Estamos llegando al final de la segunda década del siglo veintiuno. Si hoy miramos cien años atrás, se vienen dos o tres episodios a la cabeza: la semana Trágica, el tratado de Versalles que puso fin a la primera Guerra Mundial y presagiaba la segunda, el aplastamiento de la revuelta espartaquista en Alemania, la muerte de Rosa Luxemburgo. Técnicamente estamos en la puerta de entrada a nuestros “años 20” pero, por ahora, poco tienen de locos, de dorados, de jazz. Es otra la banda de sonido. Este verano, por ejemplo, vuelven a sonar pitazos, bocinas y cacerolas contra una cortina de expectante silencio. El tiempo parece detenido. Nada termina. Nada comienza.
En los años 20 por venir, los hijos del siglo se van a ir convirtiendo en padres, los padres en abuelos, los abuelos en recuerdo y un problema menos para el capitalismo. De todos modos, los lazos de familia siguen siendo férreos, digan lo que digan. Las brechas tecnológicas, que siempre dividieron generaciones, son cada vez mayores, y sin embargo, los que entran a la vejez también empiezan a manejar herramientas tecnológicas con la soltura que otorga el estar un poco de vuelta de todo. Ya no le tienen tanto miedo al papelón o a la falta de destreza tecno motriz. Mirtha confesó que se hizo adicta al wasap. Osvaldo Bayer contaba en una entrevista de 2013 que él manejaba muy bien la computadora a sus 86 años, y que cuando él era un joven periodista se burlaban de los mayores que no podían escribir a máquina con fluidez (perdón Osvaldo por esta mezcla irrespetuosa pero no carente de brío anárquico). Y ya que citamos, hace poco, en este espacio, el escritor Rodolfo Rabanal ensayó una hipótesis acerca de los paralelos entre dos vanguardias de aquí y ahora: los movimientos de mujeres y los chalecos amarillos de Francia. En estos años también les adolescentes son protagonistas intensos de la lucha de los pañuelos verdes. No hay que olvidarse que hace ya una década los estudiantes secundarios protagonizaron importantes jornadas contra la ola amarilla conservadora en la ciudad de Buenos Aires y defendiendo los colegios públicos. Esa lucha abona estas otras del aborto legal y seguro y contra la violencia de género.
Y en estas últimas jornadas de ruidazos y cacerolazos de los viernes –que la mayoría de la televisión ningunea olímpica y vergonzosamente cuando saben perfectamente que ahí se está cocinando algo importante– los mayores, jubilados de hace ya años, son protagonistas.
No son, seguramente, los mismos de los bizarros cacerolazos cívicos de antes, pero también muchos de ellos se enteran y se convocan por redes. Hay que escuchar. Una señora de 80 años contaba el pasado viernes que le habían sacado la reparación histórica. Ya no se la pagan. Y un hijo suyo, que trabajaba en el Ministerio de Defensa, se quedó sin trabajo. Otro hombre, jubilado más joven, contó que acaba de ganar un juicio. No sólo no se lo pagan hasta dentro de dos o tres meses sino que por las dudas, le dejaron de pagar la jubilación (la mínima) porque tienen que hacerle algunos ajustes. Otra vez los mayores, los viejos, salen de sus departamentitos y casitas de Caballito, Belgrano, Palermo o Villa Crespo, y dicen, muchos de ellos dicen, que el presidente al que votaron simplemente se tiene que ir. En los barrios de la provincia de Buenos Aires la protesta es más heterogénea generacionalmente hablando y adopta una modalidad quizás nueva, llamativa: largas colas de gente caminando, familias, los perros, la bicicleta. Clima de estar en verano haciendo algo, algo que quizás tendríamos que haber empezado a hacer mucho antes.
No hay clima de que se vayan todos ni esa locura paroxística del 2001. Tampoco ese es el tono de la movilización adolescente. Tienen más tiempo y no están enfrascados en el tango, la desesperación. Los jubilados que salen ahora con sus cartelitos y su cacerola o sartén, tampoco están del cráneo. No dicen insensateces ni piden que vengan a gobernarnos los médicos sin fronteras. Pero no se limitan a quejarse por el tarifazo y mostrar la boleta de luz o gas. Dicen que no se puede vivir más así. Dicen que nunca vivieron algo así (gente de, promedio, 70 años: ¿serán los 70 años que siempre está en boca de los funcionarios como sinónimo de la era del fracaso y el derroche?). Les adolescentes y los jubilados no tienen nada que perder. O nada tienen todavía o están perdiendo lo último que tienen. Se van uniendo sin saberlo. O quizás sí. Recordemos: los hijos, los padres, los abuelos.
Los padres y los que no son ni adolescentes ni jubilados estamos concentrados en el trabajo (tenerlo, expandirlo, buscarlo) y a decir verdad, un halo de escepticismo nos rodea. Y si a veces nos alcanza una ola de optimismo es francamente paradójica. Estamos instalados en el más crudo cuanto peor mejor. Estamos convencidos de que sólo se podrá derrotar el ajuste si el ajuste no da ningún respiro en ningún área de la vida material. Sólo se podrá terminar la pesadilla si la pesadilla se consuma en todo su esplendor como si fuera el hongo nuclear, la Gran Hoguera. Sólo la destrucción más absoluta, el final más apocalíptico, incluyendo inundaciones y plagas bíblicas, podrá garantizar el advenimiento de una nueva era, permitirá salir de estos años sin jazz ni Gatsby. Eso creemos en el fondo. Estamos tan desconfiados, tan arruinados, tan escépticos, que nos convencimos de que con dos globos, tres gendarmes y dólar a cuarenta, se quedan para siempre.
Les adolescentes están en otra. Están en la lucha micro, pragmática. Tienen objetivos: quieren conquistar sus cuerpos, no el poder (y bien que hacen). Los viejos son lo más pragmático que hay: entendieron que es cuestión de vida o muerte. Son ellos quienes mejor decodifican los mensajes del FMI. Ahora se vive más, dice el Fondo. Y eso es un problema: los viejos no se mueren y les adolescentes de hoy tienen demasiado tiempo por delante, más de setenta años. ¿Cómo resolverá el Fondo esta doble Nelson de la vida, esta encrucijada etaria?
Se acaba de estrenar, en el verano porteño, por primera vez, una versión teatral de La naranja mecánica, una obra emblema sobre las incomprensiones generacionales. Es una importante noticia cultural pero quizás el libro de Burgess hable más del pasado que del presente. Lo mismo afirmaría si se estrenara una versión off de La guerra del cerdo, de Bioy Casares. El Fondo, el neoliberalismo y este gobierno pusieron sobre la mesa (no sólo en la Argentina, pero sabemos que siempre estamos a la vanguardia de los experimentos globales) que la vida está amenazada hoy desde sus dos extremos de vulnerabilidad y sería absurdo agitar la revuelta de los jóvenes contra los viejos o viceversa. Hay gente que tiene veinte años, hay gente que tiene ochenta.
A las puertas de los años 20, las cosas no son sólo –lógicamente– distintas a las de cien años atrás. Son en gran medida, irreconocibles. Pero algo se agita en la ciudad entre el silencio y unos sonidos que todavía no nos permiten terminar de distinguir qué canción están tocando.