René Ramírez Gallegos fue uno de los cuadros intelectuales más importantes durante el gobierno de Rafael Correa. Antes de desempeñarse como secretario de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación (2011-2017), también lo hizo como secretario nacional de Planificación y Desa- rrollo (2008-2011). Desde el final de su cargo público, trabaja en la Universidad de Zacatecas (México) como experto en capitalismo cognitivo. En esta entrevista, describe por qué las políticas de CyT deben pensarse a partir de una agenda regional, revisa la brecha entre las universidades y la sociedad, al tiempo que propone combatir las estructuras coloniales que –históricamente– dominaron el pulso de la academia para que Latinoamérica sea capaz de reivindicar sus virtudes autóctonas y narrar sus propias historias al mundo. 

–Usted propone la creación de una agenda regional en materia de ciencia, tecnología e innovación. ¿Qué tienen en común nuestros países?

–Si hiciéramos un análisis histórico de los últimos cincuenta años sería posible afirmar que la estructura productiva de América Latina no se ha modificado. Por el contrario, aún constituye un “electrocardiograma de la muerte” en la medida en que las participaciones de los sectores primarios y secundarios de la economía han permanecido inmóviles. Una agenda regional de CyT necesariamente, en este sentido, debe proponerse la transformación de las matrices productivas. De hecho, si no damos este debate, la ciencia y la tecnología jamás tendrán el impacto necesario para producir transformaciones sociales. 

–¿Qué ocurrió, entonces, durante la “década ganada” y el protagonismo de gobiernos populares en Latinoamérica? Usted formó parte de uno muy importante.

–Fueron gobiernos que realizaron mucha inversión en el sector, fortalecieron los programas y las líneas de investigación, incrementaron el número de investigadores y renovaron la infraestructura; pero, a los ritmos con los que corre el mundo, el esfuerzo resultó insuficiente. Luego, lo que ocurre en el presente es bien conocido por todos: con un revés político como el que estamos afrontando, la ciencia, la tecnología y la educación superior pasan a un segundo plano. La política de la derecha en ciencia y tecnología, sencillamente, es no tener ciencia y tecnología. Por otra parte, debemos repensar el rol de las universidades, instituciones que se han convertido en movilizadores individuales de ascenso social pero que, en términos sociales, aún reproducen las estructuras heredadas de la distinción y la desigualdad. Tal vez Argentina, por la impronta que tiene su educación pública, constituya una excepción al respecto. Sin embargo, en términos generales, la universidad en América Latina es napoleónica. 

–¿En qué sentido?

–Suele transmitir conocimientos que provienen del norte, pero no produce saberes autóctonos en función de las necesidades y las potencialidades de cada uno de nuestros países. El corazón del nuevo dependentismo ya no transita por lo industrial sino por lo mental. Nuestras universidades nacen coloniales y no logran escapar de ese molde ni quebrar relaciones epistémicas de sumisión histórica. Si colocáramos a todos los indígenas de Latinoamérica en las universidades, saldrían más racistas de lo que eran antes de ingresar. Cultivamos una perspectiva inductiva especializada, destruimos las artes y las humanidades, y descartamos las perspectivas holísticas. La pedagogía estimula la formación de individuos atómicos, todo es competencia.   

–Necesitamos más interdisciplina.

–Sí, de la misma manera que es fundamental fortalecer los diálogos con las sociedades. Las propias oficinas de “extensión” y de “transferencia” colocan a las instituciones en un lugar de poder muy potente respecto de las comunidades. Necesitamos una universidad humilde que también sepa que puede aprender de la sociedad. El científico puede aprender mucho del pescador y del campesino. 

–¿Qué hay de la innovación?

–Si se revisa el ranking de las innovaciones tecnológicas, nuestros países ocupan los últimos lugares del mundo. Suelo repetir la frase “como nominas, dominas” y lo cierto es que los poderosos siempre nos han dominado a través de sus marcos conceptuales, sus metodologías y sus modelos de evaluación. Ahora bien, los grandes cambios civilizatorios, durante el último tiempo, provinieron de innovaciones sociales con un fuerte arraigo en las organizaciones colectivas y no en la academia.

–¿Por ejemplo?

–El “ecocidio” que ocurre en el presente. En nuestra región se plantearon los derechos de la naturaleza por primera vez, que implican pasar del antropocentrismo al biocentrismo. Ante la xenofobia creciente, también proviene de nuestras culturas la idea de “ciudadanía universal”. La lucha continúa; aún permea una perspectiva eurocéntrica del progreso que confía en que inexorablemente las tecnologías nos llevarán a un mejor lugar. Las universidades han estado a la espalda de las innovaciones sociales y han sido funcionales a una división internacional del trabajo en la que solo se han limitado a formar a buenos profesionales. Cuando uno ingresa a trabajar en las universidades participa de procesos de aburguesamiento y de epistemes coloniales que son muy difíciles de quebrar. Las ideas revolucionarias duran un suspiro y las posturas progresistas conviven con el confort de lo ya conocido. Necesitamos, por el contrario, que las casas de educación superior se conviertan en procesos vivos, capaces de apalancar las transformaciones de nuestros pueblos.

–¿De qué manera es posible reducir la brecha entre la sociedad, las universidades, la ciencia y la tecnología?

–Para empezar, se deben modificar aspectos organizacionales básicos, como que la sociedad esté representada en sus órganos de gobierno. El concepto de “claustro académico” plantea un fenómeno muy real: los intelectuales encerrados en una torre de marfil dialogan a partir del mismo idioma y los mismos códigos y buscan soluciones para comunicar a la sociedad. No solo necesitamos más universidad en la sociedad, sino también más sociedad en la universidad; en los proyectos de investigación, en el diseño de nuevas tecnologías, en la propia pedagogía. Hablar de docencia e investigación implica una falsa división que genera castas académicas y falsas ilusiones. No hay mejor manera de aprender que investigando. Del mismo modo, es fundamental repensar qué y cómo se investiga. Como en Latinoamérica el 80 por ciento de la ciencia se produce en las universidades, no se puede reflexionar a partir de lógicas individuales. Bajo esta premisa, en Ecuador juntamos en una misma cartera a la educación superior, la ciencia, la tecnología y la innovación.

–En Argentina, durante el gobierno de Cristina Kirchner se crearon las universidades con “anclaje territorial”. En este sentido, no todas las instituciones, a priori, reproducen esa lógica colonialista que plantea.

–Bueno, he dicho que Argentina tiene una lógica educativa de excepción en el continente. Además, ese caso es diferente ya que se trata de experiencias que, desde un comienzo, nacieron transdisciplinarias y cultivaron perspectivas que problematizan, a partir de sus matrices y de sus modos de actuar, la dependencia colonial. Es cierto, también hay que ser justos y señalar que por su carácter novedoso aún les falta mucho para conseguir impacto social y protagonizar transformaciones que reviertan fenómenos de exclusión en el seno de sociedades verdaderamente injustas.  

–Por último, siempre se habla de “impacto social”. ¿Qué es?

–Ese es el punto al que quería llegar. No tenemos nuestros propios indicadores de impacto social. No han sido pensados de manera sistemática, ni tenemos parámetros propios pensados desde el sur y para el sur. Los modelos del norte están muy bien pero no nos sirven; su ciencia es a favor de un capitalismo rentista y financiero del cual quedamos fuera, o bien, en el mejor de los casos, desempeñamos un rol muy modesto. Somos víctimas de un extractivismo infocognitivo por parte de las grandes corporaciones que se apropian de nuestros intelectos. Nuestra gente produce conocimientos para universidades de países extranjeros, las patentes se nos escapan entre las manos, la biopiratería está a la orden del día. El panorama es desolador, pero ya hemos visto que la realidad de nuestros países puede ser distinta.

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