La situación que hoy vive Venezuela, en todos los aspectos y niveles, no puede leerse sino como resultado de la política imperial de los Estados Unidos en la región, reforzada desde el triunfo de Donald Trump y apadrinada por gobiernos y presidentes latinoamericanos que conforman el nuevo bloque de la derecha regional.
El pueblo venezolano ha sido sometido a un bloqueo económico impiadoso y al acoso político permanente bajo el cínico discurso de “garantizar la democracia” en ese país. Quienes ahora levantan esas banderas, aquí y en el resto de los países, son los mismos que en su momento guardaron silencio cómplice ante las maniobras fraudulentas que terminaron con la destitución de Fernando Lugo en Paraguay (2012), de Dilma Rousseff en Brasil (2016) o el golpe contra Manuel Zelaya en Honduras (2009).
Estos mismos autotitulados voceros de la democracia desconocen uno de los principios fundamentales del derecho internacional y de la convivencia entre las naciones: el respeto por la autodeterminación y soberanía de los pueblos. No son ni estos gobiernos ni estos dirigentes, ni Trump ni ninguno de los otros presidentes que ahora respaldan el golpe en Venezuela quienes tienen autoridad moral, ética y política para juzgar errores –aunque estos existan– cometidos por el gobierno de Nicolás Maduro.
No menos cierto es que lo que está ocurriendo en estas horas en Venezuela es una forma más de imponer el escarmiento e instalar el miedo para que tomen nota todos aquellos y todas aquellas que tengan la osadía de enfrentar al poder político imperial y económico cuya cabeza visible es Estados Unidos en la región.
Nada bueno puede esperarse del avance de la ofensiva regional sobre Venezuela. Solo se agregan más violencia y más muerte a un panorama de por sí difícil y complejo. De esas muertes y de esa violencia también serán responsables los que ahora se llenan la boca con la palabra democracia, mientras siguen conspirando en las sombras para eliminar del escenario toda pretensión de pensar y hacer distinto, una práctica política de la que Hugo Chávez fue uno de sus principales abanderados en tiempos recientes.
Si efectivamente la intención hubiese sido humanitaria, como cínicamente se expresa, otras deberían haber sido las actitudes y las acciones en favor del pueblo venezolano. Con bloqueo, amenazas y conspiración no se favorece la paz, no se resguardan vidas ni se protege la democracia. Y está claro que la preocupación debe trascender los límites geográficos de Venezuela, porque los métodos que allí se utilizan no son nuevos en la política regional y, tarde o temprano, el mismo remedio puede ser aplicado a cualquier iniciativa política que no se someta al poder imperial.