Fred detuvo, asombrado, la mirada en un grabado de la revista, cuyo idioma no entendía. Greta Garbo, mirándose en un espejo, con la mano derecha inmovilizaba el cepillo con que se lavaba los dientes. A los costados de la fotografía, un pomo de piel de estaño derramaba un lago rosa de pasta dentífrica: Crystaldent.

La actriz, envuelta en una velluda robe de chambre, volvía la cabeza sonriendo con sus labios de pétalos de orquídea. Fred permaneció un instante inclinado sobre la revista norteamericana, luego, sentándose en la orilla de la cama, pensó:

“Es absurdo que Greta Garbo se preste para prestigiar la publicidad de una pasta dentífrica, Ninguna actriz que se respete llegaría a ese extremo. Salvo que haya tenido apuros de dinero. Pero ¿en qué se gastará lo que gana? Sin embargo ¿quién se salva de cometer actos estúpidos? Si yo, hace tres años, como pensaba, me hubiera puesto a estudiar inglés, mi situación sería algo distinta.”

Acercó más la cabeza al grabado. Indudablemente, la joven de la pasta dentífrica era Greta Garbo. Levantó los ojos para comparar la imagen del magazíne con una fotografía que él había clavado al muro hacía mucho tiempo. Era ella, con su cabellera de vidrio rubio, los párpados entornados, los ojos vueltos a la altura, los labios como pétalos de orquídeas, con el resorte de los besos roto para siempre, como si pretendiera en un anhelo inextinguible beber los goces que soplan las brisas en todas las direcciones del mundo.

Se repitió:

“Sufriría estrecheces económicas. Pero es absurdo. Quizás, en un momento oportuno, llegó una mañana un agente de publicidad, uno de esos promotores joviales que, ofreciendo gruesos cigarros, lanzan al mismo tiempo una máxima de comprensión fácil. Le habrá dicho:

“–¿Qué le ocurre, miss Greta? Pose para Crystaldent. Cien mil dólares ¿All right?”   

Retirándose de la mesa, Fred se apoltronó en un rincón de la cama. A pesar del orden, su cuarto daba la sensación de estar desmantelado. Observó de reojo el retrato de la actriz, clavado al muro, ensombrecido en las partes negras, y donde el hiposulfito del baño, que comenzaba a descomponerse, amarilleaba los claros, Y se preguntó por centésima vez:

–¿Qué hombre podrá ser amante de una mujer así? En ella todo es comedia. 

Donde ocurre algo extraordinario

–¡Comedia en mí!– repitió una voz.

Fred levantó precipitadamente los párpados.

La revista había caído al suelo. De las páginas abarquilladas, los planos de una vestidura vertical subían en el aire, como los faralaes de humo de un vestido astral. Sobre la gorguera blanca del vestido de raso negro florecía una adorable cabeza.

La reconoció inmediatamente. Era ella, con un gorrito de castor que dejaba escapar unos rizos anillados tras los lóbulos de las orejas. Entre las flores de sus pestañas, miraba al hombre del cuarto con una ligera horqueta de arruga en la frente, mientras que Fred, las manos apoyadas en el canto de la mesa, se inmovilizaba en su estupefacción. Greta Garbo sonreía descubriendo los dientes, los ojos verdegrises iluminados como por los residuos de un sol de viaje.

Fred repuso, sin saber lo que decía:

–No hable tan alto. La dueña de casa duerme en el cuarto de al lado. Es una vieja perversa.

Ella aun no había pronunciado una sola palabra.

Le miraba seria. Parecía encontrarse en una estepa de nieve. Fred recordó involuntariamente a Ana Karenine. La mujer giró bruscamente sobre sí misma y se detuvo frente a su fotografía, clavada burdamente al muro. Fred adivinó su pensamiento y trató de disculparse.

–Nunca he tenido suficiente dinero para comprarle un marco adecuado.

La actriz levantó la almohada. Fred, sonriendo, prosiguió mirando cómo ella la dejaba caer.

–Es un buen sistema para descubrir si las camas están limpias. Los insectos experimentan debilidad por las almohadas.

Por fin ella habló:

–¿Así que usted vive aquí?

–Esto es más siniestro que una cárcel ¿no?

–Sí.

Ahora ella había abierto la puerta del ropero. Curioseaba el interior, al tiempo que su cuerpo se balanceaba ligeramente, como si sobrellevara el recuerdo aun reciente de una danza agradable.

–Todos estos trajes son de invierno– comentó Fred. –Además están apolillados.

Greta Garbo miraba en redor.

–¿Busca sillas?– Señaló la suya. –Es la única que hay…   La dueña de la casa es una mujer mezquina.

Súbitamente, la voz enronqueció en el fondo de su garganta. Sus palabras brotaron más adentro y pensó:

“¿Es posible que no tenga nada que decirle? ¡Ahora que está aquí!”

Su voz, cuando habló, revelaba tal sufrimiento que la mujer del norte quedó inmóvil frente al ropero, con la espalda reflejada en el espejo.

–Esto es maravilloso y tristísimo– prosiguió Fred.– Usted, la mujer que suscita un sobrecogimiento en las multitudes de espectadores, está aquí. Aquí, con su cuerpo terrestre, con su rostro imposible de concebir junto al nuestro.

Salió de la silla, y tomándola de un brazo la hizo sentar a la orilla de la cama. Como al borde de un sueño, repreguntó:

–¿Será posible?

Greta Garbo miraba la punta de su zapato de raso.

–Estás aquí, humilde y triste como Susan Lenox, como Anna Christie, como la dolorosa amante de “Inspiración”. Y yo no sé qué decirte. Volcaría en tus oídos palabras maravillosas, ahora sé que las palabras devienen maravillosas cuando se dirigen a un fantasma, no a una mujer de carne y hueso. ¿Me escuchas?

Con las piernas cruzadas, apoyada en el respaldar de la cama, la mujer de cabello de cristal permanecía fría y distante.

Fred prosiguió:

–Me miras como un gato que ha robado un pescado ¿no? No me importa. ¿A qué has venido? Tu clima es otro, yo no entiendo tu idioma. Te detesto. Esa es la verdad. Te detesto.  No conozco a uno solo de tus admiradores que no tenga hambre de tu amor. Pero no para gozar de él, que eres flaca, huesuda e histérica, sino para tener la compensación de humillarte, el gusto de aplastarte. Con esa única moneda podríamos cobrarte la amarga admiración que sembraste en el corazón de todas las mujeres.

Greta Garbo lo escuchaba como si estuviera asomada al borde de un precipicio, con la sombra de una montaña en el rostro y a las espaldas un viento frío.

El recuerdo removía en Fred magnitudes de odio.

–¡Oh, ya sé! Si cualquiera te pudiera contemplar en este mísero cuarto de pensión, frente a estas fotografías manchadas por las moscas, con tu aspecto de viajera cansada, te compadecería.

Caminaba él lentamente de un punto a otro de la habitación.

–Ya lo sé. Te compadecerían. Correrían a ofrecerte un vaso de limonada, a cambiar las sábanas. Pero ¿por qué te estás con la cara caída hacia el suelo, Greta? ¿Es por humildad? No, no es por humildad. Se trata, simplemente, de que conoces la mecánica del odio, y esperas que la ráfaga de aborrecimiento se deshaga en el aire. Cuando yo haya derramado a tus pies todos los resentimientos que fermenta mi indignación, y esté agotado mi furor, levantarás el rostro, y tus brazos frescos y perezosos caerán sobre mis hombros. Así lo has hecho con los otros, y por eso te odio, porque nuestros rencores se derriten como la nieve sobre la flor de tus labios.    

La actriz no levantó los párpados. Miraba la punta de sus zapatos. Permanecía allí, triste, como al borde de un precipicio, en cuyas profundidades corriera un riacho negro.

Fred avanzó hacia ella, y dijo en voz baja cual si le comunicara un secreto:

–¡Hipócrita…   la más hipócrita y pérfida de todas las mujeres! ¡Provocadora! ¿Comprendes ahora por qué ellas corren como a un mercado a decorar por unas monedas las peripecias de tu existencia de celuloide? Porque, en cada uno de esos turbios episodios, ya seas meretriz, espía o demimondaine, ellas descubren las arterías de su propia vida. Por eso te aman y te exaltan. No podía ser de otra manera. Al final de cada aventura corre a tu encuentro un desdichado radiante que, cara al sol, convierte en éxtasis su ignominia, exclamando:

“–¡Te doy las gracias, oh Dios, de amar y poder recibir como una limosna la mirada de esta mujer que arrastró por los tugurios su belleza inmortal!”

“¿Te das cuenta, Greta? ¡Has tenido la virtud de trasmutar en belleza la basura del mundo! ¿No me contestas!? ¡Es claro! Resulta mucho más cómodo.

Fred encendió un cigarrillo y contempló, por breves instantes, cómo se apagaba en el espejo la llama del fósforo.

–Y, sin embargo, hay ilusos que creen en eso, ¡en tu amor!... Sin darse cuenta que jamás podrás amar a nadie, como no sea a tu éxito. Fuiste siempre tan rabiosamente egoísta, que el pecho se te ha quedado vacío de sentimientos. No me extraña que termines prestigiando un dentífrico. ¡Oh! Esto sí que es ridículo. Ridículo y espantoso.

Eres egoísta y dura como la mala piedra  contra la cual uno se hiere los pies en el camino. Tu codicia y la violencia de los gestos, y la falsa fiebre de tus ojos, con pestañas también falsas, y los desgarrados labios que se han quedado flojos e inertes de besar tantas bocas sin besos, se traducen en pieles, en collares, en viajes largos como sueños y en aplastamientos de corazones simples. Te has convertido en símbolo del siglo, Greta. Por eso merecerías morir apedreada en la orilla del mar, para que las aguas te purificaran. Aunque no…   Esa sería una muerte demasiado dulce para ti. Debían amarrarte a un poste, sobre un monte de leña seca, y como a las brujas de otros tiempos, quemarte viva. Y entonces, tus cenizas quedarían limpias.

Calló el hombre y, sentándose junto a la mesa, cargó la frente sobre los dedos de una mano.

La actriz desvió un bucle de sus sienes, avanzó hacia él, y de pie, inclinada sobre su hombro izquierdo, le habló como a un antiguo amigo:

–Todos los hombres que cayeron a mis pies y exclamaron: “¡Te doy las gracias, oh, Dios, de amar y poder recibir como una limosna la mirada de esta mujer que arrastró por los tugurios esta belleza inmortal!”, todos los hombres que yo enlacé por el cuello y apoyé amorosamente en mi cuello, todos los hombres, Fred, cuyas afiebradas frentes se enfriaron al roce de mis labios, me dijeron también esas palabras que tú pronuncias: que merecía ser apedreada o quemada viva. ¿Comprendes ahora? Y en este odio inextinguible hacia mí, radica mi grandeza. Este odio es mi esquiva belleza. No he conocido uno solo de los que bebió en mi boca, como en una taza de seda, los besos que evaporan el cerebro, que no haya querido destrozarme entre sus uñas, carbonizarme con un beso maldito. ¿Te das cuenta ahora, qué grande es tu amor, tesorito mío?

Fred protestó rabiosamente.

–No me llames tesorito…    –Luego, sin poder contener una sonrisa, murmuró:– Esto sí que es bueno.

La mujer del Norte, también sonrió:

–Por otra parte, yo no soy Greta Garbo.

Coincidencias apropiadas para cuentos        

–¿Usted no es Greta Garbo? ¿Y entonces?

–Soy la muchacha del aviso.

–Pero es idéntica a ella.

–Tan semejante, que a veces dudo si no soy la otra.

–Realmente, esta es una coincidencia apropiada para un cuento.

–¿Le molesta?

–¡Oh, no! De ninguna manera. ¿Cómo podría incomodarme semejante prodigio?

A su vez, ella se paseaba ahora por el cuarto, lanzando al aire las espirales del cigarrillo que fumaba.

–Un comerciante me descubrió el parecido con la actriz. Me contrató para su mostrador. En un mes las entradas aumentaron en un treinta por ciento. Cuando quiso prolongar el contrato, una casa de modas me ofreció veinte veces más que él. Trenes, entrevistas con managers…   mi carrera ha sido rápida, prodigiosa. Tengo contratos con usinas de productos químicos, con cadenas de grandes hoteles. Un balneario arruinado me contrató por una temporada, y la publicidad, hábilmente organizada, lanzó torrentes de viajeros a la playa desierta.

–¿No intentó el cine?

–¡Jamás!... Algunos gerentes de compañías me entrevistaron. Me negué en absoluto. ¿Para qué? Mi éxito es que tenga éxito. Ella.

–¿Ni la vanidad la tentó?

–¿Para qué la vanidad? He terminado por no saber si yo soy yo o ella. En mi guardarropas tengo toda la colección de trajes que ha usado Greta para filmar sus distintas películas. Adrián, el modisto de Hollywood, siempre me envía una copia de los modelos destinados a Ella. Como a Greta, me han fotografiado entre grupos de niñitas rubias con ramos de flores, como a Greta, me han fotografiado entre tahúres, ex hombres, marineros, traficantes de caucho, aventureros; como a Greta, los diarios me han reproducido pescando, jugando en la nieve, mirando, desolada, desde la borda de un navío, la costa que se difuma en el horizonte... He terminado por confundirme...; no sé si yo soy ella. A veces me parece que sí..., que soy greta Garbo, en uno de esos ataques de neurastenia que, semejantes a la neblina, velan los contornos de los sucesos reales.

–¿Y Ella..., la auténtica?...

–No sé…   , no quiero verla, no quiero saber nada de ella como mujer viviente. Dicen que sus pestañas son postizas, que sus pies son grandes, y su falta de inteligencia, mucha. Nada de eso me atañe ni me importa. Yo soy Greta, la Greta perfeccionada y filtrada a través del arte de los modistos, de los expertos de laboratorios fotográficos y de los fabricantes de pastas dentífricas. Y me basta. 

–Sí, puede ser suficiente.

Fred observaba el perfil de la mujer, el corte de la nariz, el ceño enérgico, los labios como rozados por una ráfaga de éter. Ella continuó:

–¡Qué me importa todo! ¡Me han querido tanto! ¿Lo sabes, hombre del cuarto de pensión? ¡Todos! Como si fuera ella. Y entonces, lo soy. Me han amado largamente. Los empleados que tienen una mujer desagradable, los solitarios, aquellos que cruzan el mar huyendo de una quiebra fraudulenta, los estafadores, los imaginativos. Ninguno quiso descubrir en mí a la mujer que hace la publicidad de un modelo de Gaster o de los perfumes de Nieber. Yo y la Otra nos hemos confundido en un único sueño. Y nos han amado todos, ¡hasta las mujeres!

Hablaba nuevamente, como si estuviera sentada al borde de un precipicio, con la sombra de una montaña en el rostro y a las espaldas un viento frío de distancia.

–¡Ser amada! ¿Sabes por qué me he desprendido de la página de la revista, hombre del cuarto de pensión? Porque tu amor me llamaba. ¡Sí, querido mío! ¡Tu gran amor! Te has pasado horas y horas, recostado al pie de la cama, mirándome a los ojos. Y cuando te decías: “Yo no podría quererla nunca”, era porque sabías que yo, o ella, o nosotras dos, no llegaríamos jamás hasta aquí, a tu lado. Y ahora, permíteme darte un beso.

Apoyada como estaba a la orilla de la mesa, se corrió a su centro. Fred levantó el rostro y aproximó la boca. Los pétalos de carne se adhirieron lentamente a los suyos, su alma era bebida entre un suspiro que se retenía con el hervor del corazón. El salado olor del mar cubría sus cabezas, los grandes ojos estaban tan cerca de los suyos, que él sintió que se perdía en ellos. De pronto un estrépito terrible resonó cerca de él, vio cómo la figura de la mujer se empequeñecía, hasta que al final una diminuta muñeca penetró entre las hojas de la revista, y entonces levantó la cara con sueño y sufrimiento. Un deleite se le había muerto.