Joni Mitchell dibuja un mapa de Canadá y pone la cara de un amor perdido adentro, la cara entra dos veces. Bosquejo doble para una geografía inusual, tan inusual como encontrar el nombre de una mujer en la historia de la cartografía. Hacer mapas era cosa de hombres, nadie tenía que saber que algunos estaban hechos por mujeres y mucho menos si estaban dispuestos a pagar por ellos. El nombre de la creadora del atlas nunca aparecía escrito, a veces (y esas veces eran muy pocas) solo se leían unas iniciales. Mary Ann Roque los vendía en Londres antes y después de que muriera su cartógrafo esposo en 1762 y las hermanas Marie Catherine y Elizabeth Haussard (el hombre habilitado en este caso era su padre) los hacían temáticos y exitosos en París. Los suyos eran grabados “decorativos” que incluían, según las zonas coloreadas: canoas, árboles y animales. Ilustradoras de montes y aguas en la topografía de un silencio de identidades, un recuerdo compartido con Katharine Clifton (Kristin Scott Thomas) en El paciente inglés, cuando dice: mapas copiados por dos espías a la vez… Muchos años antes de que Joni Mitchell lo dibujara cantando, otra mujer hizo un mapa de Canadá, se llamaba Shanawdithit y lo dibujó no por herencia de tableros y reglas, sino porque su memoria territorial fue lo único que no mataron los infantes de marina británicos. También ella puso al amor perdido dentro de los límites de su tierra. Shanawdithit fue “el último miembro de sangre completa de la tribu Beothuk de Terranova” y la hacedora de unos mapas narrativos -con prodigiosa precisión geográfica para ubicar ríos y lagos isleños- que recreaban la masacre a su familia y a su tierra. Había visto cómo se llevaban a su tía, cómo habían matado a su tío y como morían enfermas de hambre -y tan cautivas como ella- su mamá y su hermana. Lo había visto todo y había quedado sola, postrera y desprotegida en la protección que los colonizadores habían diseñado para ella. Le dieron lecciones de inglés y un dios nuevo, le pusieron un nombre que podían pronunciar con facilidad, Nancy April, y la nombraron sirvienta. No sabemos qué dibujaba Shanawdithit antes de su cautiverio pero las crónicas cuentan que después de estar un tiempo sirviendo en casa de uno de los colonos fue el explorador William Epps Cormack quien, con animado interés antropológico, alentó su testimonial obra cartográfica (bocetos de los miembros de su familia en ocre rojo -el color que los distinguía y en el que se pintaban-, asentamientos, utensilios, herramientas) y la hizo pública. Enferma de tuberculosis, murió poco tiempo después de aquella reputación incipiente. La enterraron en St. John’s. Su cráneo, que viajó a Londres para ser investigado, no sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y fue destruido por los bombardeos, o eso dicen. Dos apariciones la traen en el tiempo: dibujando en la cocina humeante de los blancos, vacilando y con la mirada puesta en la pared y en el reloj que no puede leer en un poema de Joan Crate, y como candidata para ilustrar uno de los billetes nuevos del Banco de Canadá. En el contorno, silueta de los límites de la arrancada tribu ausente, sus mapas miran más ebrios que le bateau de Rimbaud. La memoria de cada detalle de aquellos días de infancia y un brillo de copas vacías, de platos ya sin ostras, crean la puesta en escena de la insular reconstrucción beothuk, irisada de nautilus, ganándole salubridad al mar.
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