Son 35 minutos de extrañeza, una extrañeza que termina volando por los aires. El primer episodio de la segunda temporada de The Punisher fija un tono extraño para los estándares de la serie que protagoniza Jon “en tu cara, Rick” Bernthal. Es que Frank Castle está tranquilo, aparentemente retirado de las explosiones de ultraviolencia que supo mostrar en la segunda temporada de Daredevil y en los trece episodios anteriores de su propia saga, estrenados por Netflix en 2017. Sí, la primera escena del debut de su segunda tanda de capítulos –que sube completa hoy a la plataforma de streaming– ya dio un anticipo de lo que fatalmente terminará sucediendo, pero en la primera media hora Frank se toma su birra tranquilo en un bar, disfruta la banda de country & western que toca allí, defiende sin mayor alharaca a la barwoman del acoso de un borracho molesto, coquetea con ella y terminan enredados en la cama y hasta compartiendo un desayuno con el pequeño hijo de ésta. El Castigador y su eficacia para aniquilar enemigos parecen ausentes.
Hasta que llega el minuto 35, y las cosas se complican un poco.
A la hora de sus aventuras televisivas, Marvel ha tenido una suerte más dispar que con la exploración de su cada vez más amplio Universo Cinematográfico. Daredevil y Jessica Jones fueron sus productos más logrados; Luke Cage tropezó con su propia morosidad narrativa, y Iron Fist fracasó en el casting que eligió al inexpresivo Finn Jones como protagonista. The Defenders, el crossover que unió a los cuatro vigilantes inadaptados, estuvo bien pero con altibajos. Y el destino de todos ellos quedó unido a los movimientos de la industria, ya que el anuncio del lanzamiento de una plataforma exclusiva de Disney para este año llevó a la cancelación de las series hasta el momento ligadas a Netflix.
En ese panorama enrarecido llega la segunda temporada del producto más hiperviolento ideado por la casa de los Avengers, protagonizado por un “héroe” sin “súper”. Como definió Bernthal en 2016 a la revista GQ, “Castle no tiene una maldita capa, no tiene superpoderes. Es un fucking padre y marido torturado que vive en este increíble mundo de oscuridad, pérdida y tormento”. Si los showrunners erraron a lo grande en Iron Fist con Jones, con el ex Shane de The Walking Dead acertaron un pleno lleno de fichas. Bernthal destila las dosis justas de amenaza física y dolor existencial, un ex soldado de turbio pasado en las black ops de los Marines que, entre la participación en Daredevil y su primera temporada, logró vengar las muertes de su esposa e hijos. Pero la revancha lo dejó vacío y, peor aun, con una no muy bien escondida adicción a la violencia. Nacido del comic creado por el guionista Gerry Conway y los ilustradores John Romita Sr. y Ross Andru –con la supervisión del mismísimo Stan Lee–, The Punisher es como un Batman a rostro descubierto que hace honor a su nombre y aplica una particular idea de la Justicia. Y el verbo “aplica” da una muy pálida idea de su contundencia para hacerlo.
Es por eso, y no solo porque la ausencia de conflicto haría imposible producir trece episodios, que lo que sucede a partir de ese fatídico minuto 35 es un choque de trenes que se veía venir. Una adolescente (Giorgia Whigham) es amenazada por una banda de matones superprofesionales, y esa es la excusa perfecta para que Frank accione el interruptor de Modo Punisher y empiecen a caer cadáveres a diestra y siniestra. A la altura del tercer episodio (y tras un fenomenal homenaje a Asalto al Precinto 13), será la misma Amy –que a pesar de su edad luce curtida en cuestiones delictivas– quien le saque la ficha a su protector y comprenda que fue utilizada como cebo, como una manera de atraer más muñecos para que Frank se ejercite un poco. Bien al estilo de las series modernas, The Punisher busca que el espectador empatice con personajes de moral discutible. Y lo consigue porque a pesar de todo el Castigador no buscó estar en medio de semejante desastre, y “los otros” son tan malos, y Castle produce una coreografía tan atractiva de golpes y balazos, que la ficción produce un efecto encantador, casi catártico. La manera en que le deforma la cabeza a un enemigo en un gimnasio con una pesa es tan bestial, tan chocante, que se acerca al cartoon. Está claro que no es la serie que uno pondría a ver a un niño, y que su mensaje está lejos de ser edificante. Pero no está mal que el menú de consumos televisivos incluya una porción de delirio ultraviolento, de ésos que pueden verse dejando el cerebro en un frasco.
A medida que avanzan los capítulos, la trama se espesa. Porque detrás de Amy y sus fotos comprometedoras anda John Pilgrim (Josh Stewart), un fanático religioso cuyas acciones relativizan bastante su vestimenta de pastor. Y de manera paralela se desarrolla la inacabada historia de Billy Russo –el ex compañero militar a quien Castle desfiguró contra una vidriera en el finale de la primera temporada– y la extraña relación con su terapeuta, y la agente de Seguridad Nacional Dinah Madani (Amber Rose Revah) y su ambivalente postura con respecto a The Punisher, que puede sembrar de muertos un bar y un motel y salir bien librado frente a las autoridades... básicamente porque en todos los registros figura como muerto. Por allí reaparece también la rubia Karen Page (Deborah Ann Woll), gran comodín del universo televisivo Marvel, cuyo propio pasado la acerca a las oscuridades de Castle. Sobre esos personajes, tramas y subtramas, y a pesar del tono a menudo excesivo de la violencia desplegada, vuelve a flotar algo que ya estaba presente en la primera temporada, el debate sobre el control de armas –o más bien la falta de él– en los Estados Unidos, el complejo militar–industrial que alimenta las guerras en lugares remotos y la indefensión en que caen los ex combatientes una vez que sus servicios pierden sentido. Vista con ojos críticos, The Punisher parece otro ejercicio más de acción para las masas en la era de abundancia audiovisual; pero en el retrato del atormentado, desesperado Frank Castle y sus enemigos hay, también, un registro del grado de locura que puede producir el afán de poder. La historieta (casi) siempre tiene múltiples dimensiones.