Tom Pain es una obra singular por varios motivos. Uno es el tipo de código que establece con los espectadores: rompe la cuarta pared y hay momentos de mucha incomodidad, incluso de burla, de tomada de pelo. Pero como explica el actor uruguayo Rogelio Gracia –cuyo desempeño aquí es notable–, no es una incomodidad gratuita. Su primer unipersonal se sumerge en aguas difíciles. Profundas, filosóficas, existenciales. La vida de Tom podría ser la de cualquiera. Este personaje de traje simplemente comparte anécdotas de distintas etapas de su vida y puede llegar a convertirse en espejo del público. El humor y la dimensión existencial se retroalimentan. El trasfondo de la obra también la hace especial: el artista padecía una grave enfermedad cuando se aferró a este proyecto. Llegó a decir, incluso, que de no haber estado enfermo no lo hubiera encarado.
Tom Pain (basado en nada) es un texto del estadounidense Will Eno. Resultó finalista del Premio Pulitzer en la categoría de Drama en 2005. La puesta de Lucio Hernández es bien despojada; realza las virtudes del actor pero sin caer en derroches: sus posibilidades vocales (Gracia es locutor comercial), el trabajo corporal (un dato curioso es que los ensayos incluían prácticas previas de boxeo) y, muy fuertemente, el emocional. Dice la sinopsis que Tom es un hombre ordinario, dispuesto a compartir su historia y a convertir “su dolor en provocación”. En diálogo directo hacia el público, narra tres momentos traumáticos de su vida: la historia de una picadura de abeja, otra de un niño con su perro y una experiencia amorosa con una mujer. En varios momentos, lanza como flechas preguntas impactantes: “¿Cuándo se les terminó la infancia?” o “¿Qué pasaría si tuvieras un solo día de vida? ¿Qué harías?” “Es como un stand up fallido. Tom lo quiere hacer como si fuera un stand up, pero la vida le duele demasiado”, define el actor, de trayectoria en cine, teatro y televisión.
Gracia esperaba hacer unas poquitas funciones en Montevideo en el Teatro Solís, en 2017, pero el espectáculo continuó por otros Escenarios (Circular, El Galpón y Alianza), y participó de festivales en España, Chile y la Argentina. En Buenos Aires hizo una temporada en El Extranjero, también en 2017, y fue distinguida por los premios Teatro del Mundo. Actualmente se la puede ver en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960), los sábados a las 21. Próximamente volverá a España.
–¿Qué reacciones suscita en los espectadores este material?
–Han sido muy diversas. También influye el aforo de la sala. La hicimos en un espacio para 30 personas y en otro para 450. Siempre la clave está en establecer la comunicación con el espectador. En general la gente ríe y en momentos más angustiantes o profundos queda muda. Me sorprendo cuando una persona se pone a reír desbocadamente o cuando otro se pone muy contestador. El personaje interpela bastante. En general, la gente es conservadora, pero algún día te toca alguno que habla y habla y digo, “ya a este no le puedo hablar más porque se va la obra a la mierda”. No es convencional. Apunta a la experiencia más vivencial de lo que le pasa a ese personaje que está solo ahí y que tiene una historia de desamparo y desatención y la está remando.
–No es una obra amable con el espectador. ¿Cómo trabajó eso?
–Es muy peleadora. Eso no es para nada común. Yo me volvía loco leyéndola, porque me encanta ese tipo de juego en el teatro, pero pensaba “¿a quién le puede gustar además de a mí?”. En principio planteamos una temporada de cinco funciones en el Teatro Solís, y ahora vamos a hacer la función 63. Vamos por cuatro países diferentes y hay dos invitaciones para España. Es una obra juguetona con el espectador, a quien creo que le gusta incomodarse. El personaje está al borde: nunca le termina de faltar el respeto. El texto es inteligente, porque te da una cosa tan sensible, te mueve en un lugar tan íntimo y personal, que no juguetearon con vos gratuitamente. Te dejaron una experiencia que es como un tsunami.
–Conoció la obra hace mucho tiempo, pero la retomó en un período de enfermedad. ¿Cómo fue este proceso?
–Estaba ensayando una obra en Montevideo. Un tipo que trabajaba en la ONU, que veía teatro de varias partes del mundo, me trae a uno de los ensayos una página mal traducida de un comienzo de obra, y me dice: “la acabo de ver en Nueva York, es increíble, la tenés que hacer, es para vos”. Yo tendría 30 años. La leí, me pareció inquietante. Pedí el texto por Amazon, lo empecé a leer, es un huevo de leer en inglés, y dije “qué interesante”. Pero hasta ahí trabajaba con obras que me ofrecían. No tenía la capacidad de generar un proyecto. Fueron pasando los años y cada vez que me mudaba ponía ese texto arriba de una caja para no perderle la vista. Me hacía acordar a Beckett, que me gusta mucho. Lo quería tener en carpeta. Años después tuve que parar de hacer teatro. Tuve que hacer un tratamiento por un linfoma, que me puso muy débil. Y tuve que decir que no hacía más teatro hasta nuevo aviso. Pero como siempre fui muy inquieto y pensar en el teatro me distrae de otras cosas, ya pensaba en mi próximo proyecto. Y apareció Tom Pain.
–¿Cree que esta experiencia se filtra en su versión?
–No lo había visto así, pero seguramente forme parte del alma del espectáculo. Yo tenía la inocencia de nunca haber tenido una enfermedad de esas. No sabés si la seguís o no la seguís la historia esta… Indudablemente, la conexión que tenés en un momento así con temas existenciales, con las emociones, la verdadera conexión con vos mismo es inexplicable… los resonadores se activan de otra manera. Si bien estás rodeado de gente que te quiere estás en la más absoluta soledad, porque vivís de tu cuerpo para adentro y está pasando de todo ahí. Este proyecto lo tuve que generar yo: tuve que salir a negociar los derechos, la sala, ver cómo comunicarlo. Creo que sí, que está empapado de todo eso.
–¿Cómo fue el trabajo de composición del personaje?
–Bastante cómodo y fluido. Tuve una ventaja: antes de empezar los ensayos tuve una reunión con Will Eno, muy amena. Ya me había investigado todos los trabajos, porque antes de ceder los derechos te investigan de arriba a abajo. En un momento me dijo “vas a ser un muy buen Tom Pain”. Me dio un espaldarazo; seguramente lo haya hecho para transmitirme confianza. Estaba bueno para iniciar los ensayos tener el aval de un autor que venía siendo muy laureado. Luego, como con Lucio ensayamos de manera muy libre, sin un productor apurando, logramos una colaboración creativa. No es que él me decía cómo tenía que actuar. Hacíamos ejercicios que tenían que ver con contarnos historias el uno al otro. Cuando veíamos que alguno se conmovía, decíamos “esto es lo que hay que lograr”. Entonces, agarrábamos una parte del texto y yo lo contaba, pero sin memorizarlo. Un buen día se empezó a meter sola la obra. Y la fuimos testeando. La primera vez que la pasé entera fue para un grupo de 30 personas; nunca la hice solo. Entrené eso de que no estaba solo, sino que le estaba hablando a la gente. A los ensayos les sumamos entrenamiento de boxeo. Hacíamos una hora y media de boxeo y nos íbamos con Lucio a armar un mate, todos chivados a tratar de leer la obra, ya con el cuerpo muy despierto. Fuimos estableciendo un vínculo entre nosotros que no tenía que ver con el teatro. Hasta nos tuvimos que dar un par de sopapos y todo. Creo que esto también forma parte del alma de la obra.