“Empiezo las novelas con humor, pero me canso rápido”, dijo Michel Houellebecq en alguna de sus innumerables entrevistas, ésas que, según anunció hace un par de meses, no dará más en su país. Y con Serotonina, el nuevo best seller del autor francés que la gente ama odiar y odia amar, vuelve a sus orígenes satíricos luego de Sumisión, distopía de una Francia gobernada y arruinada por una coalición musulmana que lo metió en muchos problemas. Después de la masacre de Charlie Hebdo el mismo día del lanzamiento de su novela, el escritor aterrado desapareció de la escena pública, en medio del rumor de haber sido abducido por fundamentalistas islámicos. Pero su ausencia no fue por secuestro sino por una depresión más prolongada de lo habitual. De ese pozo emergió con Serotonina, su octava novela en la que regresa con un narrador houellebecquiano recargado para explayarse sobre sus temas favoritos: la decadencia de las socialdemocracias en general, la de Francia en particular, y la imposibilidad de felicidad de un individuo que cambia deseo erótico por pastillas en un mundo sin lugar para el verdadero amor ni salvación, algo que a Houellebecq, que anda coqueteando con el catolicismo, parece preocuparle.
“He conocido la felicidad, sé lo que es, estoy capacitado para describirla, conozco también su final, lo que sigue habitualmente. Nos falta una sola persona y todo está despoblado, el mundo está muerto, o bien transformado en una figurilla de cerámica, y los demás también son figurillas, un aislante perfecto desde los puntos de vista térmico y eléctrico, así que ya nada puede afectarte, salvo los sufrimientos interiores, emanados de la desintegración de tu cuerpo”, dice Florent-Claude Lebrouste, un agrónomo de 46 con sensibilidad literaria y depresión clínica, nostálgico de esos tiempos en que ser un hombre blanco heterosexual de clase media alta era más que suficiente para el bienestar.
Crisis productiva por las fronteras abiertas europeas; extranjerización de la tierra; poscapitalismo; la vida como supermercado; el ecologismo, el feminismo y el movimiento español Indignados como quimeras infantiles; y hasta las políticas de devaluación monetaria del macrismo, acompañan la deriva existencial y geográfica del protagonista. Y como si todo esto fuera poco, para seguir con una costumbre suya bastante perturbadora, el escritor se anticipa a la actualidad, poniendo en escena la crisis agraria de Francia –una de las partes más interesantes y sensibles del libro– con revueltas del campesinado, minutos antes del estallido social de los chalecos amarillos.
Lo mejor que puede pasarle a los lectores de Serotonina es tomarla como farsa y leerla en clave de comedia. Al menos así se disfruta la primera parte de una novela que hace agua no tanto por la insistencia del autor en provocar (los chistes antifeministas y comentarios homofóbicos del narrador se parecen más a lo que diría un abuelo senil que un enfant terrible) sino por caprichos de la trama que se torna inconsistente. Con momentos de escritura que brillan en una suerte de gran monólogo sobre el amor cuando- el narrador hace un repaso de todas las relaciones de su vida, y una mirada que suele dar en el clavo sobre el malestar de las clases medias, Serotonina reenvía a Ampliación del campo de batalla (1994) y Las partículas elementales (1998), sus primeras y mejores obras. Pero el derrumbe del narrador coincide con el de la novela, que hacia el final se pierde entre disquisiciones médicas delirantes y reflexiones literarias sobre Proust, Thomas Mann y Goethe poco verosímiles para un personaje que, no se entiende por qué (¿será el catolicismo?) elige seguir viviendo a pesar de todo.
Algo hace que la escritura de Houellebecq genere adicción. Todo lo que ha publicado se vuelve oro. Sólo en Francia, donde una tirada regular es de 5.000 ejemplares, la primera edición de Serotonina salió tuvo la cifra inédita de 320.000. Su versión original salió a la venta el 4 de enero, y tan solo unos días después en múltiples traducciones. En las librerías francesas hubo cola para comprar el libro. Probablemente ayude la atención mediática y que se “filtrara” información sobre la crisis agraria como telón de fondo y lo profético de la novela en un clima de disturbios. O que Houellebecq se haya casado hace un par de meses con una estudiante de su obra, ocupando las portadas de todas las revistas del corazón con fotos “filtradas” de una boda en la que cantaron karaoke desde Nicholas Sarkozy hasta Emmanuel Carrère y que tuvo como padrino al insufrible Fréderic Beigbeder, escritor-estrella de televisión y mejor amigo del festejado. A falta de reportaje, el semanario Inrocks le volvió a declarar su amor dedicándole otro número especial con una recopilación de sus entrevistas; la revista de derecha Le Figaro lo puso en portada con una crítica de… Fréderic Beigbeder, donde da detalles de la fiesta exclusiva; Le Monde ya lleva publicados al menos tres notas diferentes sobre la novela y el progresista diario Libération también lo celebra, aunque desaprueba el machismo y la homofobia habitual en su obra. Pero, más allá del circo, hay algo en su literatura que viene haciendo clic con los lectores desde hace 25 años y que fue redundando en la crítica, que le otorgó el Premio Goncourt en 2010 por El mapa y el territorio y lo ha comparado con Ferdinand Céline, Albert Camus, Georges Perec y una larga lista de autores que no se parecen en nada entre sí. Como si fuera poco, a principio de este mes, fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, la máxima condecoración de Francia. Así que ni polémico ni chico terrible, y menos que menos punk (como lo sigue calificando su amigo Beigbeder) ahora mismo Houellebecq es el amo en un país donde, por suerte, también existen voces como la de su compañera de generación literaria Virginie Despentes, lesbiana feminista que brilló a nivel mundial con su trilogía de realismo sucio Vernon Subutex, donde muestra otra posibilidad de antihéroe francés.
En varias ocasiones, Houellebecq ha dicho que sus faros literarios son, sobre todo, Balzac y Baudelaire. No es muy difícil adivinarlo: los nombra todo el tiempo en sus novelas (Serotonina incluida) y su estilo está marcado por la alternancia de descripciones de tinte naturalista con análisis sociológico y pasajes de un lirismo espeso, casi sobrepasado. Quizás sea esta la fórmula que tanto éxito le ha asegurado al escritor en una sociedad como la francesa, que ama mirarse al espejo, aunque el reflejo sea monstruoso.