La primera imagen de Inferno (1980), dirigida por Dario Argento, es la de un cuchillo afilado, resplandeciente y en primoroso plano detalle. Un recordatorio de otros filos y de otras tantas muertes pretéritas. Pero ese acerado instrumento en particular es utilizado, casi de inmediato, para un fin mucho más trivial y menos tremebundo: cortar las páginas de un libro que, a pesar de la antigüedad de su edición, jamás ha sido hojeado con anterioridad. Mucho menos leído. Las tres madres, firmado por un tal E. Varelli, es prologado con estas intensas y misteriosas palabras: “Mater Suspiriorum, la madre de los suspiros, es la más antigua y la más sabia de las tres madres. Su nombre es Helena Markos. Ella también es conocida como la Reina Negra. Mater Tenebrarum, la madre de la oscuridad, es la más joven y cruel de las tres madres. Su verdadero nombre no es conocido; su casa se encuentra en la ciudad de Nueva York y fue bautizada en 1910. Por último, Mater Lachrymarum, la madre de las lágrimas, la más hermosa y poderosa de las tres madres. Como en el caso de Tenebrarum, su verdadero nombre es desconocido y su hogar aparenta estar en Roma”. Quien lee es Rose, una curiosa joven estadounidense que, a partir de ese momento, se transforma aparentemente en la protagonista de Inferno, secuela entre varias comillas de Suspiria (1977). Ambos relatos y el de la futura La tercera madre (2007) están unidos por la inquietante presencia entre bastidores de una de las tres fantasmagóricas figuras descriptas en el volumen. La noticia, aparecida hace unos tres años, de que el italiano Luca Guadagnino se disponía a encarar una remake de la obra maestra indiscutida en la filmografía de Dario Argento generó de inmediato todo tipo de reacciones: intriga, excitación, escepticismo, incluso el rechazo anticipado. Los extremos podrían definirse de la siguiente manera. Extremo a) Resulta interesante que un realizador en apariencia tan alejado del horror cinematográfico, celebrado por la delicadeza y la sensibilidad con la cual describió el nacimiento del deseo sexual en una película como Call Me By Your Name, haya decidido morder la carne sanguinolenta de un clásico del terror de los años 70. Extremo z) Suspiria es intocable y nadie debería acercarse a sus misteriosos y secretos pasillos, a su insondable despliegue de artificios visuales y sonoros, a la seductora trampa que intenta destruir a la joven Suzy Bannion, so pena de que los guardianes del honor fílmico echen un maleficio milenario sobre su descendencia. En medio de esos dos límites, desde luego, todas las posibilidades existentes.

El estreno mundial de la nueva Suspiria durante la última edición del Festival Internacional de Cine de Venecia dejó en claro varias cosas. Por un lado, que no se trata de una simple remake. Incluso, es posible que no lo sea en absoluto. Lo que sobrevive de la película original en la creación de Luca Guadagnino –además de la similitud del nombre de las protagonistas– es la excusa narrativa central: una escuela de ballet en Alemania (antes Freiburg, ahora Berlín Occidental) como centro de actividades de una cofradía de brujas, comandada desde las profundidades por la Reina Negra: Helena Markos o, como se la conoce en estricto latín, Mater Suspiriorum. Con Suspiria, Dario Argento dejó de lado momentáneamente los placeres del giallo, ese género italianísimo (tan italiano como el espagueti western), bello y bastardo híbrido del whodunit británico y el terror psicológico –por vía del asesino enmascarado, literal o metafóricamente–, padre putativo del futuro slasher y reino natural de las psicopatías sexuales y traumas de la infancia regresando con ansias de venganza. Luego de la célebre trilogía de los animales (El pájaro de las plumas de cristal, El gato de las nueve colas, Cuatro moscas sobre terciopelo gris) y la magnífica Rojo profundo, universos de asesinos y asesinas escondidos hasta la última escena detrás de cortinados, pinturas y dibujos infantiles, Argento se metería de lleno con lo sobrenatural, tomando en préstamo algunos conceptos sobre el mundo de los sueños publicados en el Suspiria de Profundis de Thomas de Quincey. El resultado fue y sigue siendo insuperable: las enseñanzas de ese pionero y abre caminos llamado Mario Bava (el director de La máscara del demonio y Bahía de sangre) y las viejas historias de casas embrujadas fueron recubiertas por un diseño de arte majestuoso, orgullosamente kitsch, renovando los trucos del terror gótico con un despliegue multicolor de sangre derramada. Y, desde luego, una inolvidable banda de sonido, cortesía de la banda de rock progresivo Goblin. Suspiria 2018 es, en ese sentido, casi todo lo contrario, al menos hasta el rojísimo y excesivo climax subterráneo: la paleta de colores elegida por Guadagnino es lavada y los pasillos y habitaciones, lejos del rococó de la versión original, remiten a la descascarada unión de la pintura ocre satinada y la fórmica con evidentes marcas de uso. La música, esta vez, llega de la mano del líder de la banda Radiohead, Thom Yorke, una serie de composiciones etéreas y, por momentos, hipnóticas que, sin previo aviso, pasan de lo delicado a lo ominoso. De todas formas, si algo no intenta ser Suspiria según Guadagnino es realista. Aunque en ella convivan el horroroso relato de una posesión con las violentas actividades de la Fracción del Ejército Rojo y el recuerdo en carne viva del Holocausto.

Mujeres, maternidades, máscaras

“Si no tomamos en consideración ese cliché que afirma que una madre es una persona que cuida y nutre y está unida a su rol de crianza, podemos ver que la relación entre una madre y su hijo tiene una capa mucho más compleja. Entonces, es posible decir que una película en la cual alguien desea nacer de nuevo y matar a su hija para poder lograrlo es, de alguna manera, una descripción real de la maternidad. En mi opinión, los años 60 tuvieron que ver con el concepto de ‘matar al padre’. Eso cambió en los 70 y se transformó en ‘matar a la madre’. Esa fue mi inclinación y lo que quise reflejar en Suspiria”. Las palabras pertenecen a Guadagnino, en entrevista con la revista digital Vulture. Esa es sólo una de las grandes ambiciones de esta película enfocada en el cuerpo de la mujer como origen de infinitos secretos y poderes. Los hombres no tienen demasiado lugar en la historia (con la notable excepción de un personaje que, como se verá, lo es solamente en apariencia) y cuando un par de policías berlineses ingresan a la academia para investigar la desaparición de una alumna, terminan siendo el objeto de intensas burlas, en una de las escenas más inesperadas. No es casual, por otro lado, que la mofa tenga como destino el centro físico de la virilidad, transformado en simple apéndice, en fláccida nimiedad. El cuerpo de las bailarinas, en cambio, es poder en estado puro, potencia latente y efecto creador y destructor. También el de las brujas, escondidas bajo la fachada de la institución, que aquí, a diferencia del gradual descubrimiento de la verdad que ocurría en la versión original, se revela y describe desde un primer momento: en los diálogos que se producen todas las mañanas durante el desayuno, en los cruces de miradas durante los ensayos. Revelación que se da apenas unos minutos después de que Susie Bannion (ahora con “s”, seguida por una “i” y una “e”) ingresa por primera vez al lobby del infernal edificio, situado justo enfrente de uno de los tramos del muro de Berlín, como ocurría en Posesión, la obra maestra de Andrzej Zulawski. Corre un 1977 atravesado por diversos actos de terror: bombas explotando en la cercanía, el suspenso de la famosa toma de rehenes del vuelo 181 de Lufthansa, el cautiverio de la cúpula de la banda Baader-Meinhof. Y la presencia de David Bowie en la ciudad, grabando el segundo capítulo de su trilogía berlinesa, en cuadro gracias a un poster colgado en uno de los dormitorios del internado. Esta nueva Suspiria también es artificio: como las bailarinas, la cámara baila con movimientos precisamente calculados, en travellings veloces o acercamientos de zoom que remiten a otras eras. La reconstrucción de un momento de la historia recreada a través del filtro deformante de la fantasía, un elegante abordaje a un género tantas veces desestimado. Las apuestas son altas y el director de Melissa P. y A Bigger Splash sale airoso en líneas generales, aunque el arriesgado salto sin red de contención lo deje varias veces al borde del suicidio creativo. 

Luca Guadagnino adora el rostro de Dakota Johnson, a quien ya había dirigido en A Bigger Splash. Es algo que resulta evidente al ver su última película y, además, lo ha expresado abiertamente en varias entrevistas. Afirma, también, que al apreciar sus facciones durante el rodaje no podía sino ver reflejadas las de su abuela, la actriz Tippi Hedren. La estrella femenina de la saga de Grey y sus decenas de sombras, la hija de Melanie Griffth y Don Johnson, es una Susie Bannion pelirroja y nada cándida, muy diferente a la Suzy Bannion interpretada por Jessica Harper (quien tiene aquí un papel secundario cerca del final, sin relación alguna con el del film de Argento). La nueva Susie, nacida en el seno de una familia de menonitas, podrá haber sufrido en el pasado diversas formas de represión, pero ya instalada en la capital alemana tomará por asalto la estructura e intensidad de la obra que se está ensayando para una última representación, la despedida final: la pieza “Volk”, creada por una de las maestras (y brujas de mayor nivel) tres décadas atrás, luego del final de la guerra y la caída del Reich. Su amiga Sara (Mia Goth, como Johnson, otra modelo y actriz) será testigo de la notable transformación de su carácter y personalidad luego de ocupar el rol principal, en reemplazo de Patricia (Chloë Grace Moretz), la chica que ha desaparecido misteriosamente. También hay rostros cinematográficos venidos de tiempos lejanos, guiños cinéfilos u homenajes al talento (o ambas cosas), entre otros el de la holandesa Renée Soutendijk, la femme fatale de El cuarto hombre, de Paul Verhoeven, y el de la alemana Ingrid Caven, actriz de Visconti y de Fassbinder, con quien además estuvo casada. Suspiria va ingresando muy lentamente en los horrores de la piel, la carne y los huesos. Cuando finalmente cruza el umbral, lo hace con una secuencia de danza duplicada en sendos espacios, el concepto de posesión explicitado bajo la forma del doble, el sujeto transformado en objeto, el ser humano en marioneta. Quien observa con delectación todo lo que está ocurriendo es Madame Blanc, uno de los tres personajes interpretados, abierta o secretamente, por Tilda Swinton, actriz recurrente en la filmografía del cineasta italiano (esta es su cuarta colaboración). Además de darle vida a una de las maestras/brujas de la institución, la actriz de Orlando –elevando la apuesta de los multi roles encarnados en la película de Sally Potter– interpreta aquí a un anciano psicoanalista que, durante la primera escena, intenta desentrañar los misterios de la mente de Patricia, quien rápidamente será tragada por la arquitectura berlinesa.

En una particular estrategia artístico-publicitaria, la secuencia de títulos de la copia exhibida en Venecia el pasado mes de septiembre afirmaba que el rol del doctor Josef Klemperer había estado a cargo de un actor debutante en la pantalla llamado Lutz Ebersdorf. Más de un periodista acreditado sugirió que, en realidad, quien estaba detrás de una compleja máscara de látex era nada menos que Tilda Swinton, pero tanto la actriz como el realizador salieron a desmentirlo, reforzando la idea con la creación de un perfil falso en el sitio especializado IMDb. Allí se afirmaba que el actor había nacido en Munich en 1936 y que, a lo largo de su carrera, había creado un grupo de teatro experimental llamado Piefke Versus, además de actuar en un puñado de cortometrajes amateurs ahora perdidos y dedicar varios años a la práctica del psicoanálisis kleiniano. La charada se mantuvo durante algunas semanas, hasta que Swinton admitió haber pasado una gran cantidad de horas en la sala de maquillaje, sentada en posición de firme, mientras los especialistas aplicaban las múltiples capas que le daban forma final al rostro masculino. En una clásica vuelta de tuerca al asunto, la actriz afirmó que si los periodistas le hubieran preguntado por su interpretación de Lutz Ebersdorf, en lugar de la de Josef Klemperer (es decir, sobre el falso actor y no el personaje), habría respondido sin dudarlo que se trataba de ella. Para Guadagnino, Suspiria es una película “sobre la identidad femenina y hacer que Swinton interpretara el único papel masculino significativo era una manera de asegurar que siempre existiera un elemento de femineidad en su centro. Es una película de tonos fantásticos y para mí era muy importante no seguir estrictamente las reglas”. Swinton tiene además un tercer rol en la película, el de la bruja Helena Markos, que también soporta una gruesa capa de maquillaje corporal de tonos putrefactos, con anteojos de sol a tono. A esas tres personificaciones, que hacen de su responsabilidad actoral una suerte de unipersonal oculto, podría sumársele una cuarta, fugaz y secreta: por momentos, la actriz parece estar imitando algunos gestos de David Bowie, a quien encarnó formalmente en el videoclip de la canción “The Stars (Are Out Tonight)”.

Alemania años 70

En conversación con el crítico Alan Jones para el muy buen sitio de notas y entrevistas de la plataforma Mubi, Luca Guadagnino declaró que, al menos para él, la Suspiria original era tan importante para el cine italiano como 8 ½ de Fellini. “Nunca entendí esa separación entre lo que la gente llama ‘buen’ cine y una película clase B. El modelo narrativo que Dario se inventó para sí mismo lo transformó en el maestro más comprometido con lo superficial, con la superficie. Esa fue su forma, su ángulo, su arte y nunca iba a ser apropiado que yo imitara sus ideas sobre el cine o sobre el estilo. Lo que Dario generó en mí fue cierta libertad de pensamiento, una empatía de la emoción que llenó de apasionamiento mi aproximación al material. Soy un lector ávido de la historia alemana y amo el Nuevo Cine Alemán que produjo el cine de Fassbinder, Volker Schlöndorff y Wim Wenders. Por eso decidí que mi Suspiria transcurriera en 1977, el año en el que el film de Dario fue estrenado: eso me permitió ampliar el estilo de ese período artísticamente ambicioso y socialmente crítico e incluir eventos históricos como el secuestro del avión por el Frente Popular de Liberación de Palestina y el Grupo Baader-Meinhof. Quería canalizar el poder de esa generación de realizadores alemanes que utilizaba las armas del cine para mostrar las responsabilidades morales, éticas e históricas de su país. El combo de Dario Argento, el Neuer Deutscher Film, los años 70 tardíos y mi interés creciente en los eventos del siglo pasado impactaron en los tonos de fondo del guion”. Precisamente, el guion de David Kajganich –responsable del tratamiento de otra remake próxima a estrenarse, Cementerio de animales– entrecruza todas esas cuestiones con el relato central de la escuela de danza y sus oscuros secretos, a los cuales se les suma una historia de dolor y separación durante los años de los campos de exterminio nazi. La pertinencia (o todo lo contrario) de esa suma de elementos dispares seguramente será fuente de discusiones luego del lanzamiento en Argentina el próximo jueves 31, como viene ocurriendo en otros lugares del mundo donde la película ya se ha estrenado. Ambiciosa para algunos, posiblemente pretensiosa para otros, Suspiria es conscientemente excesiva. Ese es su juego y lo juega a fondo. Y es excesiva desde mucho antes que la secuencia de baile abierta al público termine con una fractura al cuerpo (de baile) y la ceremonia de toma de posesión en el subsuelo del edificio desemboque en una orgía de sangre y otros líquidos, humanos y no tanto. 

La madre ha muerto, larga vida a la madre.