Hacía calor y mamá le había puesto mayonesa al pionono. Jamás se acuerdan de que no me gusta la mayonesa, ni mucho el pionono en realidad tampoco. 

–Mamá, ¿no tenés otra cosa, queso crema, que le pueda poner a esto? Me da asco.

–Sí, a ver te separo. 

Ani sacó su celular y empezó con el wasap y las notitas de voz a su novio. No sé para qué si después de las doce ya se veían. 

Yo a Guillermo lo veo dos veces por semana y no necesito estar mandándome mensajitos con él todo el tiempo. 

–¿No lo vas a ver ahora?

–Sí, pero me está contando lo que le compró a los sobrinitos. ¡Más dulce es!

–Qué, ¿festejan así, con árbol y toda la historia? 

–Sí, hay un montón de chicos.

–Qué boludez.

Mamá me trajo otro pionono pero sin alcaparras porque no le quedaban. Perdía un poco el gusto. Traté de sacar alcaparras del de Ani. Les lavé la mayonesa, las metí en mi pionono. Soltaron agua. Se me fue el hambre. 

Ani siempre enamorada, como cuando éramos chicas y venía el novio de la Barbie y se casaban y tenían un bebé y Ani le daba la mamadera y lo hacía dormir.

–¿Te dije Ani que me invitaron a presentar mi libro en Mendoza?

Ella levantó la cabeza del celular y achicó los ojos como tratando de enfocarme.

–Para el año que viene, ya sería.

–Sí, sí –volvió a la pantalla– me dijiste.  

Sonó el portero y vino su novio a buscarla. Trajo un ramo de flores y un Papá Noel de chocolate para mamá. Mamá feliz. Le sirvió un vasito de sidra. Le preguntó por sus padres, por sus sobrinos y por su banda. No entiendo qué le ve Ani a ese pibe. Todo bien con la música y los discos pero el pelo grasiento, los dientes amarillos, pucho todo el día, olor a pucho en la ropa. Ni turrón me dio ganas de comer. 

Mamá los acompañó hasta la puerta. Qué chico tan lindo, tan cariñoso, ¿no?, dijo mientras ellos bajaban juntos en el ascensor. 

Yo recibí un mensajito de texto de mis ex suegros, me recordaban siempre, me deseaban lo mejor. 

Llevé los vasos a la cocina. 

–No sé para qué guardás este taper mamá, el plástico está viejo. 

–Sí, tiralo nomás.

–Bueno, pero saquemos la basura ahora porque se va a formar jugo. Ay, ¿el pedal del tacho está roto también? Odio tocar con las manos.

Ella cerró la bolsa que le pasé y la puso sobre un diario. 

–Sabés mamá, todo enero lo voy a usar para terminar el libro de cuentos, ¿te acordás el que te dije?

–Sí.

–Pero no estoy muy convencida– abrí la canilla y empecé a lavar los platos–. Quizás no me conviene sacarlo en un año de crisis. Además voy a tener que agarrar alguna traducción tarde o temprano, aunque no quiera, así junto unos mangos otra vez. Pasa que me mata, me coloniza la cabeza, es como que empiezo a pensar en inglés, en castellano neutro, después no puedo escribir nada mío. 

–Sí, mi amor, te entiendo –ella agarró una bolsa de basura nueva y antes de que la pusiera le dije esperá y aproveché a tirar unos pedazos de pionono mojados. 

–Además no sé qué voy a hacer con Guillermo. Me encanta. Él me encanta. Pero es como que hay algo– traté de apartarme un mechón de pelo de la cara sin usar las manos enjabonadas–, algo que no va, no sé. Como que todavía lo comparo con Lucas. Lucas era más protector, más presente. Él es divino, eh. Es divino. Yo sé que si no me da tanta bola es porque está con sus ideas. Por ejemplo esto de vernos dos veces por semana, está bien. Porque él tiene que escribir. Y está bien, yo también tengo que escribir.

–Sí, date tiempo.

–No, pero igual hay algo que no va. O sea, me gusta que sea escritor. Y que sea famoso. Me encanta. Pero estoy viendo que es un mundo, no sé. Tenés que estar yendo a lugares… A un festival, por ejemplo. Organizan un festival, con mesas, los escritores leen. A veces leen cosas horribles, mamá, te juro. Ni te dan ganas de decirles que estuvo bueno. Pero se los tenés que decir igual. Yo lo veo a él hablando con todos, van y lo saludan. Yo pienso, si quiero ser una escritora también tengo que saludar. Me dan ganas de saludar a los escritores famosos. Pero ellos no me quieren saludar a mí. A mí me quieren saludar los que todavía no son famosos. Se arma…sosteneme esto mami por favor. Se arma como una cadena alimentaria de la literatura, ¿entendés? Te juro. Así, así, ¡mami! ¿no ves que chorrea? Ahí. Bueno. Arriba de todo de la cadena están él y Cristina Montero. Y Pupé Saraleghi, obvio, porque es la que organiza el festival y todos le chupan las medias, citan frases de su libro, ay dios, su libro, malísimo. Pero van y la citan y suben las citas al facebook para que el año que viene los invite, más vale, para que les pague los pasajes, hotel, catering, bué. 

–Sí, hija, te entiendo.

–Después estamos todos los que más o menos empezamos, saludándonos, hablando de los problemas de las editoriales independientes, de la distribución, de que es desesperante que te editen pero que el libro no le llegue a la gente. Igual todos se las quieren dar de que su editorial distribuye bárbaro. “Ah, no, los chicos de La Oveja Dolly tienen buena distribución, mi libro lo conseguís”. Primero que no lo ves en ningún lado, y después que si lo ves nadie lo compra. O sea, yo prefiero que mi libro no se consiga a que se consiga y no lo quiera comprar nadie, ¿o no? Que esté en las vidrieras ahí, muerto de risa….

–Sí, claro.

–Bueno, y abajo están los que nos quieren chupar las medias a nosotros. Los que te dicen genia, genia.Y él ahí, que mucha bola no me daba, yo qué sé, a lo mejor no se quería exponer adelante de todo el mundo. 

–Claro.

–Entonces yo tampoco me ponía muy cerca. Pero en un momento viene Cristina Montero y yo me moría por saludarla, mamá. Es Cristina Montero, o sea, nunca sabés para qué te puede servir saludarla. Coordina talleres, becas, viajes, tiene la maestría en creación literaria de la UPEM.

–Sí. 

–Me puse al lado de él, y la mina le dice “Hola Guillermo. Soy Cristina”. Ah, sí, dice él, distraído, estaba medio oscuro. Y justo cuando ella me va a mirar para saludarme me toca el hombro un pibe, que se me cayó la campera al piso. ¿Es tuya?, me dice. Me muestra la campera. Ah sí, le digo, me tengo que agachar para agarrarla y ellos dos que se quedaron conversando arriba. ¡Un segundo, mamá! Cuando me levanté para darle el beso ya se había ido, me quería matar. 

–Bueno, corazón.

–Mamá toda esta grasa que tienen los platos, esta fuente toda engrasada, es porque usaste mayonesa. Tenés que usar algo más natural, aceite de oliva aunque sea si querés. El de primera prensada, porque los otros son tóxicos. Pero la mayonesa engrasa mucho, ¿ves? Ahora para lavar.

–Sí. Andá pasándome que seco.

–Bueno, pero que no chorree, por favor. La fui a ver a Betina Peretti al final, ¿te dije?

–Sí, tan buena chica.

–Tan buena chica, si la ves ahora. Re creída en su super oficina de la super editorial. De trajecito como si viviera en Nueva York. Una boluda. 

–Cómo lloró cuando no hiciste sexto con ella…

–Hace mil años, mamá. Ahora no debe llorar por nada. Es la que lleva todos los libros a las ferias, la que propone que te traduzcan o no. Ella es la que maneja todo. Diez minutos me recibió. Tanto que lloró. Además no sé qué voy a hacer con Guillermo, no sé, no sé. Me encanta. Él me encanta, pero, mami, ¿me puedo quedar a dormir? No quiero viajar a esta hora, y allá dejé todo desordenado y seguro se juntó calor. Acá está más lindo, aunque, ¿pusiste el black out nuevo? Porque si entra luz en el cuarto mejor no me quedo. Estoy durmiendo remal, no sabés.

–Sí, lo pusieron la semana pasada, quedate. 

–Duermo nada, no sabés. Quiero dormir pero no me acuesto. No me acuesto. Como que no puedo hacer que el cuerpo se meta en la cama. Doy vueltas. El otro día vino el fotógrafo del diario para la nota larga esa que te contaba que iba a salir, que ojalá salga, porque pasa cualquier cosa y ya no sale, se muere alguno, un director de cine famoso o un escritor y chau, vuela tu nota. Y el tipo me dice ocho y media de la mañana. Ocho y media. Yo ni me acosté. Al final tenía unas ojeras terribles y tampoco daba para salir así en el diario. 

–Un poquito de maquillaje.

–Sí, mamá, traté, pero igual estaba horrible. Aparte, un boludo, me sacó con luz de costado que se me marcaba todo el entrecejo. Yo le dije, mirá, para mí la imagen es parte de mi literatura, vos no tenés por qué saber, pero tengo muchos textos que hablan de los ojos grises, los ojos grises de mi abuela, que son los ojos grises que tengo yo, así que asegurate de que se me vean bien los ojos grises, por favor. Y cuando me mostró las fotos me quería matar, todo contrastado blanco y negro, ¡los ojos negros!

–Sí, mi amor, claro. 

–Qué manía, dios, esta grasa pegada. Esta no es comida para 40 grados de calor. Le pedí por favor al fotógrafo que pusiera otra foto, que le retocara los ojos. No me contestó nunca. Tampoco salió la nota todavía, la verdad es que no sé qué prefiero. Por un lado querés que te hagan prensa, obvio, ¡te sirve! Pero por otro es un maltrato, es un manoseo, como que no te cuidan.

–Quizás acostándote más temprano. 

–Eso no tiene nada que ver, mamá. Además no es tan fácil. O sea, decirlo es fácil, pero hacerlo no. Me pongo a escribir y, es que no sé qué voy a hacer con Guillermo. Me encanta. Él me encanta, pero no sé. Como que todavía lo comparo con Lucas. Lucas era más protector, más presente. Igual él es divino, eh. Es divino. Pero no sé, a lo mejor es que yo ahora no tengo que salir con nadie. Quiero estar libre, quiero tener tiempo para escribir. Si me llegan a llamar de algún festival quiero estar libre. Y quiero pensar bien qué voy a hacer con el libro de cuentos porque si empiezo a traducir, que tendría que empezar a más tardar en febrero, no tengo tiempo de dejarlo listo, y ya si traduzco no escribo lo mío, y yo tengo que escribir lo mío y, ay mami ¡qué caliente que sale! ¿el calefón no tiene para graduar?

Me di vuelta y la vi parada, cansada, sí, eran las cinco y media de la mañana.

–¿Entendés lo que me pasa, mamá?

Ella se abrió el escote de la blusa y me mostró entera su mastectomía. Jamás en quince años la había visto. Sólo había visto cierta incomodidad y una mayor ceremonia de su parte para vestirse usando prótesis. Alguna vez, un reborde de la prótesis por encima del escote, pero jamás el hueco sobre el que se apoyaba.

Hay un costurón y un hueso como una percha, salido, el pectoral. Abajo se hunde por completo. No hay nada. Sólo piel tirante, pegada al cuerpo. Mamá golpea con dos dedos como si fuera el parche de un tambor. 

Acá es puro hueso, me dice, tac, tac, tac. 

Vuelve a cerrarse la blusa. Agarra el vaso de agua y la pastilla y se va a dormir. 

Al rato me voy yo también.