Si hubiera que elegir un punto fuerte de Las Vengadoras ese sería precisamente el eje temático desde el que se estructura toda la obra: la aproximación al mundo hipermasculinizado de las fuerzas policiales desde una óptica femenina. Desde ahí parte el director y dramaturgo Bernardo Cappa para edificar una comedia efectiva, que garantiza un estado de risa casi permanente.
En el escenario, ambientado como un salón de actos de un club social, La Orca (Silvia Villazur) se maquilla y toma unos tragos de whisky, sentada en su silla de ruedas, mientras La Tarta (Sabrina Lara) termina de decorar el lugar con un exceso de cotillón blanco y celeste. De fondo suena “La Güera Salome”, de Lía Crucet. Ese mismo día, La Orca asumirá como Comisaria, y piensa aprovechar el festejo para interceptar un bolso con plata sucia que pertenece al ex Comisario Benavidez. Cuenta con su mano derecha y subordinada La Tarta, pero también con el dúo musical de Suricata (Maia Lancioni) y Monja (Leilén Araudo), que ya no pertenecen a la fuerza, pero que también buscan vengarse de Benavidez, al que atribuyen la responsabilidad de la muerte de su compañera Wanda.
Los personajes avanzan entre improvisaciones y torpezas en un ensayo fallido y contrarreloj para planificar el robo y reparto del botín. Y también sacan a relucir sus miserias, porque aun en su condición de mujeres continúan reproduciendo las lógicas de poder masculinas, verticalistas y jerárquicas intrínsecas de esa institución.
Silvia Villazur encarna perfectamente todos los vicios de la jefa déspota, autoritaria e impiadosa, pero que por momentos expone su fragilidad. Su personaje se eleva en el encuentro con la actuación sobresaliente de Sabrina Lara, que compone con un humor exquisito a la oficial tartamuda (de allí su apodo) que admira a la “orquita” y es fan de Los Redondos, por lo que la ropa que viste deja apreciar. Esa relación institucional, casi paternalista, de sumisión y dependencia mutua, contrasta con la complicidad amistosa de las músicas. Leilén Araudo se pone en la piel de Monja, la más sensible, insegura y temerosa del cuarteto, tanto que nadie podría imaginarla al frente de ningún operativo. Por su parte, el personaje de Maia Lancioni, Suricata, aporta la seguridad, la madurez y el poder de decisión que a aquella le faltan. Opuestas, pero al mismo tiempo complementarias, las cuatro van montando las piezas de una historia repleta de contrastes y excesos que son justamente los que habilitan una trama desopilante.
Esa contraposición de sentidos se mantiene en múltiples elementos de la puesta. Por ejemplo, en el recurso del apodo que cada mujer adopta para identificarse, y que alude a un código del lenguaje frecuentemente asociado al mundo criminal. En esa línea, la música que acompaña el relato con ritmo de cumbia de principio a fin, y la musculosa ricotera de La Tarta, operan también como marcas que evocan una cultura definida en esencia por oposición al orden policial.
La dramaturgia de Las Vengadoras reserva también un lugar activo para los espectadores, quienes se encuentran siendo parte del relato e interpelados como si ellos mismos fueran los policías invitados a la asunción de La Orca, al mismo tiempo que asisten a una historia que les revela el lado oscuro de las fuerzas de seguridad. Pero siempre con el recurso del humor en un primer plano.