Aún resonaban ecos de “Parte de la religión”, yo andaba cerca de cumplir 20, “La ruta del tentempié” marcaba el ritmo de mis caminatas. ¿Sería ese tentempié acaso un nuevo romance, otra disco o bar a descubrir en mis rondas lesbo queers en el ocaso de los 80?  

La época nos proponía  apenas un poquito más de visibilidad a quienes el comienzo de la década nos había obligado a manejarnos con brújulas y varillas de rabdomante queer, a desarrollar una lesbo intuición, el “famoso ojo de loca no se equivoca”, para  así caer delante del pastel apropiado sin riesgo de quemarnos con la velita.

Llegué al Café de Abril a fines del otoño, una casona del barrio de Palermo devenida bar sobre la calle Aráoz, a metros de Gascón.  Barra de madera, chopera estilo inglés pero sin mucho esmero. Paleta en blanco y madera, dos salones, entre los cuales alguna vez hubo una pared, mesas y sillas de madera, baños al final de la barra, una escalera que conducía a donde nunca subí y una cocina amplia, en la que tomamos merca peinando sobre la platina brillante de la máquina de cortar fiambres. A la dueña le decían “La gorda Virginia”, su pareja se llamaba Mariela.

 Yo salía con Mónica. Nos habíamos conocido en Área, bailando el sensual glam soul de “Father figure”, balada de George Michael en su disco debut solista Faith. Estábamos en la etapa final, aburridas de meternos los cuernos y de tener muy poco en común. 

Virginia, a veces en confianza, tocaba “Sua Estupidez”, de Roberto Carlos, de moda en esos días por la bomba brasilera Gal Costa. Melancólica canción que con  la guitarra en brazos y parada en el medio del salón entonaba repitiendo en fade out, “Eu te amo oh, oh, te amo”. Movía la cabeza de un lado a otro, ojos entre  cerrados, mirada al suelo. A Vivi Scaliza la escuché cantar allí por primera vez, tiempo antes de Las Blacanblues. En el café se organizaban larguísimas generalas y partidas de truco. Sonaban los redondos y así conocí a Alejandra. Me la presentaron en una mesa entre algunas conocidas y una ex, sí,  yo ya tenía una ex, y estaba a punto de tener otra.

Mecano y su álbum Descanso dominical, hicieron de  banda sonora para los besos del inicio. Besos que comenzaron en el auto de Martín y duraron tres años y más, mientras el trío electropop  de españolitos nos envolvía edulcorados y los vidrios se empañaban prediciendo un invierno tan crudo como lo serían los 90s bajo el reinado de Carlos Saúl. La década agonizaba cual villano de película que no quería morir solo y se había llevado consigo a quienes mejor nos habían abrazado. Miguel Abuelo,  Federico Moura, Luca Prodan, despedirse de ellos, únicamente “Estallando desde el océano “.  

Los Redondos : “Un baión para el ojo idiota”, “Ella está tan linda, no puede durar…”, coreábamos entre risas cómplices con Ale, mientras abríamos el papel glacé en el que venía nuestra recién adquirida droga. En el Café de Abril a tono con la época, aprendí a tomar whisky. Conocí a la Gallega, a Lucho y su novio, a una que le decían el “potus”,  que de tanto decirle así jamás me aprendí su nombre, una morocha que parecía una versión foto negativo de Madonna en “Like a Prayer”, y que acabó detenida en España por tráfico. La jungla de mujeres se mezclaba en el Café, las pendejas post modernosas, las tortas mayores de jean y sweater, las “camioneras” y el torta puto, prototipo que fuéramos luego perfeccionando.

Prince se ocupaba de la banda de sonido de Batman mientras ponían lambada en alguna que otra fiesta, yo prefería Bunker. Sonaba Bananarama, Lisa Stanfield, House y el acid house que se anunciaba, mientras en las radios Leonard Cohen instaba a tomar las ciudades de Manhattan y Berlín, Robert Palmer, tenía un ejército de modelos enfundadas en vestidos ajustadísimos, que lo seguían a todas partes. 

“Pump up de volume”, sonaba MARRS en Búnker  y enloquecidas bailábamos hasta que se hiciera de día en la calle Anchorena.  “S Express”: 1, 2 , 3 , 4  contaba una Debie Harri de sampler y el  tema explotaba  augurando “Enjoy this trip”, el LSD fue llegando a mi danza, entre propuestas para hacer tríos de parejas heteros que arribaban curiosas a la disco de barrio norte tapizada de alfombra negra. El túnel, litros de champagne, Federico Klemm en la barra, Cris Miró en la pista. La Junco, la Clota Lanzetta, y muchas chicas. Porque si bien Bunker se llenaba de putos, era el lugar a donde nos gustaba ir. La enorme pantalla, diversidad de mujeres y buena música. Bailábamos con mis nueves amigues. “The  way she makes me feel”,  las chicas nos transábamos en los reservados del primer piso, el túnel era territorio para las caricias de los putos, salíamos a girar dentro el boliche, en circular, cual destino, rodeando la pista, de cacería entre pasillos y columnas espejadas, subiendo y bajando las escaleras con un vaso cargado como arma de etílico y certero tiro.

El éxtasis llegaría años más tarde. Las imágenes nos traían smiles y pastillas desde las costas españolas, los primeros filmes de Almodóvar, junto a todos los laberintos del deseo desatados.

Estaba en otra plataforma, cual nave a punto de despegar al más allá, podría haber sido el  parlante de bunker, una nueva droga- romance  o acaso todos estos nuevos roces de mujeres a montones, más desprejuiciadas, a veces novias o amantes, de  explícito levante, estábamos creando visibilidad como “Tears for fears”, plantando la semilla del amor.