Pablo, de Robin Hood y todo de verde, ensayó otra vez la mejor manera de llevar el sombrero, acomodó la pluma (también verde) y se admiró un rato más frente al espejo. Dijo: ¿no es bárbaro? Él asintió con envidia e inclinaciones de cabeza y tuvo que hacer un esfuerzo brutal para no pedirle que, al menos, le dejase probar el sombrero. Pablo le dijo que Carlos iría de Zorro y le preguntó que él de qué. Él dijo que no sabía y pensó en el aviso de “Casa Lamota, donde se viste Carlota”. Toda vez que pensaba en “Casa Lamota” de inmediato le surgía la otra parte del aviso: “Donde se viste Carlota”. ¿Quién podría ser Carlota? ¿Qué personaje importante sería para estar en todos los avisos? ¿Cuál sería su disfraz? Carlota esbelta bailarina rusa, él fornido cosaco; Carlota recatada dama antigua, él valeroso mosquetero. No había Carlota para el que se disfrazara de Zorro, tampoco para el que se disfrazara de Robin Hood y menos aún para el que se disfrazara de Hijo del Sheik que, pese a quedarse sin Carlota, era el que más le gustaba: un bombachón árabe, un turbante rojo en la cabeza, cimitarra en la mano y barba y bigotes en la cara, a fuerza de corcho quemado.
La madre dijo que no, que no insistiera, que él sabía muy bien que el tío Cosme odiaba esas fiestas, que qué significaba eso de andar disfrazándose: pura vanidad y pura mentira. El quiso explicar que Pablo de Robin Hood y Carlos de Zorro, pero la madre era inflexible y Pablo y Carlos eran los atorrantes del barrio. Te dan la mano y te tomás el brazo, dijo la madre, que una cosa es que te deje ir a jugar alguna vez y otra que pretendas disfrazarte como ellos.
Mamá no quiere que me disfrace porque el tío Cosme lo prohíbe, y después buscaría el Billiken, mostraría al Hijo del Sheik y repetiría lo del tío Cosme. Lo ensayó toda la mañana, pero cuando llegó el padre sólo dijo: el tío Cosme no quiere y a mí me gusta éste y todos los chicos se disfrazan. El padre preguntó qué era eso de que Cosme no quiere y la madre repitió lo de la vanidad y la mentira y dijo algo de los atorrantes del barrio. Al padre pareció no importarle, porque otra vez quiso ver el Billiken y saber cuál era el disfraz. El señaló al Hijo del Sheik, el padre lo miró un rato y preguntó por qué era tan caro. Él no supo qué contestar pero comprendió que ya no Hijo del Sheik, y eso que ése era el más barato. Y por qué no éste, dijo el padre, y señaló el de Pirata. Se lo podés hacer vos, dijo, y señaló a la madre. Yo me encargo de hacerte la espada, dijo, y señaló la cimitarra del Hijo del Sheik.
Salió mejor de lo que él esperaba. Algunos metros de satén negro, que la madre tenía guardados por ahí, alcanzaron justo para los pantalones desgarrados y la camisa con remiendos de utilería. También la cimitarra era de utilería, de madera, pintada color acero y sobre el acero de la hoja algunas manchas de esmalte rojo, rastros de sangre del último combate. Acarició el arma con orgullo, su padre se había esmerado: era superior al arco de Robin Hood y a la espada del Zorro, una cimitarra casi real, lograda después de cruenta lucha con la sierra, la lija y el formón, sacrificando la hora de descanso en el taller, o, si se prefiere, conquistada en pleno Mediterráneo, cuando se cruzaron con el galeón del Hijo del Sheik, que parecía salido de las páginas del Billiken. No pudo conseguir el traje de Hijo del Sheik, pero al menos conquistó su cimitarra. Ahora había que anudar un pañuelo rojo en la cabeza y colgar un aro en una sola oreja. Entre los aros de fantasía de su madre buscó el que más se adecuaba a Sandokán. ¿Y en los pies? Consultó el Billiken. No había duda: grandes botas negras, con los bordes doblados hacia afuera. No tenía botas, tendría que pensar en un pirata descalzo: los pies curtidos en mil tierras y mil batallas. No convencía: Sandokán usaba botas. Ponete las zapatillas blancas, dijo la madre y dijo que podían combinarle con lo negro del traje. El prefirió no contestar. Otra vez pensó en las mil tierras y en las mil batallas y pensó que no se atrevería a ir descalzo por la calle: eso era de indios, no de piratas. Cualquier cosa, menos las zapatillas blancas. ¡Un pirata en zapatillas! ¡Antes se dejaba caer del palo mayor! ¡Voto a bríos!
El padre propuso sandalias, como el Hijo del Sheik, y señaló el dibujo. Efectivamente, el León del Desierto calzaba sandalias muy parecidas a las que una vez le regalaran a él y que él jamás se quiso poner: eran de marica. Tendría que replantear ese juicio, remontar de nuevo el Mediterráneo, buscar el galeón del Hijo del Sheik y entablar otra batalla: Sandokán está descalzo y necesita esas sandalias. Se las probó y, aunque no lo terminaron de convencer, era mejor que andar de zapatillas o descalzo.
La madre dijo que los bigotes se los pintaba ella, y también las patillas y una barbita. Igual a la del Diablo, dijo, y en ese momento, como caído del cielo, apareció el tío Cosme. Se hizo difícil explicarle que no había maldad en el disfraz, tampoco vanidad, claro, que los otros chicos también se disfrazan y él pide y qué nos cuesta darle el gusto. El posible Sandokán escuchaba de pie y en silencio, aún no le habían crecido ni el bigote ni la barba y comenzaba a sospechar que quizá no le crecerían nunca, al menos en corcho quemado.
El padre preguntó qué tenía de malo disfrazarse y el tío Cosme dijo que no era necesario repetirlo, que si alguna vez lo hubiese escuchado ahora no preguntaría eso. ¿Qué es lo que está pasando en esta casa?, dijo. El padre no dijo nada pero, pacientemente, comenzó a quemar el corcho en el mechero del gas. ¿Eso es todo?, preguntó y con torpeza inició el bosquejo de una patilla sobre la cara de un futuro Sandokán que aún no entendía mucho, pero ya se sabía vencedor. Un Sandokán que, todavía sin barba, miraba desafiante al tío Cosme mientras, con gesto casi erótico, ofrecía la cara para que su padre le creara unos bigotes, más de napolitano que de pirata, y una barba que se parecía a la del Diablo. El tío Cosme miró a su hermana, pasó por alto a su sobrino pirata y a su cuñado rebelde, dijo algo que Sandokán no oyó y se fue, indignado.
Todo por tu culpa, dijo la madre y señaló al flamante Sandokán quien, cimitarra en mano, se miraba frente al espejo. Lo único que falta es que se junte con esos atorrantes, oyó que decía su madre y pensó que no podría ir todo el tiempo con la cimitarra en la mano. Que no es necesario que te diga quiénes son esos, dijo la madre. Sandokán asintió con la cabeza y pensó que no existen vainas para cimitarras, que tendría que cruzarla en el cinturón, como el Hijo del Sheik. Que me gustaría saber adónde piensan ir, dijo la madre y Sandokán se dio cuenta de que no tenía cinturón. Y me gustaría saber a qué hora piensan volver, dijo la madre. Sandokán cambió la cimitarra de mano y pensó que era inútil remontar el Mediterráneo, el Hijo del Sheik esta vez no podría sacarlo del apuro: el León del Desierto sujetaba su bombachón con una gran faja que, por más esfuerzo que se hiciera, nada tenía que ver con el Tigre de la Malasia. Me gustaría saber a qué hora piensan volver, repitió la madre. Al corso, dijo Sandokán y dijo que le faltaba el cinturón. ¿Te das cuenta que ni siquiera escucha?, dijo la madre y el padre dijo que sí, que bueno, que a más tardar a las nueve. La madre dijo que al fin de cuenta Cosme tiene razón. El padre miró a Sandokán y dijo que no le fallase, que a las nueve en casa. Sandokán dijo que sí con la cabeza e insistió con que le faltaba el cinturón. Esperá, dijo la madre, fue hasta el dormitorio y regresó con un ancho cinturón negro que parecía especialmente hecho para Sandokán. Era de tu tía Clelia, dijo mientras se lo sujetaba, cuidalo. El Tigre de la Malasia estuvo a punto de gritar ¡Adelante mis valientes!, pero sólo dijo que sí y corrió en busca de Robin Hood y del Zorro.
Hubo risas, hubo corso, hubo papel picado y serpentinas. Después Robin Hood y el Zorro propusieron ir el parque Lezama. Era la primera vez que Sandokán entraba en el parque a la hora de las parejas, se hacía inquietante descubrir las sombras: cuerpos apretados, besándose y acariciándose en silencio y perezosamente. Todo oscuro y todo callado y entonces, ¿por qué negarlo?, pese a ser el Tigre de la Malasia sintió algo de miedo: era un parque distinto al de las tardes o las mañanas, a pleno sol. Por fortuna, Robin Hood y el Zorro estaban con él, no había nada que temer, salvo al guardián que apareció de pronto y, sin impresionarse por estar frente a tan legendarios personajes, preguntó qué hacían solos en el parque y a esa hora de la noche. Sandokán recordó que habían dejado el corso a las ocho y media. Son casi las diez, dijo el guardián y el Tigre de la Malasia sintió algo en el estómago.
Robin Hood y el Zorro no comprendieron la excitación de Sandokán y esa imperiosa necesidad de volver a casa ya mismo, sin perder un minuto. A casa rápido, aunque Robin Hood y el Zorro se burlasen de Sandokán, se rieran de este pobre pirata que camina en silencio, sin hacer caso a las burlas, convencido de que acaba de traicionar a los suyos y convencido de que nunca entenderán que el Tigre de la Malasia es incapaz de traicionar a nadie, y menos aún a su padre, que hace más de una hora está en la puerta de calle, esperándolo.
Sandokán se queda mudo frente a un padre que, desconsolado, le pide la cimitarra. Sandokán se la entrega. El padre primero la sopesa, como si en ese trozo de madera estuviese la explicación de todo, y después, de un solo golpe, la parte contra la rodilla. Lo que había costado una dura batalla en el Mediterráneo, o la hora de descanso en el taller, va a parar al cordón de la vereda. El padre la tiró ahí y ya rota no sirve ni para el Hijo del Sheik ni para Sandokán que, sin decir palabra, agacha la cabeza y entra en la casa. Muy poco puede hacer el Tigre de la Malasia sin su cimitarra y entonces casi no tiene importancia que le pidan el cinturón. También le han ordenado que se quite la ropa y ahí está, entregando el pantalón y la camisa de satén negro, con remiendos de utilería, el pañuelo rojo que envolvía su cabeza y el escandaloso aro que colgaba de su oreja izquierda. La madre guarda el aro y el pañuelo; después, ferozmente, destroza el pantalón y la camisa que pertenecieran a un Sandokán que mira en silencio y en calzoncillos. Una mano empuja hacia el baño al que fuera el Tigre de la Malasia. Allí, a fuerza de agua y jabón, también le quitarán las patillas, el bigote y la barba. Sólo las sandalias le han dejado, que era lo que menos quería del disfraz.