“A primera vista, no había nada inusual en el diente antiquísimo, o en el esqueleto de la mujer del que provenía. Ni la dentadura ni los huesos mostraban signos de deformidad, enfermedad, trauma. Se trataba de un diente promedio: puntiagudo, amarillento, regular; y ésa es exactamente la razón por la que las científicas quisieron hacerle un examen más exhaustivo. Para aprender más acerca de los hábitos alimenticios durante la Edad Media, a partir del diente enterrado –con su vieja propietaria– en el cementerio de un pequeño monasterio de Dalheim, Alemania”. Así comienza el sitio Atlas Obscura el curioso relato de un reciente e inesperado hallazgo, que abre impensada puerta: sugiere que las mujeres de la Edad Media habrían tenido un rol mucho más relevante del que se cree en la copia e ilustración de textos sagrados, tradicionalmente considerado oficio de varones, de monjes. Sucede que el diente en cuestión –que proviene de una monjita germana de fines del siglo 11, comienzos del 12, bautizada por la literatura arqueológica como “B78”– presenta cierta peculiaridad: por azar descubrieron que tenía sarro fosilizado... de color azul. Tecnología avanzada mediante, identificaron las razones para tan extraña tonalidad: eran partículas de un valiosísimo y muy raro pigmento de la época, el azul de ultramar. Exótico pigmento obtenido de la piedra semipreciosa lapislázuli, que entonces solo se extraía en Afganistán, llegaba a Europa por ruta comercial, valía más que el oro y se usaba para hermosear tablas y manuscritos; siempre en manos duchas y calificadas, sobra aclarar. Ergo, el gran enigma: ¿cómo un producto tan lujoso llegó a la boca de una monja de un petit convento alemán?
¿Acaso lo había consumido en polvo cual medicamento lapidario, forma medicinal que atribuía a gemas preciosas poderes curativos, mágicos? Improbable: la práctica no estaba extendida en Alemania en ese momento. ¿Sería entonces resultado de ingesta involuntaria por practicar osculación devocional, costumbre ritual de besar oraciones iluminadas, textos sagrados? Difícilmente: el gesto no sería habitual hasta tres siglos después de morir la mujer del convento de Dalheim… Hipótesis fueron y vinieron hasta que las científicas a cargo arribaron a enorme conclusión: B78 debió pintarse el diente de tanto afinar el pincel con el que iluminaba manuscritos, algo insólito para la época. Insólito “porque cuando alguien se imagina a un escriba medieval, lo que indefectiblemente viene a su mente es un monje, no una religiosa”, explica Alison Beach, experta en historia del período y coautora del flamante estudio, recientemente publicado en la revista Science Advances.
“Bajo el microscopio, queda claro que B78 fue una mujer extraordinaria”, asegura la estadounidense Christina Warinner, especialista en arqueología microbiana, otra de las autoras del rompedor estudio. Cuenta que tuvo que realizar numerosas llamadas (incómodas, en su mayoría) para armar el team multidisciplinario que le permitiera indagar en el tesorito dental de mil años. “Intenté con físicos, que me tildaron de loca. Intenté con restauradores de arte, que me preguntaban: por qué trabajás con sarro. Ni siquiera faltaron personas que descartaran de cuajo que una mujer pudiese haber tenido suficiente habilidad para trabajar con azul de ultramar, y a priori me dijeran que seguro entró en contacto con la sustancia porque era la señora de limpieza”.
El precioso lapislázuli no se confiaba a cualquier artista, era demasiado valioso. El hecho de que una mujer manipulase este pigmento significa que era altamente considerada, que tenía una buenísima reputación en el oficio. El desafío, advierte Beach, es que si bien los manuscritos con firma suelen llevar el gancho de un varón, la gran mayoría está sin firmar. Por default, los historiadores tradicionalmente han asumido que cuando un libro es anónimo, es obra de un hombre. Pero a partir del flamante hallazgo, dice la mujer, podría comenzar a contemplarse la posibilidad de que, en realidad, haya sido obra de una mujer. Finalmente, existe correspondencia entre monjes y monjas sobre producción de libros sagrados: ella, sin más, dio con una carta de 1168 en la que un monje encargaba a la hermana “N” la producción de un manuscrito de lujo, con materiales de lujo (pergamino, cuero, seda). La hermana “N”, por cierto, vivía en un convento a pocos kilómetros de Dalheim. Ergo, esta mujer escriba estaba usando pigmento de lapislázuli en la misma área y casi al mismo tiempo que B78...
Al respecto, aporta El País: “Hay grandes manuscritos, como el Liber Scivias, de la abadesa del siglo XII Hildegarda de Bingen o, aún más antiguo, el Beato de Gerona, un códice en el que parte de las miniaturas fueron pintadas por una monja. Pero esta investigación refuerza un escenario en el que, lejos de una excepción, la participación de las mujeres, en especial religiosas, en la transmisión de la cultura no fue un fenómeno aislado”.
Para Beach, “la mayoría de las religiosas trabajaban en la sombra, quizá bajo una particular presión espiritual para practicar la humildad y, aunque muchas tuvieran grandes destrezas, como nuestra B78, habrían permanecido anónimas. Mujeres como B78 habrían estado dispersas por toda la Europa medieval en esta época, trabajando en muchos casos para obispos o abades más allá de sus propias comunidades o regiones, sin dejar rastro de su identidad como artistas”. Aunque nunca se sabrá a ciencia exacta cuán grande ha sido su contribución, Warinner confía en que incisivos, molares, tricúspides aporten pistas de aquí en más. Los dientes, después de todo, “son pequeñas cápsulas de tiempo que revelan mucho sobre historias de vida”. Historias de vida que se creían perdidas y hoy comienzan a salir a la luz.