scafati habita este lugar, que abre para Las 12. Con Marina De Caro, Daiana Rose, Victoria Musotto y Guillermina Mongan, integran la colectiva activista Cromoactivismo, que viene tomando el espacio público para transformar las calles en laboratorio cromático, poético y político.
Su primera intervención fue en la Marcha del Orgullo de 2016, donde propusieron recuperar el rosa como color rebelde, desobediente, gozoso. Así, cada quien pintaba cartones con témperas mientras iban apareciendo los nombres de los colores por fuera de toda heteronorma. Rosa Chanchísimo, Rosa Anarcomimosa, Rosa Maravichonga, Rosa Gran Fury y Rosa Concha Rebelde forman parte de una constelación que se expande en cada nueva intervención. Propuesto también como resistencia micropolítica, Cromoactivismo trabaja “en el rediseño de paletas cromáticas en las que colectivamente se reescribe la historia de cada pigmento, su nombre, su historia y sus referencias en la vida social”, según cuentan sus integrantes. Las cromoactivistas conversan rodeadas de plantas, pequeños juguetes, telas, animalitxs tejidxs al crochet y afiches pegados sobre el calefón que dicen cosas como “as bichas trans / as pretas / os favelados / lxs villerxs contra el golpe”. Además allí funciona el no-grupo Serigrafistas Queer, surgido hace más de diez años.
Cromoactivismo afecta la realidad con su carta de color bajo la consigna “¡Pantone NO tinte político SÍ!”. Pantone es una empresa estadounidense que creó un sistema de identificación de colores; una suerte de lenguaje universal para quienes se dedican al arte, la moda o el diseño. “Pero es una empresa que se apropió de los colores, sus tintes, sus nomenclaturas y exige que se nombren y se hagan de cierta manera. Y claro que cobran mucha plata por privatizar el color”, explican.
La respuesta contracultural llega con forma de manifiesto, que se puede leer el flamante libro objeto C(r)osmos, publicado un mes atrás y editado por Somos Cromosomos: “El color altera toda percepción, todo pensamiento y toda existencia. Cromoactivismo le da la palabra al color. Apuesta a la emoción y al afecto. Cromoactivismo es una dinámica social. Es una nueva construcción de las relaciones. Es una interfaz entre la inteligencia individual y la inteligencia colectiva. Es un ensayo micropolítico que logra un gesto sensible”. Claro que la respuesta a la hegemonía de pantone también está en las calles: Cromoactivismo participó de las marchas por la legalización del aborto, durante los Ni Una Menos o las que se hicieron cuando el macrismo intentó liberar genocidas a través del dos por uno, entre otras, como lo documenta su página en Facebook.
Disputa por las palabras, por el color, por el sentido de los lenguajes. También la diseñadora Virginia Giannoni (que integra el colectivo Ni Una Menos) y la doctora en Filosofía del Arte Paula Fleisner pensaron en esto. Ni Una Menos, se sabe, elige el magenta para sus intervenciones públicas. El color le debe su nombre a la Batalla de Magenta, durante la segunda independencia italiana, a mediados del siglo XIX. Pero su versatilidad semiótica apenas se inicia ahí: “Juntxs hicimos una apropiación colectiva del rosa-nena y lo volvimos algo peligroso, disruptivo. Amenazante para el patriarcado, insolente y autónomo. El color que fue concebido como normalizador, ordenador de juegos y de géneros aparece ahora, por acción colectiva, como chirriante e irreverente y disruptivo”, escribieron Giannoni y Fleisner en el ensayo “El arco y el iris / Molécula revuelta”, que se puede leer en la web. Es decir, la deconstrucción del color es parte de la marea feminista porque, entre otras cuestiones, busca nombrar a todxs sin uniformar las singularidades sino amplificándolas: “Este magenta es un activismo del goce más allá del yo, no te pide el dni, ni te exige una definición. Es el deseo puesto en evidencia, empoderado, que guía”, declaran las investigadoras.
La revolución de las hijas también se suma a la barricada. Antonia Kon tiene 19 años y estudia Artes de la Escritura en la Universidad de las Artes (UNA). Combina su melena rosa llameante con vestuario de inspiración animé, donde flotan las gasas y las texturas plateadas. La ropa no sólo cubre el cuerpo, proclamaba la editora de Vogue Italia, Franca Sozzani, sino que es una forma de identidad. Y Antonia ha transformado su Instagram en una explosión tan pink como queer. “Durante la preadolescencia me quise desligar de todas las cualidades que consideraba femeninas porque no quería parecerme ‘a las otras chicas’ –evoca–. En esa época me decían que me vestía como una vieja o un varón; era estética medio darkie”. A los 14 se tiñó el flequillo de rosa y ya no hubo vuelta atrás: “Fue como descubrir una droga nueva y un lugar seguro”. Así, afirma, se transformó en “una cosplayer” de ella misma; alguien que puede proclamar sus ideas a través del diseño. En general, observa, sólo se visten íntegramente de rosa las nenas y las señoras mayores. “Yo me siento un poco las dos cosas al mismo tiempo”, afirma Antonia.
Paco Jamandreu se escandalizó cuando vio por primera vez a Eva Perón, que lo recibió con un pijama celeste de su marido. La novelista francesa Colette sólo usaba papeles azules para escribir. Dorothy Parker cubrió sus muñecas con cintas azules tras un intento de suicidio y las agitaba como plumas beligerantes de ave nocturna cuando sus amigxs la visitaban en el hospital. Hannah Gadsby, en el imprescindible stand up Nanette, propone que todxs lxs niñxs vistan de azul “porque es un color lleno de contradicciones; sí, está en el lado frío del espectro cromático pero ¿cuál es el color del centro de una llama ardiente?”. Si hablamos de calidez, también es inolvidable la cabellera ígnea de Léa Seydoux en La vida de Adèle, inspirada en un cómic de la francesa Julie Maroh.
“Al escribir no puedo fabricar como en la pintura, cuando fabrico artesanalmente un color. Pero estoy intentando escribirte con todo mi cuerpo, enviando una flecha que se clava en el punto neurálgico y tierno de la palabra”, susurra Clarice Lispector, de ascendencia ucraniana y una vida que continuó en Río de Janeiro desde fines de los cincuenta hasta su muerte, en 1977. Ojalá alguien pueda conmover a la ministra Alves con una frase semejante. Tan subida a la pétrea torre de la prepotencia, esa funcionaria no sabe que se pierde. Pero nosotrxs sí lo sabemos. Y no queremos perder. Por eso trazamos líneas multicolores y transcontinentales que nos permiten encontrarnos en las calles, en los lugares de trabajo (si tenemos trabajo), en asambleas, en performances, en lecturas de poesía, en muestras de arte, en bares no clausurados, para buscar estrategias de construcción y resistencia. Ahí donde la lucha se mezcla con la desobediencia y el sudor de cuerpos y cuerpas, crecen nuevos colores: brillantes, indómitos, con chispa suficiente para iluminar cualquier oscuridad.