Es posible que, hasta el momento, la forma de hacer política no se corresponda con las necesidades de darle fin a este conjunto de urdidas desazones que llamamos macrismo. Predomina muy a menudo un tipo de expectativa basada en cálculos lineales, como si se usara un compás y una regleta, respecto de los alcances de un Frente. Esta noción habla de una gran y eficiente portada, de lo que va adelante, de lo que suma con vastedad. Pero no sin coherencia. Es amplio en la premura, pero ésta no le impide homogeneidad. Son un conjunto de elementos que tienden a compatibilizar sus diferencias entre sí. Y todo con extremo cuidado, valentía y sacrificio. Por lo que parece, el macrismo no es de aquellas fuerzas políticas dispuestas a entregar el poder en caso de perder elecciones, su obstinación proviene de prontuarios dinásticos no escritos, aunque les gusta que les digan “derechas modernas”.
Por eso, el Frente tiene que estar preparado para una persuasión más original, extraída de su potencialidad ética, toda ella a ser mentada y desplegada. No se escuchó hasta el momento hablar de este tema, sino de sumatorias, restas, adiciones, en verdad, temas del “lecho de Procusto”. Si la sábana tapa los pies, protesta la cabeza; y si tapa la cabeza, reclaman los pies. Pero debe haber un manto necesario, un espeso tejido de voluntades, que tiene que cubrir exactamente lo que interesa. De la cabeza a los pies, pero de un cuerpo coherente. De fuerzas, símbolos e ideas. Este tríptico se realiza solo en conjunción. Fuerza es símbolo, símbolo son ideas. No se escucha demasiado hablar así, porque no lo permite el estado de amenaza bajo el cual estamos. Una norma es una norma, pero en determinados casos muta en persecución. Este es el caso. El silencio comienza a ser un valor, mayor que el que comúnmente tiene como complemento pausado del encadenamiento de palabras. Ante nuestro estupor, el vil conversatorio dominante habla de elecciones para acá y para allá, astutos calendarios, anticipaciones, jugarretas electrónicas.
Se inicia con vigor la tentación de decir que son tiempos nuevos, que se precisa otro criterio, que “cambió el paradigma”. Eso sucede, es claro, pero no siempre los contemporáneos aciertan con la facultad de anunciarlo. O se convierten en profetas sin elocuencia o en hijos enclaustrados de la ciencia ficción. ¿Viene la robotización? La palabra no asusta, aunque nos den ejemplos intimidatorios. Pero, en verdad, si las cosas se manejan solas, ya no hay riesgo. Salvo el riesgo país, que es tan abstracto que ahora que me siento bien, que me olvido de la prisión de Milagro Sala, de las prisiones preventivas, del delator perdonado, me quedo tranquilo revisando Youtube. Tranquilo: hoy no estoy para pensar en geopolíticas chinas, misiles norteamericanos o habilidades de Putin. Pero lo que disgusta es que el riesgo pasa a ser un cociente, un algoritmo, un troll que acecha, una vida que se infama, nunca algo que deba encararse para jugar la patriada, apostar a las grandes evidencias liberadoras de la historia.
Parece mejor que el ciudadano autocentrado de épocas de instituciones representativas sea más feliz si es sustituido por una ciudadanía digital, que habla de redes, las ultravaloriza, y crea nuevas superficies de extrema fugacidad para operar la palabra pública, un tópico que se ramifica espasmódicamente e impide luego la conceptualización de las desdichas. El quién importa menos que la conectividad. No parece que sea por ahí que se reconstruya la potestad de las instituciones. En todo el mundo están deshechas –queda su pellejo– por el canto a las metáforas tecnológicas, con un toque de óptica y biología. Viralización, visibilización. Hobbes dijo que la persona soy yo, mis jueces y mis adversarios. Ese yo clásico ha desaparecido, y quedan los jueces rotos por dentro surgidos de las maquinaciones corporativas.
La corrosión del sujeto se ha naturalizado, pero el propio concepto de naturalización también se ha naturalizado. Naturalización, para decir lo que hay que redescubrir como problema en aquello que han obstruido las rutinas de los acorazados financieros y las armazones legales a su servicio. No, no parece haber hasta ahora, ahora en que casi no queda tiempo, un estilo político adecuado a ese Frente. Abunda la rosca. Esa palabra no la dijimos nosotros, aunque recorre todo el espectro político. Rosca es profesionalismo, tecnicismo que anula vocaciones, intercambio de favores, diccionario de la “grieta” para afuera y “superación de la grieta” para adentro. Esta idea no sirve, aleja de la política al presentar solo la vida desnuda que crean los operadores del lenguaje. Son la Real Academia de la Lengua del miedo. Grieta es culpa, narcotráfico y lonkos en las sombras. Esta idea solo sostiene una ficción sórdida, impide hablar, sustituye las razones económicas universales por las razones políticas parciales, y sustituye las razones políticas universales por las razones económicas parciales. O sea, roscas, penumbras para las quebradas representaciones colectivas.
Las poblaciones sufren de virus reales, la tierra se torna enemiga de sus habitantes despojados, las torres de perforación trituran rocas remotas y en la superficie consienten los inundados. ¿Se sufre menos cuando se proclama la nueva época, el fin de las ideologías? Es cierto que la palabra “ideología” viene de los filósofos de la época de Napoleón, a los que este condenara. ¿Qué gran jefe no condenaría las ideologías? ¿Quién no se llenaría la boca en épocas de urgencias como ésta, con la palabra pragmatismo, que vemos escrita por todos lados? Comprendamos al que dijo “rosca”, “un peronista en el macrismo”. Es el arquetipo platónico de nuestro tiempo, y parecía tan solo un jefe de la Cámara de Diputados. Bienvenido al diccionario de la inepcia. Pero en un momento mundial de pérdida de legitimación de la Justicia (al servicio de decisiones de un poder desnudo, ignorante de pruebas), de desinterés por la sustentabilidad de la vida (no hay empresas ya con la vieja carga de la ética protestante, se fundan sobre el ejercicio pautado de la depredación), de una evangelización que fusiona mesianismos inducidos con publicidad empresarial de masas, a través de nuevas derechas que proclaman que no hay derechas ni izquierdas, con formas metapoliciales de control urbano seguidas de inmunización para los ejecutores policiales bullricheanos. Previa creación del ciudadano digital que no tanto compra un arma, sino compra un alma. Un repuesto onírico y surrealista para un salvajismo que él ni sabe que tiene, pero el Estado sí lo sabe.
El Estado pasa a ser despreciable como encarnación de una representación compleja y hasta paradojal de todas las partes, para pasar a ser el inconsciente colectivo que de día construye elevadores para el ferrocarril y de noche fabrica barreras de temor y extravío para la población. El Frente antimacrista asociará legítimamente sus partes si las percibe –y se perciben en común– hablando no solo de los mismos temas, sino con un lenguaje remozado. Lo común de ese lenguaje es que debe abandonar los hábitos de la mera planicie, pues ahora ya estamos en las profundidades de una gran desventura social. En la planicie se “rosca”. En las profundidades se tensan las conciencias cada vez con menos oxígeno.