“Usted es simplemente el visitante, magníficamente invitado: entre…”, sugería la artista estadounidense Dorothea Tanning (1910-2012) décadas atrás. Y son esas palabras de convite, donde llamaba damisela surrealista a “sacar al cuadro de su jaula”, las que recupera el Tate Modern londinense con la venidera Dorothea Tanning. Detrás de la puerta, invisible, otra puerta. Muestra que zambulle en el universo alucinatorio de la mujer que lo hizo prácticamente todo: pinturas, dibujos, collages, esculturas, instalaciones; también trajes y escenografías para los ballets del coreógrafo ruso George Balanchine. Pronta a experimentar con cualquier materia expresiva, DT ni siquiera le rehuyó a la palabra, volcándose hacia el final de su vida a la escritura (publicó poesías, dos autobiografías, novelas). Pues, más de 150 obras creadas entre 1930 y 1997 por Tanning han sido reunidas en esta exhaustiva exposición, que se hace eco de la amplia gama de recursos y medios utilizados por la artista; y que tras su exitosísimo paso por el museo español Reina Sofía (estuvo en cartel hasta el 7 de enero) ya está viajando a Londres, donde podrá visitarse desde febrero hasta junio. Muchas piezas, cabe subrayar, son inéditas para el gran público, provenientes de colecciones privadas; otras, préstamo de las más reputadas instituciones –el Centro Pompidou, el Museo de Arte de Filadelfia, entre otras–.
Acerca del leitmotiv que da título a la muestra, ofrece Alyce Mahon, curadora de la exhibición, especialista en arte moderno y contemporáneo, docente de la Universidad de Cambridge: “La puerta que pinta Dorothea no es la puerta abierta que permite ver qué sucederá; tampoco la cerrada que divide lo público de lo privado: es una puerta entreabierta que se balancea ligeramente. Dorothea la sostiene de un lado; acaso el espectador la sostenga del otro…”. En el texto del catálogo, ahonda en este concepto: “Ella creía en el poder del arte para crear espacios, sensaciones e ideas más allá de lo real. El motivo de la puerta simboliza esta ambición y regresa repetidamente en su obra. En una entrevista que dio al crítico francés Alain Jouffroy en 1974, Tanning explicó que su primer arte exploraba ‘este lado’ del espejo o de la puerta, mientras que su arte posterior se dirigía al ‘otro’, ofreciendo un ‘vértigo perpetuo’ en el que una puerta, visible o invisible, conducía a otra…”.
“A menudo se percibe el surrealismo como un movimiento breve que dominó la escena del arte moderno en las décadas del 20 y del 30, y siguiendo esa línea canónica de la historia, las mujeres fueron efectivamente removidas de la narrativa. Porque persiste la idea de que fue obra de unos pocos varones europeos en tiempo de entreguerras, cuando en realidad continuó hasta bien entrados los años 60, incluso después. Y cuando ampliamos esos márgenes temporales, comprendemos que, en realidad, las mujeres sí estuvieron en el centro de la escena surrealista”, subraya Mahon, inglesa ciento por ciento entregada a la labor de rescatar a la obra de Tanning del olvido relativo, subsanado apenas por especialistas que –como ella– reivindican obras excepcionales de otras referentes (por caso, Meret Oppenheim, Leonor Fini, Leonora Carrington, Remedios Varo), y le escapan al gesto atávico de mencionar solo a varones (Max Ernst, Salvador Dalí, Man Ray, Hans Arp, Marcel Duchamp o Yves Tanguy) cuando se habla del movimiento en cuestión.
No por nada, destaca el diario El País que, “pese a que su nombre figura en los manuales de arte contemporáneo como representante del llamado segundo surrealismo, la estadounidense Tanning fue y es una gran desconocida para el público. Tanto, que esta es la primera gran retrospectiva mundial que se dedica a esta creadora”. En honor a la exactitud, tuvo esta mujer otras retrospectivas en vida; por caso, en París en 1974, en Suecia y Londres en 1993; pero ninguna de semejante escala. Históricamente eclipsada por su marido famoso (algo que también le sucediera a Elaine De Kooning, Lee Krasner, Kay Sage), cierto es que accedió a estos círculos de élite intelectual y que exhibió casi de continuo en los años 40 y 50, pero como la mayoría de las mujeres, no logró pasar el ojo de cerradura de la historia de arte.
He sido perversa
En Detrás de la puerta, invisible, otra puerta, la enigmática obra de Dorothea (“El enigma es algo muy saludable, porque alienta al espectador a mirar más allá de lo obvio, de lo común”, expresó ella alguna vez) está dispuesta en distintas secciones temáticas. En “El autorretrato”, la primera, se destaca especialmente Birthday (1942), unas de sus piezas más reconocidas, considerada su nacimiento como surrealista: allí, acompañada por gótica criatura alada, se la ve vistiendo lujosa blusa de seda, los pechos expuestos, con una falda envuelta en raíces de árboles, los pies descalzos sobre el piso de madera, la mano sobre un picaporte que abre una puerta, que da a un pasillo con múltiples puertas. “La audaz aquiescencia de esta joven mujer entrando en un mundo desconocido tras otro se lee como un himno feminista; ella parece sugerir que ya no hay vuelta atrás”, arriesga la crítica e historiadora del arte Debra Brehmer sobre la pieza en cuestión.
“Partidas de ajedrez”, la siguiente sección, se hace eco de un motivo recurrente entre los surrealistas “por su sentido lúdico y por la idea de estrategia: dominar una habilidad para luego torcerla. También como lenguaje que cruza fronteras, excede cualquier nacionalidad”, según la curadora Mahon. En Endgame, por caso, cuadro de 1944, “la reina –con un zapato de satén blanco– aparece en el centro del escenario destruyendo al alfil –un obispo simbolizado por la mitra– y, por extensión, a la Iglesia y a los códigos morales que representa en la sociedad”.
En “La femme enfant”, tercer momento de la exposición, obras como Eine Kleine Nachtmusik (1943) o Guest Room (1950-52) presentan a chicas victorianas no solo en “asombro perpetuo”: también en estado de ira, causando estragos en el espacio doméstico. No es un paisaje onírico pasivo: están en pleno proceso de exploración sexual.
En “La novela familiar”, siguiente sección, se hace patente cómo Tanning “cuestiona y critica a la familia patriarcal en un momento en el que imagen de la mujer se proyectaba más como musa que como creadora”, en palabras de Mahon. Family Portrait (1954) es, en ese sentido, claro ejemplo: la figura del marido, de tamaño descomunal, se cierne sobre su pequeña esposa sentada en la mesa del comedor; en primer plano, una criada de escala mucho más pequeña sostiene una bandeja, mientras el perro mendiga. La jerarquía estereotipada de roles salta a la vista a partir de la composición. En Maternity (1946-47), una madre con vestido destrozado acuna a su bebé en pleno paisaje árido, apocalíptico: de fondo, detrás de una puerta abierta, una criatura fantástica, sin cabeza pero con pechos y útero bulbosos, se hace visible.
Llama especialmente la atención su período de experimentación escultórica, reunido en la sección “Cuerpos y esculturas blandas”. Al parecer, en los 60s, Tanning se cansó del olor a aguarrás y se volcó a la máquina de coser para laburar con telas, creando figuras carnosas, primitivas, atemporales, ciertamente extrañas, que presagian las famosas esculturas blandas de Louise Bourgeois. “Surgió de una especie de rabia, como si estuviera trabajando a ciegas”, diría ella sobre esta faceta. En efecto, como explica la ya citada Debra Brehmer, “en tanto su notoriedad radica principalmente en sus pinturas surrealistas de los años 40, estas obras parecen una salida radical pero en realidad son adaptaciones fluidas de sus pinturas menos conocidas, de extremidades sueltas, que realizó en los 50”. Al respecto, pormenorizaba el catálogo del Reina Sofía: que las formas eróticas son retorcidas en By What Love (1969), Xmas (1969) y Étreinte (1969), mientras que en Emma (1970), “la carne rosada y la falda de encaje despeinada hacen referencia a Madame Bovary, una mujer que escapa del aburrimiento de la vida matrimonial a través de la literatura y las aventuras clandestinas”.
A modo de petite bio: Dorothea Tanning nació en 1910; sus padres eran inmigrantes suecos que se establecieron en Galesburg, Illinois, donde trascurrió su niñez y adolescencia. Al parecer, su madre tenía grandes ambiciones teatrales para ella, y con apenas 5 añitos, desarrolló DT una extraña habilidad para llorar mientras recitaba poesía trágica en improvisados escenarios caseros. Dos años después, ya había decidido convertirse en artista. En su primer libro de memorias, Tanning cuenta su afición por los westerns siendo una purreta; cuenta cómo indefectiblemente la flechaban los villanos (“Supongo que he sido perversa durante un período muy largo de tiempo, supongo que nunca seré otra cosa”, diría con picardía a sus 90s). A los 15, cual instintiva surrealista, pintó a una mujer desnuda con hojas como cabellos, cuadro que “horrorizó a mi familia”. Poco más tarde, consiguió un trabajo en la sección infantil de la biblioteca pública, donde leía cuentos de hadas de Madame d’Aulnoy, historias de Lewis Carroll. “Cuanto más fantástica y extraña la literatura, mejor”, expresaría la artista décadas después. Abandonó el hogar a los 20 para estudiar arte en Chicago, donde acabó trabajando como modelo, ilustradora, marionetista. Y fue novia de un gánster, petite nota de color.
Desencantada con la educación formal, mudó sus petates a Nueva York, y en 1936 visitó la exposición que sería, para ella, un antes y un después: Arte fantástico, Dada, Surrealismo, en el Museo de Arte Moderno, la movilizó por completo, le abrió un mundo de interminables posibilidades. Y la inspiró a viajar a París, cargada de cartas de presentación que arrimaría a Picasso, Kees van Dongen, Max Ernst. El momento histórico conspiró en su contra: la inminencia de la guerra forzó el regreso prematuro a Nueva York, donde se mantuvo como ilustradora freelance, dibujando anuncios de guantes, de collares de perlas, de perfumes para los grandes almacenes Macy’s.
En 1942, empero, viró su suerte: el merchante Julien Levy, cuya galería representaba a los surrealistas en la Gran Manzana, la puso bajo su ala tras ver solo dos lienzos. En una fiesta por él organizada, Dorothea finalmente conoció a Ernst, que había huido de Europa con la ayuda de Peggy Guggenheim, la famosísima mecenas, su esposa. Al poco tiempo, mientras él reclutaba jóvenes artistas para la muestra 30 Mujeres, que organizaba Guggenheim en su galería, Ernst visitó el estudio de Tanning y quedó tan impresionado con su autorretrato Birthday que convenció a Peggy de que incluyera a Dorothea y cambiara el título a 31 Mujeres. Años más tarde, Guggenheim diría que hubiese preferido haberla dejado en 30: en menos de un mes, Max la había abandonado para mudarse con Dorothea. Se casaron en 1946, en una ceremonia doble con Man Ray y Julie Browner. Vivieron en el desierto de Arizona durante un tiempo, luego en París. Cuando Max murió en el ‘76, DT volvió a Estados Unidos.
Dorothea nunca quiso tener hijos. “No solo hubiesen interferido con mi carrera: hubieran arruinado mi vida”, dijo en una ocasión, y luego: “Estoy sumamente en contra de la organización de la procreación, al menos para los humanos. Si hubiera podido diseñarla, hubiese considerado que fuese por sorteo, independientemente del sexo, hombre o mujer embarazados según cómo cae la moneda”. Por lo demás, siempre se mostró renuente a cualquier etiqueta, incluso la de surrealista: “una marca que tatuaron en mi brazo y que nunca pude borrar. Fue una gran parte de mi vida, es cierto, pero lo no fue todo”. “Los artistas cambian, avanzan”, explicaba la inquieta artista, inmensamente creativa, que publicó su primer libro de poemas (A Table of Content) y su primera novela corta (Chasm: Un fin de semana) a los 94 pirulos.