El rock conoció una historia parecida: el guineano Hermes Alogo Mebuy escapó de la aldea opresiva que su familia lideraba en una de las colonias francesas de África para sumarse de pibito a un circo en Orense, ciudad gallega que luego le abrió la posibilidad de ser el guitarrista de una de las bandas más emblemáticas de España, Los Suaves. A este lado de la línea del Ecuador, el cineasta boliviano Ariel Soto Paz descubrió un episodio parecido a través de Raúl Condorí, quien a los 6 años también encontró en un circo rodante de Cochabamba la forma de huir de una familia violenta. Entre carpas, trapecios y maquillaje blanco, Raúl se reconstruyó en la selva boliviana, buscando libertad e identidad bajo el nombre de Nigua.
Arquitecto de formación y fotógrafo de proyección, Soto Paz terminó inclinándose hacia la realización cinematográfica a través de documentales que subrayan retazos de verdad de la cultura boliviana, como Waqayñan, que habla del legendario y sangriento ritual del tinku, o Quinuera, retrato de la producción de quínua en Potosí. Ahora, Días de circo viene a cerrar esa especie de trilogía testimonial de la cultura joven andina a través de una producción de largo aliento que incluyó procesos de edición en Perú, mecanismos de financiamiento colectivo en Estados Unidos y el aporte final del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina.
La película, que acaba de ser estrenada en el cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635, con proyecciones los miércoles a las 19), le llevó a Soto tres años de realización en los que siguió las peripecias de Raúl Condorí por Villa Tunari, pequeña localidad de Bolivia en la que el muchacho, ya veinteañero, montó un circo modesto pero emotivo para la alegría de los jóvenes locales, entre quienes se encuentran los asistentes y también un pequeño colectivo artístico compuesto por historias tan desgarradoras como las de Nigua.
Si uno espera ver números de magia, cabriolas al aire, funciones encendidas y trucos sorprendentes... se decepcionará: la película evita ese lugar común para adentrarse justamente en los resquicios que los espectadores no pueden observar. Días de circo narra algo así como un behind the scenes, el backstage de la creación circense más artesanal. Ésa que obliga a los artistas a bajarse de las luces egocéntricas del escenario para desenvolver la carpa, amarrar los parantes al suelo, desesperarse cuando el viento y la lluvia amenazan con hacer volar todo por el aire y alegrarse de que finalmente esto no suceda.
Mientras algunos de los muchachos salen con un autito a difundir la próxima función, a través de un altoparlante del Pleistoceno y mientras decenas de niños corren detrás suplicando entradas, otros se quedan para hacer abdominales sobre la tierra o practicar pasos de baile imitando lo que ven en un viejo televisor de tubo. Una intimidad cómplice en la que el piberío enhebra sueños futuros con frustraciones pasadas: la lucha interna entre lo que uno desea o lo que los demás le imponen como deseo. Una de las escenas más poderosas transcurre más allá del espectáculo: es cuando Eunice, una de las chicas que forman parte del colectivo, festeja su cumpleaños de 15 debajo de una de las carpas y se reencuentra con su papá, a quien no veía desde que ella decidió sumarse al circo.
Minimalista pero intensa, la peli se apoya en testimonios personales que cuentan a viva voz lo que significa darle vida a una tradición milenaria pero despreciada: el proteccionismo de animales tildó a los circos como espectáculos crueles, aunque para la suerte de los leones y otras especies esclavizadas el de Nigua prescinde de esos números y únicamente se sostiene por el pulso humano.
Por otra parte, esta especie de reivindicación del gitanismo boliviano como forma de llevar el arte en la sangre y de manera itinerante es también una valoración de los sueños en contextos económicos y sociales adversos, donde la inventiva creativa debe redoblarse para superar los impedimentos materiales; algo que Soto también debió hacer para poder rodar y finalizar su filme. Y, como toda vez que el cine pretende narrar los deseos desde un costado real y no inverosímil, éste también arroja un final que no será el más feliz en términos materiales, pero al menos revaloriza las buenas intenciones más allá de la cantidad de entradas vendidas al final de la función.