Los familiarizados con la psicología seguramente conocen el modelo de Kübler–Ross sobre las etapas de los duelos. Son cinco: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. No es jueves, ni estamos en la sección especial del diario dedicada a la materia, pero nos tomamos la licencia: en tanto catástrofe social y económica el macrismo también provocó etapas similares en sus víctimas. Al igual que en la psicología, el orden y la separación entre las etapas no es necesariamente exacto, pero es posible ensayar una analogía social.
La primera etapa se pareció bastante a la negación. Su forma característica fue la incredulidad: ¿cómo fue posible que después de 12 años de avanzar, con todos los “peros” que quieran interponerse, en un modelo nacional–popular se haya producido una recaída neoliberal? La palabra clave que emergió durante esta etapa fue la “autocrítica”, expresión que no llegaba solamente a quienes efectivamente tuvieron responsabilidades de gobierno, sino que se hizo extensiva hasta para el último de los simpatizantes, también compelido a explicar lo que no le correspondía.
Va de suyo que cuando comenzaron a conocerse las medidas del nuevo gobierno que expresaban el profundo cambio en las relaciones de poder político y la victoria rotunda del viejo poder económico, no tardó en aparecer la ira, especialmente entre los más militantes que no miraban la política desde fuera. La ira no dejó títere con cabeza y el enojo fue también con la propia dirigencia, a la que se responsabilizó de “haber perdido” o por no haber hecho lo suficiente para ganar, como si el macrismo y el extendido bloque de poder que representa no hubiesen existido o fuesen un dato exógeno. El efecto social de la ira fue el realineamiento de la tropa. Muchos de quienes dudaban sobre la profundidad real de las transformaciones del gobierno precedente y sus limitaciones descubrieron el lado inequívoco que ocuparían en la llamada grieta. Fueron malos tiempos para Corea del Centro, mientras que la ancha avenida del medio se redujo a camino vecinal. Pero la ira no puede durar para siempre.
La etapa de negociación fue la calma después de la tormenta. Su apogeo puede situarse en 2017. El veranito preelectoral aportó cierto relax. Fue el tiempo de la reflexión más serena, de la “crítica cartesiana”, como comienza a llamársela por estos días. Se elaboraron racionalmente causas y efectos y se evaluó que sería la propia insustentabilidad económica del modelo la que arrasaría el proyecto cambiemita. La etapa tuvo expresión electoral. La campaña de la oposición se realizó en torno de los agredidos por el modelo.
La cuarta etapa, la depresión, llegó en diciembre de 2017. Fue un momento de zozobra del que todavía aparecen rezagos cíclicos. Tras el triunfo electoral, el macrismo se sintió inmortal y la misma oposición asumió su imbatibilidad para 2019. Si a pesar de las reformas regresivas de 2016 el nuevo modelo había logrado crecer unos pocos puntos en 2017 y ganar las elecciones era porque había llegado para quedarse. A comienzos de diciembre de 2017 para la oposición no parecía haber 2019. Pero ya avanzado aquel mes, la reaparición del ruido de las cacerolas entre los sectores medios urbanos, que se desencadenó como rechazo a la represión en las protestas contra la reforma previsional, fue la primera señal del cambio de vientos para el barco de la segunda Alianza. Los límites económicos aparecieron de lleno a fines de marzo de 2018 y comienzos de abril, cuando fue evidente que el modelo de endeudamiento y auge financiero se había agotado aun antes de lo esperado.
Queda la última etapa. Aunque el macrismo conserva buena parte de los apoyos del extendido bloque histórico que lo llevó al poder, es decir que sigue siendo una fuerza poderosa, hoy se parece más a un zombi que a un cuerpo vivo. Salvo para los más fanáticos, entre sus cuadros ya no hay certeza de permanencia indefinida. En la oposición, mientras tanto, conviven diversas tendencias. Para una de ellas resulta difícil procesar que a pesar de la muy mala gestión económica Cambiemos conserva un núcleo duro de adhesión en torno al 30 por ciento, número que no es más que la masa histórica del antiperonismo. Pero más que este número –potente en sí mismo, pero no novedoso–, el dato que parece causar mayor zozobra es la falta de resistencia social a las políticas de ajuste profundizadas en 2018, un panorama que podría llevar fácilmente a la analogía con la última etapa del modelo de Kübler–Ross: la de la aceptación. La sociedad finalmente habría aceptado a su verdugo y estaría resignada a la consolidación del nuevo orden, por más desfavorable que resulte para las mayorías.
Aquí es donde aparecen las divergencias. Para la psicología la aceptación está asociada a alcanzar la paz. En términos políticos, en cambio, la idea de aceptación es desmovilizadora. Luego, los cartesianos están lejos de haber encontrado la paz. Siguen sin poder procesar el contrasentido de que los sectores más castigados por el modelo continúen apoyándolo, aun sin esperanzas. La propuesta, entonces, es abandonar el cartesianismo, el análisis duro de los efectos del modelo económico y su debacle, y reconsiderar el imaginario social. Según esta visión el éxito cambiemita habría sido sintonizar con el imaginario aspiracional y de superación individual inherente a una sociedad cuyos valores fueron forjados junto con la inmigración, valores que se mantendrían intactos en el presente. La contrapropuesta consiste entonces en trabajar en la construcción de un imaginario alternativo y sintonizar con otro conjunto de valores que también subsistirían en el imaginario local, como el rol activo del Estado, la esperanza en el desarrollo económico y el consenso en favor de derechos universales básicos, como los laborales y los previsionales. La propuesta “neocartesiana” es hablar menos de los efectos devastadores del programa económico y más sobre la construcción de un modelo de sociedad alternativo al sálvese quien pueda neoliberal. La propuesta, en síntesis, no es hablar de la catástrofe del presente, sino de un futuro que enamore.