Mientras nos enteramos de que el gobierno nacional concretó la adquisición de 300 pistolas Taser para las fuerzas de Seguridad Federal, destinadas para el uso de efectivos que presten servicios en aeropuertos y trenes, el Gobierno de la Ciudad no quiso quedar rezagado y ya anunció su adhesión para que la policía del distrito las utilice en el subterráneo metropolitano. Según trascendió, cada arma tendría un costo de 3 mil dólares.
Como parte de una estrategia dirigida a un segmento de población que se percibe receptivo a estas iniciativas, el gobierno federal y el de la Ciudad optaron por ideologizar y descalificar distintos alertas formulados por los organismos de derechos humanos, sin siquiera abrir un debate serio.
Según un informe de Naciones Unidas para la Paz, el Desarme y el Desarrollo en América latina y el Caribe (Unlirec), las Taser son armas “menos letales, que utilizan una descarga eléctrica para anular el sistema nervioso central y provocar una contracción involuntaria del tejido muscular”. Además, sostiene que las armas menos letales (AML) son dispositivos diseñados para generar un efecto específico e intermedio que permita neutralizar o incapacitar temporalmente objetivos en situaciones de riesgo medio, reduciendo la probabilidad de una fatalidad.
Con la creación de la Policía Metropolitana en la CABA, bajo la gestión de Mauricio Macri se inició el debate sobre su uso. La intención fue adquirir una cantidad acotada que permitiera probarlas en casos especiales. Gran parte de la sociedad y organismos de derechos humanos reaccionó al manifestar que se trataba de un elemento de tortura como el de las picanas utilizadas en la dictadura militar. El Comité de las Naciones Unidas contra la Tortura sostiene en diferentes informes que realiza sobre los países en los que estas armas se encuentran en uso, “considerar la posibilidad de dejar de utilizar armas de descarga eléctrica llamadas Taser”. Pero, en caso de usarlas, se realice en situación extremas o límite. Su uso, señala, “causa un severo dolor que constituye una forma de tortura”.
Datos oficiales de Amnistía Internacional indican que hubo más de 600 muertes en EE.UU. desde 2001, en tanto en Reino Unido fueron usadas contra 431 menores, sólo en 2013. Además, otros estudios revelan que los efectos de la descarga eléctrica en humanos, en muchos casos, genera hernias, dislocaciones en tendones, fracturas o secuelas psicológicas. Resulta entonces cuanto menos, una medida controvertida, a cuyo debate no debemos escapar.
El “Reglamento General para el Empleo de las Armas de Fuego por parte de los miembros de las fuerzas federales de seguridad” –aprobado según resolución 956-2018 del Ministerio de Seguridad–, como advertimos en su momento, no asume los principios: de oportunidad, por el cual la fuerza se usará cuando los demás medios legítimos resulten ineficaces y no acarree consecuencias más lesivas; de proporcionalidad, por el cual el uso de la fuerza se resuelve en relación con la gravedad del delito y el objetivo a salvaguardar; de legalidad, que incluye la adecuación a los tratados internacionales de derechos humanos, y de responsabilidad, en donde el personal debe rendir cuentas por cada acción. Omite también cualquier precisión respecto del uso del arma fuera del horario de servicio.
Cuando se justifica la incorporación de Taser para reemplazar las de alta letalidad a los fines de evitar muertes, el requerimiento es que se realice bajo estrictas condiciones, directrices y protocolos de uso racional y progresivo de la fuerza, del uso de armas letales y menos letales. La decisión de comprar Taser indefectiblemente se debe acompañar de una discusión profunda sobre los protocolos de uso de la fuerza e instancias de capacitación y entrenamiento.
No estamos seguros de que esto suceda. Los discursos y medidas del Poder Ejecutivo se han orientado a alentar el uso de armas de fuego (policial y civil), a evitar que las fuerzas de seguridad rindan cuenta de sus acciones, a elevar los riesgos y amenazas a la vida y a avanzar sobre el Poder Judicial, en tanto limita su capacidad de ejercer control jurídico sobre el accionar policial.
Estas decisiones revisten un escenario con mayores niveles de violencia estatal y social. Como ejemplo: la disolución del Programa del Uso de la fuerza que incorporaba líneas de acción para controlar, auditar y proponer doctrina y estrategias de capacitación y formación en el marco del paradigma de seguridad democrática.
La concepción del enfrentamiento cara a cara entre agente y delincuente como único paradigma omite el 95 por ciento de la construcción del policía, dejando de lado la inteligencia criminal, la investigación, la disuasión, el uso de otras tecnologías, entre otros ítems. En un contexto de securitización, de corrimiento de los límites en el uso del arma de fuego y de absolutizar la respuesta punitiva, nos encontramos frente a la posibilidad de tener un festival demagógico y poca política de seguridad de fondo.
* Defensor adjunto de la Ciudad de Buenos Aires.