Para José Zalaquett
Y yo que sigo defendiendo el castillo.
Me dicen que de la ciudad no queda nada. No he querido darme vuelta para mirar. Por brisas que pudieran parecer frescas, por resplandores que se arriman a lo verde, estoy seguro de que no se destruyó todo. Escucha bien, niño. Hay pozos escondidos entre las ruinas donde todavía beben pequeñas bestias casi derretidas. Sonidos que me llegan desde lontananzas no pueden sino ser campanas y ecos de uvas que siguen murmurando pisoteadas en los senderos confusos del barro. Más allá de las llamas deben moverse sombras que otros llamarán viento entre las cenizas, pero que yo certifico, sin haberlas tocado, como manos amasando madera para un andamio. Por eso prefiero marchar por estos baluartes que están en pie, marchar sin cesar con el rostro alzado hacia las colinas que nos rodean y desde las cuales la artillería acierta y hace temblar a veces lo que queda de la ciudad.
Dicen que mi hermano partió. Otros juran que está muerto. No puedo estar seguro ni de lo uno ni de lo otro. Me apena su ausencia, pero sólo hay tiempo para mantener la vista fija en los matorrales detrás de los cuales el enemigo trata de clavar la ubicación del castillo con sus brújulas y cálculos.
Si han derribado a hachazos el olmo aquél, y si sólo persisten orines y pantanos en el lugar donde nací, prefiero no saberlo. Algunos piden que me dé vuelta, que de una vez por todas acepte la magnitud de lo que nos ha ocurrido, que no hay nada que defender, así podemos partir de este valle con nuestras familias o lo que queda de ellas. Que la ciudad no sea sino un buen recuerdo que surja cuando el vino se calienta demasiado en las gargantas y uno comienza a cantar viejos himnos que nuestros nietos identifican y repiten pero no entienden, que la ciudad cobre en ese momento la única dimensión que le corresponde, paisajes de otra época que venden en las posadas de segunda categoría, mapas que designan calles que fueron bombardeadas y que –con el olvido– quizá ni existieron. Eso es lo que sugieren.
No es que niegue el deterioro de nuestros habitantes ni los jardines derrumbados. Esta basura que enmohece y flota en el aire, que brota como esperma oscura desde las ramas, estas imprentas en escombros que cubren los cuerpos, cómo no voy a saber esto. No voy a engañarme como otros: sé que la dentadura cayó, que la naranja se está pudriendo, que la luz nunca blanqueará exactamente como antes. Prefiero estar así, eso es todo, defendiendo el castillo, lanzando anónimos rugidos cuando la bruma protege mis movimientos, para que sepan que todavía quedamos leones que arden con una furia roja y entrecortada, para que tengan miedo, prefiero presentir con el olfato los jacarandás que continúan respirando apenas en los sótanos inundados. Ay si viera esa agua, ay si la viera, no podría jamás convencerme de que el olor que logro tartamudear tan débil y lejano pudiera ser el de alguna flor. Si viera el agua, si aceptara, tendría que hacer las maletas y partir, tendría que partir, no les digo, y para mí esa hora no ha llegado y quizá nunca llegue.
–Testarudo –se atreve a decir ella–. Este es el último castillo que queda, y tú, el último defensor. Los otros han zarpado, tu hermano te olvidó.
Vendrá un momento también para eso. Para decirme que tal vez sea cierto que la ciudad no fuera tan frondosa como la recuerdo, tal vez sea hora de que acepte que ya en esa época jubilosa de libertad el mar había exigido su tributo de tristeza y que el sol era además implacable en los vastos barrios donde no existían parques.
–El único lugar donde existe la ciudad es en tu cabeza –me dice ella. Me dice eso, y otras cosas, pero se queda a mi lado. Masticando raíces, sorbiendo agua sucia de lluvia, remendando viejas cortinas arrugadas para que nos podamos abrigar, ella permanecerá a mi lado, será una segunda muralla en la defensa.
–No sólo en mi cabeza –la corrijo–. No sólo en la mía.
Más allá del puente levadizo hecho astillas, más allá del camino que conduce a nuestra morada, las aves mueren en el aire, buscan en vano sus alas en algún instante del aire, y se hacen la ilusión, cuando caen con violencia a tierra, que la sombra suya que encuentran es su propio compañero, es otro pájaro que los aguarda. Yo no le digo nada, sigo alumbrando antorchas para que los barcos no se precipiten contra los arrecifes o alumbrándolas para que los mensajeros sepan dónde estamos, como antes llegaban los peregrinos a nuestras puertas donde seguirá habiendo para ellos al menos pan y sopa, a ella le quedo yo y la manera en que mis hombros crecen contra la luz, y la manera en que agiganto el horizonte más frágil, y mientras no me mueva de aquí, ella defenderá a mi lado el castillo.
Todas las noches, antes de efectuar la ronda, la visito. Me conducen con los ojos vendados a la atalaya sobre la cual está recostada, y ahí me recibe. Saqueada como el día que la hallé, erosionada como la casa dentro de la cual se había refugiado. Ella es, me dijo, o me dijeron, la mujer de mi hermano. Yo no lo sé, porque no he vuelto a tantearle el rostro, después de aquella vez. Tiene, me dijo, o me dijeron, la cara arrasada.
–Me la quemaron a sabiendas, pedazo a pedazo, para que nadie me pudiera reconocer.
Pidió que se la mirara, salió de la oscuridad del umbral para que tuviera que mirarla. Cerré con fuerza los ojos y puse las dos manos en el lugar donde deberían haber estado las mejillas, donde debería haber estado la frente, las cejas, los labios, como si me metiera en una isla de hielo en medio del mar.
–Mírame la cara –me dijo.
Mis manos bajaron hacia su cuello, me atreví a imaginarlo blanco en la intensa penumbra, me empeñé en impregnarme la boca con la rememoranza de frutillas. La iría desnudando como un campesino cosecha trigo en la embocadura de una tormenta, con fidelidad, aunque sepa que los molinos están paralizados o se mudaron de la región. Como si desbrozara una cascada de polvo de los flancos de un cerro fatigado, con la esperanza de que algún día llueva, algún día nazca algún sembrado.
– No –me dijo–, no, así no.
Cómo explicarle que no podría hacerle el amor, que no quería, que era imposible. Mis manos, en cambio descendían por su cuenta hacia el vientre. Necesitaban irla tocando así, a la distancia, sin que interviniera el resto de mi cuerpo. Había que explorarle remotamente la hendidura del sexo, la apretada música de sus muslos, casi como si yo fuera otro. En alguna parte mis manos descubrirían algo que siguiera siendo como una suave manada de duraznos, algún trasfondo donde pudiéramos aprender a gatear otra vez.
–Así no vale, sin mirarme la cara no vale.
Toma una de mis manos y me la guía de vuelta a su cabeza. Por aquí y por allá ha comenzado a rebrotar el pelo, en un buen tiempo más volverá a tener cabellos, y colores, y quizás banderas. Entonces vendrá el invasor, y de nuevo le arrancarán la cabellera, buscarán cirujanos para que excaven en sus poros.
– Eres un tramposo –me dijo ella–. Así no.
Me quedé quieto, un rato escuchando la rítmica agitación de su pecho, pensando en esa frescura tan ladera con que funcionaban sus pulmones, la precisión y milagro con que sus tendones seguían obedeciendo los comandos centrales. En su interior habría territorios de piel que ningún incendio había alcanzado y que permanecían limpios e intactos como una cordillera amanecida.
De repente, cambia su tono. Me pregunta por el hermano. Así, sin previo aviso. –Dice que vieron a tu hermano entre las ruinas del monasterio. Dicen que se arrastraba entre las paredes. Dicen.
Dicen muchas cosas de mi hermano.
Cuando estén sus ojos acá, a mi lado, cuando lo vea acercarse a estas murallas que he defendido, cuando podamos mostrarle la pradera que ha nacido debajo de las viviendas agotadas, cuando vea la nueva ciudad que los hijos fueron construyendo encima de la antigua, al lado de la antigua, entre, más allá, adentro, arriba, debajo, en los huecos que dejan las tumbas derruidas, mientras yo me obstinaba sobre los baluartes, cuidándole la cuota de semillas que había plantado en tiempos anteriores y que no verá crecer.
–¿Y estos niños? –preguntará mi hermano.
–Son tuyos, hermano.
–¿Y esta nueva manera de hacer la vendimia? ¿Esta cautela en los pasos? ¿Esta serenidad desconocida? ¿Este implacable modo de perdonar, de no olvidar?
–Es nuestra manera, te la regalamos.
–Han cambiado.
–Hemos aprendido algo en estos años, sí.
Hace frío sobre las defensas de este castillo. Me recuesto a su lado, contra la piedra. No está mal habitar acá, cerca del calor de la mujer, todavía sin tocarla. Abro los ojos y contemplo, más allá de su cuerpo, la comarca gris donde el bárbaro enemigo duerme y no descansa.
–¿Puedes tener hijos? –le pregunto.
–¿Por qué no preguntas mejor si quiero tener hijos?
–¿Puedes tenerlos?
–Mandaste mensajeros –me responde, y sus manos como tibios harapos me envuelven, tratan de proteger mi espalda del viento, de las lombrices que navegan y muerden en el viento–. Mandaste mensajeros, y se perdieron.
Mis manos de nuevo relampaguean entre sus piernas, suben por el vientre, por costumbre fluyen hacia la cara, la evitan, y vuelven a bajar.
–Pasará de largo tu hermano –me dice ella–. Pensará como los demás que ya no queda nadie aquí. Hasta el enemigo cree y proclama que el castillo está abandonado.
–El enemigo sabe que yo hago lo mío.
Me interrumpió y anticipé cierta ironía, una tierna burla:
–Claro, tú sigues, tú sigues defendiendo el castillo.
–...Y los otros harán lo suyo –agregué, pero con menos convicción.
–¿Qué se han hecho los hombres que enviaste?
Envié hombres, es cierto, para que se supiera que yo estaba acá, que el castillo se encontraba deshecho pero que yo seguía sobre sus firmamentos. Me habían llegado mensajeros cabalgando con la marea: había caído nuestra última guarnición, en cada castillo de la patria ancha era la hora de los cuchillos intimidándose en las gargantas, era la hora de la sangre-sangre, era la hora de las botas en la columna vertebral. Fueron los últimos mensajeros en pasar, sus capas revolviéndose bajo el ventisquero. Tras ellos, el horizonte trajo la confirmación. Durante días las montañas desaparecieron bajo una humareda de vidrios que llovían y se evaporaban, una bandada de hielo negro que se nos metía bajo las uñas, que forzaba al guerrero a tragarse su propia lengua. Yo me mantuve. No porque fuera más valiente que los demás, quizá porque alcancé algo más de suerte, principalmente debido a que simplemente era lo único que podía hacer. Después, vendría la hora, y vendrá, de saber cuántos más como yo defendieron su parrón, cuántos aún persistimos en este valle sin poder divisarnos de colina en colina, cuántos baluartes aparecerán reconstituidos cuando la bruma amaine y sea la hora de las orillas de los ríos. ¿De dónde si no, me viene desde lejos un ruido que tiene que ser humano, que con su cadencia asegura sobrevivientes, ejércitos subterráneos que se almacenan entre los pinos?
En mi propia ciudad afirmaron que no quedaba nadie, aquella noche primitiva de la invasión, en el momento en que estallaban los puentes y los barcos se hundían, todo pánico a nuestra vista. Fácil hubiera sido abandonarse a la histeria.
Ya me había puesto de espaldas a la ciudad.
–¿Cuántos quedamos?
–Ya no hay moradores –fue la respuesta–. Una única luna merodea y se muere entre los escombros. Huyamos, capitán.
¿Una única luna? ¿Una única luna y sólo escombros? Entonces, ¿de dónde provienen estas flechas que sigo tirando, de dónde la ropa con que apenas me visto, que tirita y se rasga, pero que es telar, hilo, aguja, trabajo al fin y al cabo? ¿Y quién me envía este poco de miel y este tanto de galleta –ni dulce la miel, ni blanda la galleta–, quién me ha construido este primer techo para que las murallas no se vengan a tierra, para que las piedras sigan firmes? Porque aún quedan carpinteros en esta ciudad. Llénate los bronquios con la vibración de madera y martillo: es una escuela que hacen, una escuela escondida, una escuela que los enemigos no conocen.
– Así no vale, sin mirarme no, así no.
Ni el enemigo puede verlos, ni yo tampoco. Si me diera vuelta no contemplaría sino una desolada estepa agujereada. No tengo la capacidad, no me la he madurado, para vislumbrar a los campesinos todavía arando debajo de la tierra preparando viveros en la oscura, despedazada, maloliente tierra. ¿Acaso esas manos saben que yo me paseo por este fuerte, acaso adentro de la semilla se puede pronosticar a ciencia cierta que existe el sol?
Otros se han dedicado a lo suyo. Si llega el invasor, acuclíllate al lado del bardo, cerca de la hoguera, recoge las canciones sagradas, cántatelas en voz secreta hasta que no puedan ser desmemorizadas, despídete del bardo con reverencia porque está claro que a él lo van a matar y echar a la fosa común, y trata de alcanzar con tus mil remos la vecina desembocadura. A otros, en cambio, la faena de los heridos, la salvación de una medicina que hará falta en un decenio más, a otros aún la tarea de cuidar a los niños, de rescatar ladrillos. Lo peor no me tocó a mí: pensemos en quienes deben espiar al enemigo, quienes deben alimentarse bajo su techo, quienes deben besar a sus hembras y sonreír a sus bufones. Pensemos en los que han caído en la última caverna del último calabozo para que en ellos se ensañe algún ronco pájaro que se arrastra. A mí me dijeron: este castillo no lo entregas.
–¿Aunque lo destruyan?
–No lo entregas.
Nunca recibí una contraorden.
–Capitán, se quema la ciudad.
Por un instante, me cruzó la tentación. Qué bueno sería levar anclas. Nos haríamos hacia el valle, desamarrados por fin, confundiríamos cualquier catalejo enemigo. Atrás el invasor arribaría tarde, buscaría el castillo, y sólo nuestra neblinosa silueta alejándose. Después caeríamos sobre ellos coma una plaga de piratas.
–Huyamos.
Pero no lo hice. A otro le habrían dicho: te vas apenas comienza, busca amparo, cuéntales a los amigos lo que sucedió, manda víveres y guantes, vuelve apenas puedas. A otros tal vez les dio miedo. Lo que es a mí, me habían dicho que hiciera esto, esto que hago ahora.
El aliento salvaje de la ciudad golpeó mi nuca, como el humo de un loco. Fue entonces que decidí no moverme, y tampoco darme vuelta. El fuego se agotaría, finalmente no habría qué quemar y las llamas chocarían con mis paredes,como olas encerradas y calmándose. El enemigo buscaría exprimir lo que quedaba. De las cáscaras construiríamos una nueva fruta. Alguna casa quedaría en pie, una iglesia, una que otra caballeriza, un taller para reparar zapatos. ¿Cómo no iba a haber alguien que todavía supiera enseñar el abecedario, un libro en que volver a escribir?
Sobrevino el fuego, después el aluvión de barro caldeado, en fin la artillería de vidrio. Pero todo incendio debía también contener su resaca, y a medida que avanzaba irían persistiendo maderos, umbrales, botellas, brújulas, dejando lo suficiente como para aguantar el hambre que visitaría, el frío que ya se estaba instalando en pleno hueso, algún color quedaría para reacostumbrar el ojo.
Es hora de hacer la ronda. Me levanto. Intento taparla con los restos de mi abrigo. Miro hacia el campo, hacia el mar, hacia las nieves de la montaña. ¿Y si en realidad mi hermano no viene? ¿Qué pasa si no viene?
Ella no duerme.
–Mírame, quiero que me mires de una vez–. Se levanta, interpone su cara para que no pueda contemplar el paisaje. Cierro los ojos. Tengo que cerrarlos. –Estoy quemada entera. Mírame, cobarde. No tengo dientes. Mira lo que hicieron con mis pechos. ¿Piensas que le puedo dar leche a un niño? ¿Piensas que hay solución?
Le digo que sí, que pese a todo creo que hay solución.
–Cuando pase tu hermano, no va a reconocer ni las murallas. El vergel que plantamos ayer, el nuevo muelle para embarcaciones, para el contrabando, las inscripciones diferentes en la calle. Hablará otro idioma.
¿De qué está tratando de convencerme? Ella tampoco quiere irse. ¿Por qué insiste sobre mi hermano, por qué inquiere por los mensajeros que no vienen, por qué se fija en todo lo que se tuerce y se equivoca y cojea? ¿Por qué, mi amor, eres tan implacable?
–Si pasa de largo –dice ella.
–Yo que defendí hasta el último manantial, que el enemigo no penetrara hasta las raíces de los árboles frutales a medida que los iba derribando y echando a la hoguera, yo que hice el amor como un molusco entre las rocas y la lluvia y con menor placer, yo que me bebo el veneno de este aire irreconocible cada jornada para que vuelva a salir puro, para que haya un sol cada madrugada, para que el sol no se olvide salir cada vez de las montañas, para que no sean la oscuridad perpetua, para que algún día se junten los pedazos de este rompecabezas triturado por una mente insana, yo que defendí el castillo.
Pero ¿si pasa de largo? ¿Si olvida el camino de vuelta? ¿Si fundó otra familia al otro lado del mar?
Lo miraré pasar. Desde arriba veré aparecer su figura. Mis ojos están acostumbrados a discernir cada leve agitación, lo veré.
–¿Si pasa de largo –insiste ella– y no me reconoce? Si dice, ¿y esta mujer? ¿Y esta cara quemada, esta cara sin cara? Si dice: es fea. ¿Si no me reconoce?
Entonces, habrá llegado el momento. Llamaré al niño que hemos procreado, llamaré al sobrino que mi hermano no ha visto nacer.
–¿Ves ese hombre? ¿Ves ese hombre que se aleja a caballo?
–Sí, papá.
–¿Lo ves muy claro?
–Sí, papá.
–Ese hombre es tu tío.
–Sí, papá.
–Algún día va a volver por acá y tú le vas a decir tío. Tal vez yo no esté... ¿Cómo le vas a decir?
–Le voy a decir tío.
Y tomándole la mano a mi hijo, dejaré que mi hermano se pierda en la distancia, y entonces sí, ahí sí que me daré vuelta para mirar la cara de nuestra ciudad.