Yorgos Lanthimos es de esos directores que no pasan desapercibidos. Con solo un puñado de películas que pasaron por festivales y convencieron a varias estrellas internacionales de ser parte de su mundo, este griego de 45 años logró emerger con una voz atípica y distintiva en una cinematografía no acostumbrada a cruzar fronteras. Miembro destacado –casi único– de la llamada “extraña ola griega”, que asomó en el panorama cinematográfico en consonancia con las noticias de la crisis económica que sacudió a su país, Lanthimos es un agudo constructor de realidades paralelas capaces de poner en escena opresivas jerarquías, intensas pujas de poder, tragedias sombrías cruzadas con el humor más absurdo y radical. Su figura cobró protagonismo en 2009, cuando su segunda película, Canino, ganó Un Certain Regard en Cannes, consiguió una nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera, y lo catapultó como uno de los talentos jóvenes de una Europa en riesgo. Asociado a Michael Haneke y Lars von Trier por su implacable irreverencia y su tentación de contagiar la crueldad de su inventiva a la experiencia cinematográfica, ha sabido hacerse un camino propio, divertido y caprichoso, capaz de despertar celebradas veneraciones y encendidos odios.
La favorita parece ser su prueba de fuego. Película que corona una trilogía fuera de Grecia que incluye a Langosta (2015) y El sacrificio del ciervo sagrado (2017), ha logrado usar un universo con sus propias reglas, como el de la monarquía inglesa de comienzos del siglo XVIII, para tejer el vínculo entre tres mujeres que disputan amores y deberes con pasión y desenfado. Consagrada como una de las grandes sensaciones de esta temporada de premios –ha recibido diez nominaciones al Oscar que incluyen Mejor Película y Mejor Director–, exitosa en su rendimiento por sala en un país como Estados Unidos, y con la inesperada celebración de la crítica internacional, la sexta película de Lanthimos lo muestra en su mejor forma, dispuesto a una farsa sin pudores sobre el reinado de Anne, la última monarca de la trágica Casa Estuardo, que dispensa atenciones y caprichos para sus dos favoritas, la ambiciosa Sarah Churchill, y la arribista Abigail Masham, ambas piezas clave del ajedrez de su gobierno y de los ardores de su cama. Nacida como un descabellado proyecto de dos productores ingleses que vieron en Lanthimos el artífice ideal para ese claustrofóbico entramado luego del suceso de Canino, la película atravesó ajustes de guion, la elección de un elenco estelar que incluye a Olivia Colman, Rachel Weisz y Emma Stone, ensayos extravagantes y agotadores, y el diseño de una danza del tiempo y el espacio para la que la cámara de Lathimos resulta la mejor observadora.
De Atenas al mundo
La carrera de este joven griego comenzó de manera casual en Atenas. En los años 90 empezó a dirigir cortos publicitarios, a trabajar en teatro como asistente de dirección, a cultivar su gusto por la danza y la coreografía en producciones amateurs e independientes. El cine era un camino arduo y lejano. En Grecia se producen entre 20 y 25 películas por año de las cuales muy pocas llegan a otros países de Europa. Luego de algunos cortos experimentales, su ópera prima Kinetta (2005) lo sacó del localismo y lo llevó a los festivales en los que su elíptica puesta en escena y sus juegos con los cuerpos y el lenguaje causaron las primeras sorpresas. Filmada de manera casera con tres actores y pocas locaciones, Kinetta muestra el recorrido de sus peculiares criaturas por hoteles y hospitales de la costa mediterránea, entornos en los que los que representan diversas formas de cometer un crimen, bailan de manera mecánica y estrafalaria, se filman mientras vociferan enigmáticos parlamentos. Esa ardua operación desnudó el gusto de Lanthimos por el riesgo y la vocación de aprovechar los mínimos recursos para construir esos circuitos cerrados, condenados a la patética repetición.
Autores como Kafka, Dostoievski o Beckett resultan referencias ineludibles de su formación, al mismo tiempo que la admiración por las coreografías de Pina Bausch, y de algunos de sus discípulos griegos como Dimitris Papaioannou, prefiguran su interés por el trabajo corporal con los actores, el diseño de interpretaciones estilizadas y la extrema presión de los entornos sobre los comportamientos. Antes que de una vasta cinefilia, Lanthimos da cuenta de influencias diversas y eclécticas, en las que se conjugan las películas de Bruce Lee con las de John Hughes, los experimentos de Cassavetes con el trabajo de la dramaturga británica Sarah Kane, quien ha revisitado la tragedia de Fedra en clave moderna como luego Lanthimos lo hiciera con el mito de Ifigenia en El sacrificio del ciervo sagrado. Lo curioso de su itinerario es esos primeros pasos que parecían condenarlo a un estilo marginal, cultor del underground pero incapaz de trascender a un público mayor, lo han conducido a un mercado exigente y competitivo como el de Hollywood. Si bien La favorita no es Kinetta, en ella subsisten su gusto por la sátira y el absurdo, el rigor en la puesta visual, las actuaciones extrañadas, y ese sádico placer por la disección de la crueldad.
El paso decisivo desde los días en Atenas hasta las conferencias de prensa con Colman, Weisz y Stone de cara al Oscar fue Canino. Escrita en colaboración con su amigo de aquellos años publicitarios, Efthymis Filippou –co-guionista de todas sus películas salvo La favorita–, su segunda película muestra a una familia encerrada en una casa, confinada a los límites de un pintoresco jardín, que vive de acuerdo a los códigos y el lenguaje que impone el pater familias. El es quien conoce el afuera, quien provee alimentos y sentido de convivencia, quien dicta el orden y los castigos, en una especie de eco de aquel “castillo de la pureza” que había imaginado Arturo Ripstein en uno de sus primeros melodramas. Sin dramatismo alguno, Lanthimos juega con el patetismo de sus personajes delineando el poder de manera perversa y aceptada en nombre del bienestar y la preservación. Su humor es acerado y corrosivo, y el estudio de los sistemas de poder y sometimiento que pone en escena en sus microcosmos tiene tanto de crítica como de ingeniosa provocación.
En los tiempos después de Canino llegó la primera propuesta para hacer La favorita de la mano de los productores Ceci Dempsey y Ed Guiney, que venían trabajando hace un tiempo sobre el guion de Deborah Davis. Según cuenta Guiney en una entrevista con The Guardian, el interés por Lanthimos tenía que ver con el manejo que había logrado en Canino sobre un grupo de individuos sometidos a estrictas reglas en el espacio reducido de una casa. Ahora la casa se convertía en una corte del siglo XVIII, signada por las intrigas entre Whigs y Tories, las dos facciones emblemáticas de la política inglesa, y por los rencores entre católicos y protestantes que seguían vigentes desde el cataclismo de Enrique VIII y su separación del Vaticano. Lo cierto es que Lanthimos quería modelar el guion sobre el triángulo femenino, la tragedia privada de Anne y sus 17 embarazos perdidos, la condición de dominante estratega de Lady Sarah y la seducción vengativa de Abigail como ejercicio de desesperada supervivencia. Su trabajo llevó un largo tiempo y en el medio se forjaron otros proyectos.
Las trilogías y el juego con los géneros
Antes de irse de Grecia, Lanthimos produjo a Attenberg (2010), de Athina Rachel Tsangari –otra de las exponentes de esos turbulentos ecos que dejaba la crisis helénica–, donde se reservó un pequeño cameo y conoció a su futura esposa, la actriz Ariane Labed. Allí también concluyó Alps (2011), clausura de esa primera trilogía sobre mundos reglados, signados por la obediencia y el desafío a las infracciones. Si en Canino los hijos de esa familia en ominoso cautiverio fantaseaban con una posible liberación, aún efímera o intermitente, los miembros de la sociedad “Alpes”, dedicados a sustituir personas queridas para sus deudos, pugnan por ingresar en esa secreta cofradía de mandatos y obligaciones, de vínculos sádicos y deseos silenciados. Otra vez aparece la extraordinaria Angeliki Papoulia, la “hermana mayor” de Canino, con ese rostro enigmático e impasible que demuestra que Lanthimos ha sabido descubrir en sus actrices los destellos de sus mejores creaciones.
Su estancia en Londres combinó la larga espera por La favorita con dos películas que demostrarían la adaptación de su estilo a dos nuevas claves: la distopía y la tragedia clásica. Como le ocurrió a Haneke, para quien su salida de las fronteras de Austria tuvo que ver con el interés de una actriz como Juliette Binoche de ponerse bajo sus órdenes –anhelo que se cumplió en Código desconocido–, para Lanthimos la participación de Rachel Weisz en Langosta y de Nicole Kidman en El sacrificio de un ciervo sagrado fue vital para allanar el camino. En ambos casos, las convenciones del género estallan desde adentro: la estricta reglamentación de Langosta, que condena a los solteros y parejas por igual al fundamentalismo de la obediencia en ambas fronteras de las normas, muestra que todo código es arbitrario, el que él inventa para sus mundos y el que rige desde siempre los universos de ficción. Así, el hotel donde los solteros esperan su pareja so pena del castigo de la deshumanización, y el bosque donde las parejas merecen la peor de las sanciones por su amorosa rebeldía, son las dos caras de ese microcosmos genérico donde no hay otro afuera que el reverso del adentro.
En la tragedia de Ifigenia que recrea en El sacrificio del ciervo sagrado el director ensaya la operación que perfecciona en La favorita: apropiarse de un mito sin barnizar diálogos y decorados con esa pátina lustrosa que siempre exigen las películas históricas. Lanthimos conduce esa tentación de disfrute que los dioses siempre han perseguido en el cruel destino de las criaturas humanas hacia el escenario racionalista de un hospital, la vida de una pareja de médicos, y el ejercicio de una venganza que tiene el peso de la tragedia y el distanciamiento de la farsa. Vuelve a aparecer Colin Farrell, menos panzón que en Langosta, y su expresión perpleja digna del mejor humor deadpan se conjuga con su implacable condición de víctima de un férreo maleficio. Ambas películas estiran la tolerancia del espectador a esos juegos de perversa dominación pero muestran que la estrategia del director se mantiene firme pese a los nutridos presupuestos, al renombre de sus intérpretes, y a las exigencias de un circuito que tiene base en los festivales pero que siempre aspira a más.
La real consagración
Y así llega a su concreción La favorita, la historia de esa reina de los márgenes de la Historia, la que llega al poder en el crepúsculo del absolutismo, la que lo ejerce con el capricho y el desgano de quien hace de su linaje una forma inevitable de supervivencia. “El guion original era históricamente muy preciso y había mucha información sobre la política de la época”, cuenta Lanthimos en una entrevista con Indiewire. “Sin embargo, yo quería hacer foco en esas tres mujeres, en sus vínculos con la política y el poder, en cómo sus relaciones eran eco de un panorama más amplio”. La intervención del guionista australiano Tony McNamara sirvió para esa estrategia de concentración: la política exterior apenas se entreteje como eslabón con el afuera, pero lo que interesa es el mundo del palacio, esas imágenes estilizadas de los interiores, y ese uso de los vestuarios y los números de baile como extravagantes ornamentos de un poder que se disputa en la misma carne. Los límites entre el erotismo y el grotesco se desdibujan con la misma fuerza que insuflan los habitantes de esa férrea lógica para no perderse en ella, para no verse fagocitados por su dominio. La escena del baile –coreografiada por la argentina Constanza Macras– en la que Sarah seduce y domina, agita y debe ceder, es la representación de esa difusa frontera entre la vileza y el ridículo que Lanthimos ha sabido exponer.
La favorita es su película más disfrutable porque no tiene vergüenza en jugar con el sexo y la perfidia, porque hace a sus mujeres dramáticas e inteligentes, porque no le importa tanto la Historia autorizada como sus páginas perdidas, aquellas que desnudan en sus excesos el costado absurdo de todo orden. Es la película en la que esa elástica distancia de observador se contrae, en la que la humanidad de sus personajes combina sus inevitables debilidades con sus verdaderas emociones. Tímido y austero, como se lo suele describir en sus entrevistas, Lanthimos ha construido una personalidad firme en sus imágenes, autoconsciente y algo vanidosa en su estilo, provocadora en última instancia, como él mismo ha aceptado que lo describan. “Provocador, me decían...”, le confiesa a The Guardian. “Al principio solía estar a la defensiva, pero al final me di cuenta de que es el término correcto. Eso es lo que intento hacer con mis películas: provocar el pensamiento y la discusión. Sacudir a la gente para que empiece a pensar las cosas de manera diferente. Estoy interesado en poner en cuestión aquello que se cree que es la norma”.