El fanatismo de los medios hegemónicos por los versus entre mujeres es espeluznante, y esa inclinación a la puesta en escena de la lucha en el barro no debiera ser un obstáculo para expresarse, pero la agenda de género está prendida fuego. Hay una niña en el territorio medieval conocido como Jujuy cuya infancia fue arrancada por un Estado imbécil y una horda de fanáticos que avanzan como zombies sobre los cuerpos de las niñas, de las mujeres, de las travestis y las trans. Nadar en la discusión sobre el culo de Jimena Barón nos debilita, porque justamente lo que se corre de eje es qué hace el patriarcado con nuestros huesos, nuestros músculos, nuestros tendones y nuestra piel cuando la alisa hasta el terciopelo o cuando lo corta para sacarle un bebé que pueda ser adoptado por una “familia importante”.
Lo que pasó en los últimos años con el feminismo es revolucionario. Recuperamos nuestros cuerpos poniéndolos allí donde pudieron hacerse uno: en las calles, con los tetazos, defendiendo nuestro derecho a amamantar en público y a mostrar las cicatrices y los rollos en cada movilización. Nuestros cuerpos son otros y con ellos nos plantamos de otra manera.
Jorge Trossero mató a martillazo limpio a Danisa Canale en Gálvez, Santa Fe, el 15 de enero pero no fue trending topic, vino a engrosar la lista de nuestra muerta de cada día, aun cuando ya tomamos las calles, aun cuando nuestra visibilidad es contundente y aun cuando el repliegue del varón promedio revela una crisis de masculinidad atronadora, pero que no alcanza para que dejen de matarnos. Pusimos marcha firme, acción política e hicimos temblar la tierra pero nos siguen violando en banda, matando a mazazos, secuestrando y tirando al río sin que nadie vea nada, como si de repente nos volviéramos invisibles, como si la fuerza de la foto que imprimimos cada 8 de marzo, cada 3 de junio, se volviera un negativo en las voluntades que operan para hacernos pelota. Esa tiniebla existe y no está bajo tierra ni se llama infierno, circula entre nosotras encarnizada en los cuerpos (porque los varones también tienen cuerpos y de su voluntad muchas veces dependen nuestras vidas, solo que el de ellos no está bajo la lupa) de quienes tal vez dicen estar deconstruyéndose, repensándose, callando un “piropo” o “siendo menos machistas” en la mesa familiar del domingo porque la nena usa pañuelo verde.
¿Qué guerra elegimos dar para empoderarnos? El debate sobre gimnasio sí o no es un desprendimiento equivocado del versus entre Mengolini y Barón, porque la periodista no estaba planteando que estaba “mal” tener un lomazo como la actriz sino que exhibirlo constantemente no es un acto de libertad sino un guiño a un sistema que nos oprime, pero es interesante que, viviendo en la matrix capitalista y magra, la pregunta se vuelque sobre esas libertades. El feminismo del goce viene a plantar bandera pero del perreo ya nos apropiamos y el Estado nos sigue dando vuelta la cara asegurando larga vida a los violentos. Hay un ensañamiento, una guerra silenciosa y el barullo virtual distrae la atención y la banaliza. Si Carla Soggiu apretó el botón antipánico dos veces y nadie fue a protegerla, ¿no se extiende sobre todas las mujeres y cuerpos feminizados un manto de peligro que excede el culo parado? ¿Y si estamos entrenadas, a fuerza de sentadillas, twerking o guantes de box, qué más da, no nos sentiremos más seguras cuando salimos a la calle? Por acción u omisión, nuestros cuerpos están en la mira y el desafío es pensarnos con potencia real para bajar la cifra de femicidios y la brutal indiferencia de un sistema que niega, precisamente, la potencia por la que somos visibles.