Hace algunas semanas circula por redes sociales una imagen con varios gráficos que muestran la cantidad de películas norteamericanas de géneros clásicos estrenadas anualmente desde 1910 hasta 2018. El musical registra un pico a comienzos de 1930, en consonancia con la aparición del sonido, y luego la tendencia marca un descenso progresivo -con algunas subas ocasionales- hasta llegar a un siglo XXI en el que su existencia es prácticamente nula. Con sus últimos esplendores apagándose a mediados de los ‘60, los pocos musicales que en estos tiempos circulan por la pantalla grande remiten a un pasado cargado de inocencia y bonhomía, operando como registros involuntarios de un tiempo que ya no es. Así ocurrió el año pasado con El gran showman, una colorida fábula que recuperaba la idea de Hollywood como máquina de sueños. Y así ocurre ahora con El regreso de Mary Poppins, nueva versión de la historia de la niñera voladora que funciona al mismo tiempo como secuela y sucesora espiritual del film de 1964 protagonizado por Julie Andrews.
Acreedora de cuatro nominaciones en rubros técnicos para los Oscar, El regreso de Mary Poppins transcurre unos 20 años después de la primera película. Esto es, a comienzos de los años 30 y en una Londres atravesada por la crisis económica y el malestar social. Pero ese ambiente lúgubre se extiende hasta el primer número musical, que llega antes de la presentación de los personajes y muestra al farolero Jack –interpretado por el dramaturgo y compositor Lin-Manuel Miranda, de amplia reputación en el teatro musical– haciendo un llamado a iluminar la ciudad: toda una declaración de principios de un relato que durante sus dos largas horas construirá un alegato tan amable como inofensivo sobre el optimismo y la esperanza. Alegato que no dudará en abrazar un espíritu naif y demodé, idea que un diseño de producción preocupado por recrear al dedillo los escenarios originales y la apelación a animaciones en 2D, dibujadas y pintadas a mano, no harán más que validar.
El foco de atención recae nuevamente sobre los hermanos Michael y Jane Banks, los mismos que de chicos habían recibido a la dama del paraguas y que ahora están sobreviviendo como pueden bajo el mismo techo, con uno viudo y a cargo de dos hijos y la otra intentando dar una mano con lo que puede. Ahogados en deudas, los Banks tendrán menos de una semana para conseguir una abultada suma de dinero que evite el remate de su casa por parte del banco timoneado por Wilkins (Colin Firth). Sin demasiadas ideas sobre qué hacer, la solución caerá literalmente del cielo. Como si, efectivamente, veinte años no fueran nada, Poppins (Emily Blunt) regresa para insuflarle esperanza a esta familia al borde de la quiebra. Michael (Ben Bishwa) y Jane (Emily Mortiner), chochos de la vida, la aceptan.
Es tentador replicar la información de prensa y hablar de “nueva” aventura. Pero de “nueva”, en realidad, aquí no hay nada. A no ser por la inevitable batería de efectos visuales y una majestuosa recreación de época, podría pensarse a El regreso… como una película filmada un par de años después de la original. El realizador especializado en musicales despersonalizados Rob Marshall (Chicago, Nine, En el bosque) se limita a filmar reglamentariamente una buena cantidad de números bien coreografiados y con canciones pegadizas que, sin embargo, no transmiten una idea por fuera de su forma, dando como resultado un film que piensa al género como algo monolítico y momificado desde su época de gloria. Todo lo contrario a lo que ocurre, por ejemplo, con los western, que también escasean pero combaten el paso del tiempo releyendo sus coordenadas narrativas y simbólicas desde el presente en lugar de replicarlas al pie de la letra.